Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Es uno de esos empleos estrella, de los imprescindibles. En la antigüedad
se les llamaba “adivinos”; para nosotros son los predictores. Existen en todos los campos y apara todos los
gustos. Los hay fatalistas y esperanzados, ilusionantes y deprimentes. Parece
que el presente nos interesa menos por inevitable y el pasado porque hay que
esforzarse mucho para conocerlo, pero el futuro... ¡ay, el futuro! Este siempre
está ahí, en el horizonte, móvil y disputado. Somos la sociedad del futuro, del
dolor de cuello de tanto mirarlo.
La predicción, como lo fue en el pasado, se ha convertido en profesión en
algunos. A muchos nadie les pregunta por el presente; solo por el futuro. “¿Qué
cree que pasará dentro x meses, años o días, incluso horas?”, les preguntan.
Unos aciertan, otros se aproximan; la mayoría se equivoca. Quizá sea porque
preguntamos cosas que implican ya un cierto sesgo, quizá porque buscamos que
nos confirmen deseos e intuiciones y dejamos de mirar la realidad. Antes tenían bolas de cristal, que hoy han sido sustituidas por pantallas.
Las noticias de hoy me muestran a un señor al que se le pregunta “qué
pasará de aquí a navidades” en la economía española. Los medios han entendido
la fascinación por el futuro y nos ofrecen este tipo de anticipo de noticias,
ya que técnicamente no llegan a serlo. Unos medios que nos dicen lo que puede
pasar presentándolo como lo que va a pasar necesitan cargar las
tintas en las predicciones, que es lo que justifica que desplacen a los hechos
de sus páginas. La predicción tiene ese factor malévolo, desplaza el interés
informativo a lo probable. Lo actual se divide en dos, en lo que ocurre y en lo
que había sido predicho. ¿Acertó, no lo hizo?
Un presente complicado aumenta el deseo de conocer lo que va a ocurrir.
Por eso los predictores hacen su agosto cuanto más duros sean los tiempos. Es
propio de la condición humana intentar tener el consuelo de un futuro. Al “lo
que tenga que ser será”, el fatalismo de toda la vida, el del Jacques de
Diderot, que piensa que “todo está escrito” y es inevitable, se le oponen esa
necesidad de saber qué nos va a ocurrir.
Los nuevos predictores pueden ser charlatanes, intuitivos o personas que
disponen de todo tipo de potentes artilugios. Las predicciones más
apocalípticas son las que los políticos se aplican unos a otros. Se trata de convencer
a los electores de los desastres que ocurrirán si gana la oposición y
viceversa. Las escuchamos todos los días. La predicción apocalíptica ocupa cada
vez más espacio en sus discursos, que se convierte en caricatura goyesca del
partido contrario. Como consecuencia, también los que les escuchan son capaces
de anticiparse a lo que les van a contar. Muchas veces lo hacen con deleite, ya
que les refuerzan sus opiniones sobre los males y bondades que llegarán.
El otro gran campo de la predicción es, por supuesto, la economía. Al decir
“economía” decimos todo y nada. Tenemos lo de la macro economía y la micro, que
se supone que es la de nuestros bolsillos. Pero casi nunca coinciden y aunque
te digan que crecemos siempre es otro el que lo hace. Estas grandes cifras son
algo que no percibimos la mayoría de las veces. Así, cuando todo el mundo está
preocupado por esos más 400 euros que se supone que cuesta llevar al cole a un
hijo, la ministra del ramo sale y dice que creceremos un 4%. En realidad, el
único crecimiento que nos importa es de los hijos, es decir, si ya no les vale
el uniforme o los zapatos, si se le quedan ya cortos los pantalones o no le
cierra la camisa, si lo rotuladores se han secado o los lápices ya no dan más
de sí. Ese es el crecimiento que se
traduce en gasto. El otro, aquel del que les gusta tanto hablar a los
predictores, queda distante e incomprensible.
Hoy hay muchos campos de predicción. El favorito de muchos, claro está, es
el cambio climático, que parece una apuesta segura. Aquí siempre vamos a peor,
lamentablemente.
Si todo lo que invertimos en predecir y en escuchar predicciones lo
invirtiéramos en evitar que se cumplieran las predicciones es probable que nos
fuera mejor. Los psicólogos sociales hablan de los efectos de la predicciones,
del modelo individual en el que te pasa lo de Edipo o de un modelo más amplio
en el que la gente cree que el mundo se acaba y se pregunta para qué intentar
arreglar algo.
Sería como el modelo del “año mil”, en el que estaba previsto que se nos
acabara el mundo. A unos les dio por rezar, pero me imagino que a muchos otros
les daría por aprovechar el tiempo antes de que se acabara. Como es obvio, el
mundo no se acabó. Pero cuando llegaba el año dos mil, el apocalipsis
informático estaba en los titulares y en boca de todos. El mundo iba al
desastre porque los ordenadores iban a sufrir un extraño fenómeno cuando “1999”
fuera sustituido por “2000” en sus entrañas informáticas.
Es un oscuro episodio de la predicción. La gente se tomó las uvas mirando temerosos
el ordenador con el rabillo del ojo. No se paralizaron los trenes, no se
cayeron los aviones, el mundo no se incendió. No más de lo habitual. No sé si
fue porque hicieron algo o porque no hicieron nada. Muchos se forraron
vendiendo programas salvadores que instalar en los ordenadores para evitar el
caos. Los medios se llenaron de predictores a favor y en contra. Como siempre.
Los predictores crecen. La angustia, el miedo al futuro, es más angustioso. La predicción tiene sus efectos diversos, como apreciamos en las bolsas y demás mecanismos económicos o en la política. Muchas veces son interesadas, buscan un efecto determinado. Son los árboles que no dejan ver el bosque, es decir, el futuro. A veces dan buena sombra; otras atraen los rayos peligrosamente.
No sé si el resto de la naturaleza tiene alguna forma de concepto de futuro más allá del momento siguiente. Pero lo cierto es que los humanos no sabemos vivir sin proyecciones, sin un futuro anunciado por delante. Y muchos se aprovechan de ello. No se deje bloquear el presente por el peso del futuro y siga pensando que este, en cierta medida, está en sus manos.
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