Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Los
países controlados por regímenes autoritarios parecen haber llegado a algún
tipo de crisis, haber llegado a un pico en el que el descontento aflora. No es
fácil dar salida al descontento, pero cuando esto ocurre se producen unos
efectos peligrosos de retroalimentación: la represión del descontento produce
más descontento.
Ayer
hablábamos aquí de lo que ocurre en Rusia, portada de todos los medios
mundiales. El orden de Putin parece entrar en crisis una vez que ha movilizado
a la población. El rechazo a la medida se va incrementando hasta llegar a un
punto que no somos todavía capaces de ver.
El caso
ruso recuerda a las protestas juveniles norteamericanas contra la guerra de
Vietnam. También entonces dijeron no a la guerra lejana. El caso ruso es de una
guerra de proximidad, de vecindad y con anexiones contra el orden
internacional. Hemos insistido mucho en ese aspecto porque me parece
determinante del modelo de guerra, un modelo decimonónico de expansión de
fronteras, en un mundo del siglo XXI. No hay país democrático que respalde a
Rusia. Putin solo tiene a su lado dictadores y gobiernos autoritarios que ven
en él el espejo paternalista en el que mirarse. Eso es para bien, pero también
para mal. Ya se observan críticas de algunos que ven que su destino pueda estar
demasiado vinculado al de su Big Brother
Putin.
Putin
es algo más que el zar de la Rusia del XXI; es un modelo de gobierno
autoritario que se ha ido construyendo sobre diversas bases teóricas y que
parte de la debilidad de la democracia como sistema de gobierno. Es un modelo,
podríamos decir, napoleónico de gobierno. El siglo XIX tuvo a Napoleón como
centro de reflexiones, en donde la figura del que es capaz de poner a sus pies
a Francia y a toda Europa después tuvo muchos rendidos admiradores. El individuo
excepcional está por encima de la
masa obediente. Pero la excepcionalidad de Napoleón —admirada por personajes
como el Julian Sorel de Stendhal o el Raskolnikov de Dostoievski— tiene poco
que ver con la vulgaridad de Putin, surgido de las oscuridades burocráticas de
la Unión Soviética, oficial de la KGB durante 16 años antes de dar el salto a
la política. Putin es un anacronismo con suerte, una imagen proyectada y
llevada con absurdos flashes de energía deportiva y combativa. Putin se ha hecho
con el control del país a golpe de prebenda, de aliados dentro y fuera. Su
fuerza es la de la corrupción, no otra. Es la las capas de oligarcas, de
beneficiados en los negocios, de los políticos exteriores a los que se les
asegura el futuro.
La
teatralidad de Putin es la del que quiere impresionar y convencer para ser obedecido.
Pero los tiempos son otros. Los rusos han aplaudido hace unos días en los
desfiles militares en la Plaza frente al Kremlin, en el centro de Moscú. Pero
una cosa es aplaudir a los que van de uniforme y desfilan y otra desfilar tú,
con el uniforme puesto, camino de Ucrania. El panorama es otro, algo muy
diferente. Putin tiene su "Vietnam" con sus protestas.
Los
dictadores que le ayudan y animan, como Bielorrusia y Chechenia se pueden poner
nerviosos ante lo que ven en Rusia. Si allí se produce un cambio, lo que puede
ocurrir es difícil de calcular.
No es el ruso el único caso estos. Lo que está ocurriendo en Irán también supone un desafío al férreo régimen de los ayatolás. Si Putin es decimonónico, el modelo de Irán es de las cavernas. Los casos de brutalidad han creado indignación y esta se manifiesta en las calles con miles de personas, especialmente jóvenes. Los muertos, como decíamos antes, retroalimentan las protestas y el régimen puede verse comprometido seriamente. Ya ha sacado a sus fieles a la calle.
La
respuesta del gobierno iraní es —como siempre ocurre en estos casos— decir que
los movimientos son producidos por extranjeros, por gente que quiere debilitar
su perfecta forma de gobierno. En
Irán no hay problemas; solo intromisiones desde el exterior. Extranjeros, ateos, apóstatas, herejes... son el enemigo.
De
nuevo hay que observar si estamos en un punto crítico, un momento en que las
respuestas no acallan sino que obtienen más contestación, más indignación. El
régimen de los ayatolás es de enorme dureza y control, de vigilancia policial a
los que están dentro o a los que están fuera.
El origen
del género en el conflicto iraní es importante y puede tener su propia deriva.
Pero es más fácil que inicie una respuesta enérgica, como muestran los muertos
que han causado las protestas. También es más fácil que tenga, como está
teniendo, apoyos internacionales a través de la solidaridad de las mujeres de
todo el mundo, lo que pone más nerviosos a los ayatolás y seguir con su campaña
de que son los extranjeros los que quieren derribar al régimen.
El
autoritarismo se muestra de muchas formas, con variantes locales. Putin también
se ha colocado un cirio en las manos para recibir las bendiciones nacionalistas
del patriarca de Moscú, que aplaude que vayan a acabar con los gais ucranianos
y así salvar almas y familias. La lucha interna de Putin con los gais ha sido
intensa, pero logró acallarla con el miedo y la represión. Ahora la amenaza es
otra y todos los rusos temen por sus destinos, enviados a una guerra a la que
no quieres ir. Puede que Putin no contara con la resistencia ucraniana; tampoco
los rusos que le aplaudían contaban con que los esperaran a la salida de
facultades, metros y aparcamientos para entregarles una orden de movilización y
mandarlos a la guerra que ahora, definitivamente, no entienden.
Los
rusos se van, en lo que ayer llamábamos una "desbandada"; los iraníes
buscan las rutas del exilio, como lo han hecho los afganos saliendo en masa,
muriendo por intentar subirse a un avión en pleno despegue o cayendo en las
fronteras cuando quieren salir del país.
El
autoritarismo ha tenido su momento, pero es cierto que las contestaciones
aumentan en esos espacios en los que quieren que reine el silencio. El mundo es
hoy de otra manera; podemos ver lo que antes no se veía gracias a millones de
teléfonos con sus cámaras. Nos muestran la represión en Rusia, a la niña
llorando porque se llevan a su padre; la paliza dada a una mujer iraní que se
arranca el velo; los golpes a las que se manifiestan en Afganistán... Y eso llega
cerca y lejos, dentro y fuera de las fronteras. Se anula la propaganda, los
discursos falsos en los medios oficiales y alguien aparece con un cartel
diciendo "¡todo es mentira!".
La idea de que la democracia es débil y los dictadores son fuertes es simple, pero choca con el problema de la paciencia del pueblo. Es fácil favorecer a unos y sembrar la discordia, pero la represión siempre obliga a más represión y acumula ira que acaba estallando. Lo hemos visto anteriormente.
Ya no es tan sencillo aislar pueblos enteros para contarles un cuento de buenas noches antes de mandarlos a dormir. El modelo autoritario, por muy paternalista que sea, choca con los deseos de paz y tener una mejor vida. Es difícil convencer a la gente que la guerra es una vida mejor o que la colocación del velo te pueda costar la vida. Da igual que les vendas la felicidad en la Tierra o en el Paraíso. La fea realidad asoma tras la máscara.
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