sábado, 12 de marzo de 2011

Japón 8.9


Joaquín Mª Aguirre (UCM)

Podemos medir la magnitud de un temblor, podemos medir las consecuencias económicas resultantes y las vidas humanas perdidas, pero el horror es difícil medirlo.  Para ello hemos desarrollado una nueva medida basada en el miedo: la atómica. El terremoto de Japón, nos dicen, ha liberado una energía equivalente a 10.000 bombas atómicas como las lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Un seísmo de tal magnitud —el quinto más poderoso desde que se desarrolló el sistema de mediciones— no se puede concebir más que en términos de las imágenes que lo recogen; desborda lo verbal y nuestra capacidad de imaginar. Sobran las palabras, las descripciones, los cálculos, todos se quedan cortos. Solo mirar las imágenes, impotentes, de la tierra temblando y el mar avanzado, mostrándonos un mundo de papel, el nuestro, que creíamos sólido.


Las cámaras se abren para mostrarnos grandes ángulos de visión que no hacen sino empequeñecer lo que hemos sembrado sobre la tierra y que vemos cómo el mar arrastra y la tierra engulle. Un terremoto así, minimiza todo, lo reduce a maquetas.
Cuando volvemos a la escala humana, al interior de las habitaciones, a los despachos y lugares de trabajo en los que se han grabado imágenes podemos ver rostros, carreras, intentos de salir a la calle o de buscar un lugar seguro. Primero se sale a la calle para escapar de los hundimientos y las caídas de escombros; después se asciende a los tejados huyendo del tsunami que acompaña al terremoto. Más tarde se huye de las ciudades sujetas a explosiones.
A los desastres naturales se superponen los humanos. Las centrales nucleares dañadas amenazan con convertirse en la tercera ola de terror si se producen roturas en las zonas estancas. Una columna blanca sube al cielo tras la explosión en una de ellas. Las refinerías arden y hay que evacuar a la población próxima ante el riesgo.
Tras el terremoto de 8.9, las réplicas, que superan el nivel 6, parecen pequeñas. No lo son, pero queda menos por destruir y lo más dañado es lo que antes se viene abajo. La vida sigue y toca levantar muros, escombros, coches y barcos amontonados en lugares en los que se han acumulado circunstanciales basureros por el arrastre del agua. Toca buscar desaparecidos y la tarea de contar muertos y heridos. Después llorarlos.
Me ha llamado la atención una de las imágenes ofrecidas por la cadena Euronews entre visiones de olas, temblores y explosiones. Son de una empresa en la que están trabajando cuando comienzan las fuertes sacudidas. Las carpetas y archivadores caen de los estantes y cubren el suelo. Con la velocidad de la persona acostumbrada a tomar decisiones, el jefe se hace con el control de la situación y dirige a sus empleados. Unos salen corriendo y uno de ellos se queda tecleando en su ordenador para salvar los datos. Cada uno sigue las instrucciones instantáneamente, sin dudar. Son una maquinaria social engrasada para responder con la fuerza de las rutinas a lo imprevisto del momento.
En Japón saben que los temblores son solo cuestión de tiempo; que la Naturaleza puede sorprendernos, pero solo con la fecha.

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