Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Ni hay duda de quién es Muamar el Gadafi. No la ha habido nunca y solo se ha engañado el que se ha querido engañar con él. Ha sido el mismo derribando aviones occidentales o mostrándose el defensor de Occidente frente a Al Qaeda. Lo único que variaba es la credibilidad interesada que Occidente le ha ofrecido en cada momento. Nuestro deseo de abrazarlo sin sentirnos culpables para poder hacer negocios con él es lo que nos ha hecho ir contra la realidad tozuda. Y la realidad no es más que una, por más que la queramos leer con distintas gafas.
Su palabra vale lo que la tesis doctoral de su hijo, el filósofo, defendiendo un papel más fuerte de las ONG en los gobiernos e instituciones internacionales para una mayor justicia en el mundo. Saif logró su objetivo; regresó con su grado de doctor de una prestigiosa universidad británica y su padre con grandes contratos o con la espada del Libertador ofrecida en nombre de los pueblos libres de América.
Gadafi se alegró de la resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y mandó un primer mensaje para concertar cita para hablar de asunto. Mientras Occidente consultaba su agenda, Gadafi ya estaba bombardeando Bengasi. Lo sigue haciendo. Sabe que solo tiene que pararse en el momento en el que estén tan cerca como para agarrarle por el cuello. En esos segundos que le quedan libres, puede acabar con miles de personas o simplemente avanzar sus posiciones unos kilómetros hacia su objetivo final. Porque solo tiene uno y un millón de medios para engañarnos.
La carta que dirige a los líderes internacionales es una infamia digna de su historia personal y familiar. Sí, Gadafi es un loco, un loco peligroso; pero un loco armado y con un gran desprecio por el mundo y por lo que le pueda ocurrir a los demás y a él mismo. Son los peores, los más cruentos.
Su capacidad para la mentira es infinita. Tan infinita como la estupidez de los que le abrazaron cariñosamente, de los que le acogieron en sus residencias oficiales y contenían la risa, entre codazos, al verle con sus ridículos uniformes de opereta añeja, o le dejaban plantar su jaima en sus jardines.
Gadafi es Gadafi, pero Gadafi es la obra de todos aquellos que le han creado con su dejadez y con su ayuda, con sus silencios y con sus complicidades.
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