Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En España existe desde hace muchos años una extraña enfermedad unipersonal, el denominado por la prensa “síndrome de la Moncloa”. Es un extraño fenómeno, casi un poltergeist, que afecta a los inquilinos de la residencia presidencial. No existe el síndrome de la Casa Blanca, ni de la Rosada, ni del Elíseo, que sepamos. Sí, en cambio, el nuestro, el de La Moncloa. La Moncloa está encantada.
Este extraño fenómeno hace que los inquilinos de la residencia presidencial vayan perdiendo el sentido de la realidad y empiecen a tener alucinaciones económicas, políticas, autonómicas, antiterroristas, etc. Los aquejados de este mal se vuelven seres poco comunicativos y adquieren extrañas manías como, por ejemplo, escribir cosas crípticas en cuadernos azules. Los efectos no se suelen notar de inmediato, sino que se manifiestan, dicen los expertos, en las segundas legislaturas, por lo que algunos prefieren llamarlo el “mal de los ocho años”. Lo que está meridianamente claro para todos es que es un fenómeno estrictamente local, aunque algunos expertos han tratado de establecer analogías con las residencias presidenciales autonómicas.
Escribe Juan José Millás en El País: “Sabemos que el destino de todos nuestros presidentes es salir mal de La Moncloa. Sabemos que Zapatero creía que escaparía a ese destino. Ya sabemos que no.” Con su artículo, Millás acrecienta los rumores de que algo extraño ocurre en La Moncloa, algo que tiene tonos de posesión diabólica. El fenómeno tiene visos de relato de Stephen King y versión cinematográfica de Kubrick. De tanto insistir en el “síndrome de La Moncloa”, llegamos a imaginarnos a los presidentes corriendo enloquecidos por interminables pasillos armados de hachas, firmando decretos en trance y visitados en Navidad por los espíritus de las legislaturas pasadas y futuras. Todo muy extraño.
Que el presidente con la peor valoración de los ciudadanos de toda la historia de la democracia española —incluidos sus propios votantes—, según el oficial CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas), con niveles más bajos que los obtenidos por Felipe González con el escándalo antiterrorista de los GAL o José María Aznar en los momentos más impopulares (si es que hubo alguno popular) de la guerra de Irak, se plantee si seguir o no, no deja de ser revelador de cómo entienden algunos la política y de cómo otros nos la cuentan. Desde que se ha hecho el anuncio del abandono del solar presidencial, no han dejado de aparecer testimonios de personas que ya lo sabían, depositarios del secreto más repartido y mejor guardado: la renuncia de un presidente en sus horas bajísimas. ¿Nos sorprende?
Desde que los empresarios le dijeron el otro día al Presidente del Gobierno que no especulara con su sucesión, como ya advertimos, no se ha hecho otra cosa. Puede que lo hicieran a propósito; no lo sé. Pero el hecho es que el sábado, Rodríguez Zapatero anunció que no se presentaría a las próximas elecciones. Puede que para algunos esto fuera una sorpresa, pero para muchos otros no era más que una obviedad. Pero así es la política, el arte de hacer parecer lo evidente como sorprendente y lo cantado como inesperado.
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