Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La guerra es sencilla; la política, compleja. La guerra dice que debes emplear todos tus recursos para acabar con el enemigo; la política te limita los recursos y las acciones. La guerra es sanguinaria; la política, un arte mejor o peor llevado, refinado o tosco. La política y la guerra se entrecruzan en la realidad. Hay guerras declaradas y guerras que se llaman políticamente de otra manera. Pero en todos los tratados, antiguos y modernos sobre la guerra, hay una sola regla de oro: las guerras no se ganan solo defendiéndose. Hasta el boxeador más fajador de todos, necesita dar un solo golpe al final del último round para ganar el combate. Si Gandhi hubiera tenido enfrente a Gadafi, no le habría funcionado su sistema. El adversario de Gandhi tenía reglas y límites, Gadafi no.
Siempre es difícil enfrentarse con un adversario que tiene unas reglas muy distintas a las tuyas o que, simplemente, no tiene reglas. Es difícil hacer la guerra con una mano a la espalda y con un adversario que se encierra en las ciudades para evitar ser atacado. Es difícil hacer una guerra con francotiradores apostados en las azoteas. Es difícil hacer una guerra de mercenarios contra vecinos, de tanques y aviones frente a furgonetas.
Este conflicto tuvo a Gadafi arrinconado en su palacio durante días en los que las ciudades se iban sumando al levantamiento popular. Llegaron a las puertas de Trípoli. La entrada de mercenarios y la peculiar distribución del ejército y sus unidades de élite, bien armadas y controladas directamente por él, forzó un repliegue. Fueron entrando en las ciudades y limpiándolas de estorbos futuros, dejando sangre a su paso.
Las tropas de Gadafi no tenían el problema de las víctimas civiles porque decidieron que los que tenían enfrente no eran el pueblo libio; eran un grupo de drogadictos y borrachos, de ratas, de terroristas de Al Qaeda y finalmente de egipcios en paro, según las distintas versiones oficiales que su régimen fue elaborando para justificar su eliminación. Solo los que estaban con él son el pueblo libio; todos los demás debían ser borrados del mapa. Su hijo Saif, el filósofo humanitario, les dio horas para que huyeran y su padre amenazó con buscarlos casa por casa y habitación por habitación, sacándolos de los armarios en los que se escondieran para exterminarlos. Son sus palabras y sus hechos donde han podido.
Va a ser muy difícil salir de una situación en la que, una vez más, la lentitud y los intereses de los diferentes países han ido dejando que lo que quizá se podía haber resuelto en días, se tenga que convertir en una carnicería. El tiempo perdido fue precioso. Gadafi ha entendido siempre la política desde la mentalidad de la guerra, desde la destrucción del adversario, y por eso nadie se sienta a negociar nada con él.
Cuando se vio que la zona de exclusión aérea había salido adelante, las tropas de Gadafi tenían estratégicamente marcadas sus acciones: avanzar rápidamente para tomar posiciones en el interior de las ciudades. La Coalición no podría bombardearlas y tampoco podría limpiarlas por tierra ya que la resolución de Naciones Unidas prohíbe poner un pie en el suelo. Gadafi recurre a los escudos humanos “voluntarios” en las zonas que domina y a los forzosos en las ciudades conquistadas. La ciudad entera pasa a ser rehén y escudo. Ahora amenaza con organizar una “marcha verde”, que no es más que otra forma de escudo humano, de mandar por delante al pueblo desarmado.
No tiene mucha prisa. Sabe que a Occidente no le gustan los conflictos largos y que los dirigentes políticos se ponen nerviosos por la presión de sus opiniones públicas, que siempre tocará hacer elecciones en algún sitio. Él tampoco tiene esos problemas, ni los de la opinión pública ni los de las elecciones.
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