jueves, 13 de enero de 2022

Maldad y estupidez

Joaquín Mª Aguirre (UCM)


Como si se tratara del juego de las tres en raya, la web de RTVE nos muestra alineadas en cuatro casillas tres rostros (la cuarta casilla es para las llamadas "macrogranjas"): el del Boris Johnson, el del príncipe Andrés y el de Novak Djokovic, tres personajes públicos que, por causas diferentes y salvando las distancias de cada caso, se nos ofrecen como parte del culebrón de la realidad. Son tres casos muy diferentes y, desde ya lo señalamos, de muy diversa gravedad, aunque la injusticia de la actualidad los agrupe y las audiencias los valoren a su manera a través de la atención que le dedican a cada caso.

Cada uno tiene sus consecuencias y su impacto, que son dos cosas distintas. Tal como aparecen alineados en la web, Boris Johnson está por celebrar una fiesta (otra) cuando no debía; el príncipe Andrés por los embrollos judiciales por una caso de abuso de menores del que no se acaba de librar por sus peligrosas amistades y conexiones; y finalmente el caso de las declaraciones falsas de Djokovic, que dejan al mundo y al gobierno australiano en la tesitura de decidir si es rematadamente inútil rellenando documentos o si les está tomando el pelo.

La alineación casual de estos tres personajes y sus causas tiene algo de epifánico, de revelación de la conjunción de maldad y estupidez que se da en muchos casos, variando las proporciones.

Indudablemente, el caso más grave es el de las acusaciones contra el príncipe británico al que la justicia norteamericana le ha dicho que no considera tapado el escándalo porque su amigo, el suicida Epstein, hubiera desembolsado medio millón de dólares para evitarse denuncias por parte de las menores que usaban como juguetes sexuales dentro de una escandalosa trama cuya trascendencia es fotográfica. La vanidad humana, —como decía el tenorio, "de qué sirve hacer conquistas si luego no se pueden contar"— hace que el príncipe se hiciera esa foto junto a su "conquista", que le servía en bandeja la trama del suicida Epstein y de la hace unos días condenada esposa británica, que era quien reclutaba a las adolescentes que debían de servir de diversión a los ricos y famosos amigos de los Epstein.

La foto del príncipe con su acusadora hoy pesa mucho. Pero, además, deja un reguero fotográfico de amistades que van de Donald Trump a Bill Clinton. Eso implica que el suicida señor Epstein y su condena esposa Ghislaine Maxwell, tenían unas buenas relaciones con el poder norteamericano y británico, al que se dedicaron a ofrecer lo que estos querían y sentían que debían tener. La mayor perversión del poder —del tipo que sea— es la sensación de estar por encima del bien y del mal o, precisando más, meterte todo lo profundo que desees en el mal. Epstein y Maxwell eran una pareja del filme de Polanski, la escoria de la aristocracia económica norteamericana y de aristocracia británica. Ejemplo de depravación y, muy especialmente, de corrupción extensiva a los nuevos amigos. Las tentaciones de formar parte de ese grupo depravado deben ser muchas, pues son el verdadero indicador del poder. Dinero se puede tener mucho, pero el valor de cruzar al otro lado de la frontera es otra cosa, algo más profundo e intenso para estos depravados a los que se les facilitan sus sueños pervertidos por una módica amistad con algún favor futuro o simplemente mostrar un posado.


El príncipe Andrés lo tiene complicado y se merece tenerlo así. El fallo en contra del acuerdo de Epstein no es más que una confirmación. El hecho de que él mismo buscara amparo en ese acuerdo es una confirmación de su culpabilidad en un nivel distinto del jurídico. Ha marcado su vida y la de la institución de la que forma parte con la ignominia. La Casa Real británica va a necesitar muchas exclusivas con posado para intentar recuperar lo que quedara de su buen nombre.


El caso de Boris Johnson está más cerca de la estupidez que de la maldad. Eso no quita importancia a lo que ha hecho, sino que simplemente lo califica: estúpido. Siempre pensé que el "despeinado" de Johnson era cuestión de estudiado estilo, pero empiezo a tener serias dudas.

A Johnson se le ocurrió en mitad del aislamiento por la pandemia organizar un guateque en los jardines de la residencia oficial al grito de "¡que traiga cada unos su botella!". Debía aburrirse, ¡el pobre!, y a su secretario personal se le ocurrió (es la versión oficial) organizar una fiesta en los jardines aprovechando el buen tiempo. A Johnson no le ha quedado más remedio que pedir públicamente disculpas mientras que la oposición pide, también públicamente, su dimisión y los diputados de su partido se lo están pensando.

