Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
El
editorial del diario El País, que analiza la postura del presidente Obama
frente a la secesión posible de Escocia y de la salida de Reino Unido de la UE,
se cierra con un atrevido párrafo sobre por qué dieron la vida tantos soldados
en Normandía:
Nada es más ajeno al espíritu de la libertad
americana que la disgregación de Europa y de Reino Unido. Los soldados que
desembarcaron en Normandía, hace ahora 70 años y cuyo sacrificio fue
homenajeado ayer, no podían tener plena conciencia de la trascendencia europea
de su sacrificio, pero luchaban precisamente por la libertad de los europeos:
libertad para unirnos y hacernos fuertes, no para separarnos y convertirnos en
irrelevantes.*
No sé
si es históricamente cierta la frase, pero política y filosóficamente sí. La
historia, por definición, se escribe a toro pasado y en este caso convierte la
idea expresada en veraz, aunque sea a destiempo. Hoy, sí, es filosófica y
políticamente cierta.
La
fiebre disgregadora que sacude desde hace unos años la Unión Europea debe ser
algo más que la mera reacción mecánica a la acción integradora. Debe haber algo
más en el hecho de que cuando Europa avanza hacia una unión eficaz que levanta
los muros, elimina las fronteras sangrientas que se movían en cada confrontación,
cuando desaparecen los imperios que se enfrentaban en su superficie y se la repartían,
se produzca una reacción tan virulenta y repartida contra esa misma
integración.
Hay quien
ha apostado por la doctrina del miedo como el argumento relevante, como la
forma de alejar los reales fantasmas de la guerra que se conmemora en estos
días en Normandía o en cualquier otra batalla en la superficie europea. En este
mundo cada vez más emocional, más primario, que estamos creando, el argumento
del miedo nos convierte en seres violentos que debemos ser reprimidos por medio
de tratados y acuerdos internacionales. No me parece la línea argumental más
adecuada, aunque la Historia es la Historia y los muertos de los cementerios
son explicación muda de a dónde nos lleva la violencia en el continente o fuera
de él.
El
hecho de que Europa se vea atacada desde los extremismos, de la derecha y la
izquierda, desde el nacionalismo que reivindica unidades territoriales
rebosantes de "Volkgeist" romántico y testosterona racial, y desde la
radicalidad populista que la ve como sistematización del capitalismo
transnacional, es significativo y relevante, aunque no lo explica todo.
Que la
primera crisis europea ocurra tras una crisis económica, quizá tenga su lógica
histórica; en cambio, que Europa, tras estos años, no disponga de una
argumentación clara para defender su propia idea, no es achacable a la idea en
sí, sino a los que deberían haber aprendido que los edificios, además de vigas
sólidas, deben tener muros exteriores fuertes e interiores cálidos. La lentitud
de la construcción europea ha hecho
que, como ocurre con los edificios demasiado tiempo en construcción, se
deterioren algunos materiales antes de cerrar la obra.
El argumento de la irrelevancia que ofrece
el diario El País, un peculiar y bienintencionado texto en el que para defender
la unión de Europa se apela a la de los Estados Unidos —"E pluribus unum (de muchos, uno)",
nos recuerda el editorialista—, tiene su parte positiva, pero es poco
convincente para sus atacantes. Para los enemigos de la Unión, nada hay más
relevante que las naciones (apelan a
la Historia, exhibiendo manuales escolares, himnos y banderas para demostrarlo),
ni tan siquiera los estados, que pueden verse recortados con las fugas nacionalistas.
Los procesoso secesionistas abiertos no hacen ver el aumento de las
percepciones de diferencias identitarias, en vez de la fusión en otras superiores.
Para el otro frente de ataque, la irrelevancia no es pertinente o no, Europa es
simplemente un objetivo, capaz de canalizar las frustraciones que los olvidos y
errores generan tras la promesa de felicidad.
Sin
embargo, el argumento de la irrelevancia
toma cierta consideración —me imagino que esa es la intención del
editorialista, preocupado por lo
internacional y su armonía—, si pensamos que al otro lado de Europa se está
gestando lo que se discute en este lado. Los admiradores populistas antieuropeos
de Vladimir Putin no dicen nada cuando este forja su propia "unión" a
golpe de gas o simplemente a golpes, como en Ucrania. Mientras Europa se
debilita, en la Federación Rusa crece una nueva asociación, la Unión Económica
Euroasiática, contra la que nadie parece sentirse incómodo porque Putin no necesita
de democracias sino que se basta con dictaduras y regímenes autoritarios. La
foto de Putin con el estalinista bielorruso Lukashenko y el kazajo Nazarbáyev firmando
el acuerdo de la UEE parece la contrapartida de una Europa a la greña, un
cierto patio de vecindad.
No voy
a incurrir en la ingenuidad de pensar que lo que Europa necesita es "liderazgo",
que todo se trata de poner caras que
conecten, como les gusta pensar a los asesores del espectáculo político. Lo sensato es centrarse en los problemas que
hay que resolver y eso solo se hace con ideas;
las caras ya lo contarán después. Lo
que sí creo que es necesario es ampliar urgentemente el concepto de "problema".
Hasta
el momento los "problemas" se han entendido en un sentido estrictamente
técnico o estrictamente político; de unos se ocupan los especialistas —que han
de conjugar los intereses del conjunto hasta el límite posible de no perjudicar
o favorecer siempre a los mismos— y de los otros se ocupan los líderes de los
estados, con un ojo en Europa y otro en los sondeos nacionales que les han
llevado hasta allí.
