Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Hay reticencias en el mundo árabe ante una posible intervención occidental en Libia que convierta la situación en un nuevo Irak. Es lógico que las haya. Sin embargo, con todos los riesgos obvios, la situación es muy distinta y creo que los móviles también. Gadafi se mostrará siempre como una víctima de las conspiraciones, ya de Occidente, ya de Al Qaeda, ya de los demás países árabes que quieren dividir Libia o quedarse con sus recursos. Es su juego y su discurso.
Creo que la comunidad internacional ha aprendido muchas cosas en las últimas décadas sobre las derivas que pueden tomar las situaciones de conflicto, pero creo que, en este caso, al menos las motivaciones para la acción están claras. No tanto los motivos para la pasividad. En qué derive el conflicto, podremos verlo pronto. Lo único que no admite especulaciones son las amenazas lanzadas por los Gadafi contra la población y los precedentes de su paso cruento por las otras ciudades.
La simultaneidad de los levantamientos árabes ha beneficiado a Gadafi. Las inestabilidades producidas por sus propios procesos de cambio han impedido una respuesta de mayor calado por parte de muchos países que sí han manifestado su simpatía y solidaridad con los resistentes libios en sus calles. No debe ser fácil observar como las mismas aspiraciones de cambio y libertad que has conseguido para tu pueblo, se convierten en sangrías a unos cuantos kilómetros.
Libia, flanqueada por dos países en transición de la dictadura a la democracia, Túnez y Egipto, no podía recibir una respuesta mucho más contundente de sus vecinos. Mezclar el delicado proceso de negociación para la construcción de una democracia con un problema internacional del calibre del libio hubiera sido un suicidio político y sembrar la división en pueblos que requieren ahora profunda unidad para salir adelante. Han participado desde la perspectiva posible: el apoyo solidario demostrado en sus fronteras, especialmente en las de Túnez. El propio caos egipcio ha imposibilitado dar respuestas más efectivas, pero la contundencia de su intervención al frente de la Liga Árabe también debe ser tenida en cuenta.
Cuando los países árabes se hayan institucionalizado, les será más fácil emplear entre ellos otro tipo de tácticas y presiones para solucionar los graves problemas que les aquejan. La democracia es un estado dinámico que no acaba nada, solo se empieza. En un contexto democrático, cada vez será más difícil que se produzcan regímenes como los de Muamar el Gadafi. Lo mejor es siempre evitar las circunstancias que los producen, tanto las que derivan de su propia historia con las que les hemos escrito los demás.
La experiencia de las revoluciones poscoloniales fallidas desde los años cincuenta, la deriva autoritaria y corrupta de estos regímenes, tiene que servir de algo a unos pueblos que reclaman ya su voz propia y sacudirse los complejos con los que otros han jugado para convencerles de su inutilidad política. Hoy quieren tener la responsabilidad de construir su futuro y en eso debemos apoyarlos honestamente todos. Los jóvenes que encabezan los cambios quieren vida política para poder participar en ella y decidir.
Ahora mismo tenemos sobre el mapa países que han cambiado y se dirigen hacia sus propios destinos; países que están iniciando procesos de reformas para evitar pasar por las situaciones traumáticas que otros han pasado; y, por último, regímenes que, como Libia, se resisten ferozmente a perder el control dictatorial sobre sus pueblos. Cada país de la zona que triunfe en sus aspiraciones democráticas y se ponga en marcha será una presión más sobre aquellos que siguen anclados en otras formas de poder. Las fórmulas a su alcance no son nuevas: repúblicas democráticas o monarquías constitucionales, sistemas que funcionan plena y efectivamente en otros lugares y que ellos habrán de adaptar a su propia forma de entender la política y el gobierno. El esgrimir las bazas del panarabismo o de la identidad religiosa cuando lo único que se busca es mantenerse en el poder debería dejar de funcionar para pasar a una política en la que el mundo árabe se entendiera como un futuro compartiendo formas de convivencia y diálogo entre ellos y con el resto de la comunidad internacional. Los que se han beneficiado, dentro y fuera, de la política del frentismo cultural deberían dejar el campo abierto a las nuevas formas posibles de diálogo.
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