Es también la cara privilegiada del poder. Si eres primer ministro, ¿por qué no hacer fiestas en casa mientras el país tiene prohibido salir a la calle o reunirse? El llanto en el parlamento del diputado que explicaba cómo su suegra falleció sin que nadie de la familia pudiera acompañarla le ha hecho más daño a Johnson que las campañas de la oposición.


La estancia de Johnson en el poder ha estado salpicada por escándalos de este tipo de sus ministros y allegados políticos que, a la sombra de su jefe, se saltaban los confinamientos para visitar a parientes y amigos. Pero el primer ministro se salvaba cesándolos o dimitiendo ellos. Ahora le toca a Johnson. Ha dicho, dentro de lo que es el celebrado humor británico, que él creía que se trataba de una "reunión de trabajo", que es el equivalente a que el príncipe Andrés hubiera dicho que creía que sus citas con adolescentes eran para celebrar cumpleaños.

El poder da una falsa sensación de seguridad en estos tiempos en que todo acaba saliendo antes o después. ¿Dimitirá Johnson? No parece probable, aunque se baraja que haya una revolución torie que le saque del poder del partido y del poder del gobierno. Habría cierta justicia poética en ello, teniendo en cuenta cómo sacó él del poder a su antecesora en el cargo, Theresa May. Ahora, Johnson corre el riesgo de defenestración por parte de sus rebeldes diputados, cuya paciencia es continuamente puesta a prueba por el díscolo premier, cuyas gracias juveniles ya están pasadas de tanto abuso. Atrás quedan las imágenes de Boris despeinándose antes de una entrevista y otras delicias de quinto Beatle que ya no hacen gracia alguna. Sus errores encadenados le pueden ser cobrados en este salto de las normas que el propio gobierno proponía al pueblo británico.


Finalmente, tenemos el todavía pendiente caso de Novak Djokovic, otro poderoso —el número uno del mundo— que cree que por serlo puede hacer lo que quiera. La falta de origen de Djokovic es clara: no quererse vacunar. Este deseo le ha llevado a cometer una serie de "errores" en cadena para poder jugar en Australia. Fotos, entrevistas, grabaciones del público, etc. testimonian que todo lo que puso en su documento de entra en Australia es falso. Pero el poderoso Djokovic tiene la excusa de los poderosos: la inutilidad de sus subalternos. A cada mentira en el documento, Djokovic contesta señalando un tonto en su equipo. Todos son errores de los que le rellenaron el documento, aunque el firmante sea él. Djokovic es doblemente culpable: por mentir en los papeles y por considerar tonta al resto de los mortales, excluyendo, claro está, a su parlanchina familia y a esos curiosos seguidores que hacen bailes folclóricos tomados de la mano frente a la residencia en la que lo han tenido retenido. Tras ser comparado con Jesucristo por sus sufrimientos, Djokovic se enfrenta al problema de que al mentiroso se le coge rápidamente, como asegura el popular dicho.


El caso Djokovic es claramente de predominio de la estupidez, aunque no está exento de maldad. Sabiendo que era positivo (las fechas son claras, aunque él las mezcle o responsabilice a otros), Djokovic realizó entrevistas sin mascarilla, lo que ha sido denunciado por la asociación de Periodistas Deportivos, según informaban las televisiones ayer. El tenista se fue paseando por diferentes lugares, se hizo fotos con grupos de niños y adolescentes, con los señalados periodistas. Una cosa es ser negacionista y antivacunas y otra no mantener la seguridad de los otros, que es donde reside su principal maldad.

Poderosos, cada uno a su manera, los tres personajes se han querido situar por encima de las normas y leyes, que no consideran que sea algo que les afecte dada su naturaleza sobrehumana. "Más dura será la caída", no advierten. La caída de Epstein fue la condena y el suicidio; la del príncipe Andrés ya es de condena social a la espera que la republicana ex colonia británica decida sobre su futuro, que es más bien oscuro; finalmente, Novak Djokovic se ha complicado la vida y puede ser deportado, pero ya ha quedado como soberbio, temerario y mentiroso, pese a sus entusiastas seguidores que lo ven como un mesías atacado por su "verdad" antivacunas. Curiosamente, el caso Djokovic, en la medida en que se le ha convertido en un "héroe" por parte de los negacionistas de las vacunas, es el que más daño —en términos de vidas humanas perdidas por no vacunarse— puede acabar haciendo. Las víctimas de los amigos del príncipe Andrés tienen nombre y apellidos; las del negacionismo se reparten por todas las UCI del mundo y una parte se deberán al los malos ejemplos.

Maldad y estupidez repartidas en diverso grado en los tres casos con un punto en común la creencia en que ser poderosos les exime de barreras y límites. Cada uno va a comprobar en sus huesos, de diferentes maneras, su propia humanidad


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