Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Es el signo de los tiempos. La verdad ha dejado de tener interés científico y filosófico y su lugar ha sido ocupado por los estudios y ensayos sobre la mentira. El concepto ha quedado anticuado, como algo característico de tiempos ingenuos en los que todavía se podían afirmar las cosas con seguridad y convicción. La verdad formaba una larga cadena que comenzaba en lo revelado y acababa en nuestras vidas cotidianas. Todo estaba claro si se consultaban las fuentes adecuadas. Aunque la verdad revelada dejara de tener peso y fuese sustituida por las verdades de la razón y después por las de la ciencia, lo cierto es que todas han entrado en el dique seco de las reparaciones por tiempo indefinido.
Esta caída de la verdad absoluta en favor de lo probabilístico —lo que es más probable que haya ocurrido o pueda ocurrir— se ha transformado en nuestra sociedad en un concepto discursivo: lo creíble. Lo importante ya no es decir la verdad sino que te crean. Si lo que dices es verdad, pero no te creen, ¿de qué te sirve? La necesidad de ser creíble es una necesidad tanto para la verdad como para la mentira, y si ambas son igual de creíbles, ¿cómo distinguirlas?
Esto ha hecho que la credibilidad ascienda al primer puesto de las necesidades en un universo cultural como el nuestro en el que la comunicación es la base de casi todo. Comunicamos mensajes, noticias, etc., pero de nada sirven si no son creíbles por quienes los reciben. Eso hace que los personajes creíbles asciendan también porque hemos descubierto que tan importante es la credibilidad del mensaje como la del que lo emite. Hemos descubierto, además, que se establecen vínculos fuertes entre ambos: las personas creíbles convierten en creíbles los mensajes. En realidad ha sido redescubrir el concepto de “autoridad” (aceptar las cosas porque las dice otro que nos merece confianza), aquel contra el que trabajó la Ilustración por considerar que impedía la autonomía del individuo. La publicidad se basa en eso cuando utiliza personajes creíbles para asociarlos a sus mensajes convirtiéndolos en paquetes conjuntos. El deportista de éxito aporta la credibilidad personal al producto. El problema surge cuando la mentira rompe la ilusión y la acusación de doping destruye a ambos. No era verdad, solo era creíble.
Pero todo esto va más allá de la publicidad. El gobierno de Japón está perdiendo su credibilidad porque cada vez casan menos los discursos con las mediciones de la radioactividad. Los japoneses, pueblo educado y que confía en sus autoridades, se ven sacudidos en los cimientos del creer. Nuestros políticos han de ser creíbles cuando dicen lo que nos tienen que contar. Buscamos líderes, decimos, que produzcan confianza. Por eso nos hemos llenado de políticos amables que no mueven una ceja para decir las cosas más inverosímiles. Un ministro es alguien que sale a decir que no pasa nada cuando ocurre algo. Hay que tener políticos convincentes.
Poca credibilidad merecen las afirmaciones de Gadafi a sus opositores o las de los dirigentes de Yemen, Siria, Jordania o Bahrein. Sus promesas de cambios o concordias no convencen a nadie. Una vez perdida la credibilidad, puedes decir lo que quieras, pero nadie te va a creer.
Las lágrimas de Marion Jones, la que fuera admirada atleta norteamericana, no convencieron a nadie, ni a George W. Bush, que se negó a concederle un indulto tras el dopaje y la doble mentira de su vida, la atlética y la judicial. La corredora, querida por todos, perdió toda su credibilidad por el uso de drogas y por las mentiras ante los tribunales. El perjurio arruinó el poco crédito que le quedaba. Por reales que fueran sus lágrimas —nadie está alegre cuando te retiran las medallas, pierdes contratos millonarios y te envían a la cárcel—, a nadie convencieron. ¿Quién la iba a creer? Bush, por su parte, pasó a ser uno de los personajes con menor credibilidad política de las últimás décadas. Y arrastró a muchos en su caída de crédito.
Todo el sistema económico se apuntala en la creencia, en el “crédito”. La confianza ha sido el valor determinante del sistema. Hablamos de “recuperar la confianza de los mercados”, “merecer confianza”, “generar confianza”, etc. El mercado se mueve por la confianza y desarrolla como puede indicadores de confianza. Hemos inventado los límites de la Economía con las empresas de rating, las que deciden qué confianza merecen a los mercados lo que hacemos y que sirven para que esos mismos mercados tomen sus decisiones condicionando lo que podemos hacer. Ahora están intentando establecer indicadores de confianza de las propias empresas de rating, pero ¿quién las evalúa a ellas para que merezcan confianza? Muchos ya han empezado a desconfiar de estas empresas de confianza.
Los empresarios españoles le acaban de decir a nuestro presidente —caso insólito— que deje de especular sobre su sucesión porque eso genera inseguridad en los mercados. Los analistas lo han interpretado como una donación de credibilidad al político, que a su vez se convertirá en credibilidad en el sistema económico español, que a su vez aumentará la confianza de los inversores internacionales, que a su vez hará mejorar el rating de las agencias de evaluación, que a su vez… Hasta completar el círculo y beneficiar a los empresarios que gentilmente le dieron su confianza.
Lo psicológico, la creencia, el valor que se le concede, han sustituido a los hechos, concepto complicado en la Postmodernidad. Puedes decir o hacer lo que quieras, pero como los demás no crean en ti, estás listo. Los gobiernos anuncian medidas y los demás les creen o no. Se harán o no se harán, pero —por el hecho de decirlas— producen ya un efecto sobre los mercados. Algunos políticos han aprendido que es tan efectivo decir que vas a hacer algo como hacerlo, solo que lo primero resulta mucho más barato.
fuente gráfica: http://scatt.bilegrip.com/pryor.credibility.jpg
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