A estos
"problemas" —reales, por supuesto— hay que añadir ahora los
"argumentales". Si Europa no empieza a explicarse a sí misma, a
dotarse de un envoltorio de argumentos justificativos, los huecos serán
llenados por sus enemigos naturales. Ha llegado el momento en el que se le
pregunta si quiere un abogado.
Mientras
Europa no estaba en el banquillo, no hacían falta más argumentos que la propia parafernalia
europea. Ahora, las agresiones a su esencia aconsejan montar una estrategia de
defensa adecuada para demostrar cuáles son los hechos reales y cuales los
compromisos que se adquieren hacia el futuro. La dubitativa Europa no puede
avanzar históricamente siempre en la cuerda floja. Es complicado porque la
única forma que tiene para no ser cuestionada localmente es ser eficaz en sus metas e ilusionante en sus perspectivas de
futuro. Europa está condenada a entrar en crisis con cada crisis que se
produzca, porque se cuestionará su eficacia y con ella su esencia. Esta condenada
a la eficacia, por así decirlo, para poder ser.
Pero la
eficacia no es suficiente, porque las crisis se superan gracias a las apelaciones
heroicas al sacrificio, como señaló muy bien Renan, que surgen de los
sufrimientos pasados en común. Es el deseo de vivir juntos, de participar en un
proyecto histórico para todos, lo que hace surgir la voluntad de superar los
conflictos. Y eso es lo que se está estancando por la inercia del sistema
creado. Europa se ha detenido en un nivel anodino que no suscita entusiasmos y
que, en cambio, recibe todas las críticas.
No hay
que ser ingenuo: ni los populistas de derecha o de izquierda quieren una Europa
que vaya bien. Les favorece porque se crea el caldo de cultivo que les hace
crecer. Y ese es su empeño. El objetivo de Le Pen no es "Europa", es
Francia. Europa es la excusa, la forma de recolectar apoyos y poder en su espacio.
A parte
del resultado real de las elecciones
europeas, están los resultados psicológicos, que dan confianza a unos y se la quitan
a otros, que empiezan a pensar que apostar decididamente por Europa les puede
restar votos en sus feudos nacionales y rebajan su entusiasmo. Ese es otro
peligro que puede hacer que las próximas elecciones se vean condicionadas por
lo ocurrido en estas "europeas" en la que votos anti Unión aumentaron.
Pero se analizan solo en clave nacional (qué pasará en Francia, qué pasará en
Reino Unido...), con razón, pero dejando abandonada a Europa, que pasa a
segundo plano.
La
mejor defensa de Europa es la doble estrategia de la eficacia —hacer las cosas
bien reducirá los argumentos de los antieuropeos— y la ciudadana, consistente en la expansión de un alicaído espíritu
europeo, que necesita ser revitalizado, incluso creado, que no está en mente ni
de políticos ni de burócratas por cuestiones obvias.
Si los
europeos tenemos que esperar a que la clase política nacional nos vuelva
europeístas, podemos echar el cierre ya. Es la sociedad civil la que tiene que
exhibir y compartir su deseo de vida en común, de hacer historia conjunta, de
superar las dimensiones nacionales convirtiéndose en ciudadanos de una Europa
real y realista. Es esa misma sociedad y sus instituciones las que tienen que
construir la identidad desde dentro, desde sus creaciones y argumentaciones.
Sin ella, todo lo demás fallará y quedará nada más que una Europa de transacciones,
débil frente a los ataques de los que la acusan de ser un monstruo burocrático,
por un lado, y un nido de intereses, por otro.
Europa
tiene que dejar de ser una "otredad" en los discursos, una referencia
exterior, y pasar a ser un nosotros, los europeos. Lo contrario es dejar que el
edificio se siga desgastando por no rematar la obra.
Sin
olvidar los muertos que las crisis y guerras europeas han producido, las vigas
se deben asentar en el terreno firme de la cultura; en la educación, que debe
ser algo más que aprender otro idioma —forma burda de pensar que con eso
basta—, terrenos por explorar más allá de algunas páginas en los manuales
hablando de las instituciones. Debemos aprender
Europa, aprenderla como espacio de derechos firmes y solidaridad alentada por la
voluntad, y para ello hay que empezar a recoger los abundantes materiales existentes
y sentarse a recomponerlos. Hace falta poner los buenos argumentos, ideales, además de datos económicos o de producción. Ni la idea de una Europa-fábrica o una Europa-empresa son adecuadas para despertar el entusiasmo y son, por el contrario, contraproducentes, dejando en manos de los antieuropeos el idealismo nacional, social o ambos.
El
problema de la irrelevancia es un problema exterior, de peso hacia fuera —por eso es preocupación de Obama—, de reconocimiento en la escena internacional y de capacidad de decisión; siendo importante
en ese nivel, ahora lo es más la cuestión de cómo los europeos nos vemos a
nosotros mismos y a Europa. El paso de la Europa irrelevante a la Europa
inexistente puede ser más corto de lo que se piensa si no se pone remedio.
*
Editorial: "Unión y libertad" El País 7/06/2014
http://elpais.com/elpais/2014/06/06/opinion/1402074981_673389.html
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