Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
La
lectura del breve texto de Karl Polanyi "Economía y democracia"
(53-57), publicado en diciembre de 1932 e incluido en "Los límites del
mercado", me parece un ejercicio obligado en las circunstancias actuales
europeas. El conflicto entre "economía" y "democracia", tal
como lo plantea Polanyi, es —visto desde nuestra perspectiva europea y
española, en especial— una muestra de la interrelación entre ambas
abstracciones que son, sin embargo, las caras de una misma moneda real, la de
la sociedad.
La
crisis democrática que Europa padece con el giro hacia los populismos surge de
un fondo económico que se muestra incapaz de resolver las perturbaciones que
provoca. Los datos constantes que muestran que esta crisis provoca un aumento
de las desigualdades, que mientras unos la padecen otros la disfrutan e incluso
aumentan los privilegios de algunos, solo puede tener como consecuencias el
aumento del radicalismo y, sobre todo, del cuestionamiento de la política como
forma de reequilibrio social. El problema no es solo una crisis económica sino
el convencimiento de que esta crisis dejará un panorama desolador, con unos
niveles de "normalidad" difícilmente aceptables para la mayoría de la
población, es decir, provocará un fuerte retroceso en lo social en varias
generaciones. Eso nos pronostican con toda ligereza.
En
estos días pasados recuerdo haber leído en alguna columna periodística las
declaraciones off the record de un
dirigente sin nombre de la izquierda española señalando al informador y confidente
que los grupos radicales surgidos tras las europeas en España se desinflarían
en cuanto que mejorara la situación económica. Penoso argumento que oculta la
realidad de la situación: la falta absoluta de ideas políticas, su fracaso a la
hora de articular una respuesta a los problemas, desbordados por una agenda de
soluciones a problemas creados por inoperancia e incapacidad. Y esto es
extensible al espectro político en su conjunto.
El
problema que tiene España por la izquierda —el crecimiento del delirio y la demagogia populista— lo tiene Europa por la derecha —el crecimiento de otras demagogias xenófobas
y del populismo nacionalista—. España, una vez más, va con el paso cambiado, pero marchando al
mismo son.
Comenzaba
así el escrito de Karl Polanyi publicado en Der
Österreiche Volkswirt:
Se ha abierto un foso entre la economía y la
política. Ese es, en palabras secas, el diagnóstico de esta época. Economía y
política, esas dos formas de vida de la sociedad, se han vuelto autónomas y se
hacen la guerra incesantemente, se han convertido en consignas en cuyo nombre
los partidos políticos y las clases económicas expresan sus conflictos de
intereses. ¡Hasta tal punto que izquierda y derecha se enfrentan en nombre de
la democracia y de la economía como si las dos funciones de base de la sociedad
pudieran ser representadas en el Estado por dos partidos diferentes! Los
eslóganes siempre ocultan una realidad cruel. La izquierda se enraíza en la
democracia y la derecha en la economía. Es precisamente así como la reacción
disfuncional entre economía y política se despliega en una polaridad
catastrófica.* (53)
Si bien
la Europa actual no es la de 1932, no puede dejar de percibirse una cuestión
candente en la disociación entre política y economía que se percibe por la
peculiar estructura europea en su lenta construcción. Parte de la respuesta
antieuropea que ha crecido en las urnas por el continente proviene precisamente
de la percepción de esa disociación entre ambos campos, el político y el
económico. Mientras Europa se percibe como un espacio políticamente
fortalecido, basado en los derechos y en la democracia, simultáneamente la
economía se muestra como una realidad implacable que no entiende de derechos y
solo de sacrificios, que demuestra que por encima de las voluntades de los países existe una voluntad superior
que es quien maneja sus destinos a través de los designios económicos.
Independientemente de que esto sea cierto o no, es el discurso que ha servido
para poner a millones de europeos en contra de Europa.
El
crecimiento populista, por la derecha y por la izquierda, se ha basado en
afirmar y convencer de que hoy "democracia" y "economía" —como
ocurría en la Europa post y prebélica de los años treinta—´mantienen caminos
opuestos. No es otra cosa lo que subyace tras las peticiones de salidas del
euro o de reinstauración de las fronteras nacionales.
Escribe
Polanyi: "Una sociedad donde los sistemas políticos y económicos se
combaten entre ellos está inevitablemente condenada al declive y el
desmoronamiento." (53)* Da la impresión que hubiera dos europas, la que proclama derechos e
igualdades —una Europa política— y otra Europa —la económica— en la que crece
la desigualdad traumática ante la incapacidad e impotencia de sus gobiernos. No
se acaba de entender que los gobiernos reciban solo "recomendaciones"
antes de sus caídas e "imposiciones" brutales para permitirles volver a la vida después. No se
entiende, especialmente, cuando las ligerezas y errores que sirven para
justificar las intervenciones han dejado un reguero de desigualdad en las que
unos ven mermadas sus fuerzas mientras que se favorece a otros a través del
aumento de una desigualdad intolerable y que aumenta con las crisis.
Se ha
hecho, parece, un mundo a medida de especuladores intocables, de grandes
empresas que no cotizan en ningún lugar del mundo, mientras se extiende la
miseria recomendándose la moderación salarial por aquellos que incrementan sus
sueldos y primas sin medida alguna. No, no se entiende bien y sirve para
hacernos conscientes de esa brecha entre economía y democracia, es decir, entre
los mecanismos y minorías que controlan la vida económica y las mayorías que
las padecen.
En los
años treinta, el fascismo se había hecho fuerte recogiendo el descrédito de la
democracia como forma de solventar los problemas reales de la economía. Señala Karl
Polanyi:
El fascismo, sin duda, se ha alimentado de
una política económica hecha por la democracia y decepcionante para los obreros.
La política, los partidos, los parlamentos se han convertido en sospechosos. La
democracia ha caído en descrédito. Grandes masas, tanto a derecha como a izquierda,
se han opuesto a ella. (55)
La
actitud del dirigente anónimo que consideraba esto como una cuestión que
desaparecería con una simple mejora económica es suicida e irresponsable porque
supone la renuncia a la acción política y, lo que es peor, el descrédito de la
democracia, tal como señalaba Polanyi en su época. Puede que sea fácil
recuperar votos con la mejora del empleo, pero el deterioro de las
instituciones de la democracia que conocemos avanza generacionalmente puesto
que es a la que se responsabiliza del deterioro de la situación económica que
es algo más que el empleo. La queja constante sobre el empleo precario y mal
pagado pronto se cronificará porque es desgraciadamente, el futuro en un mundo
más desigual, teorizado sin rubor. La economía
impone sus reglas mientras que la política democrática se retrae ante el
desgaste que supone asumir las responsabilidades dejando el campo libre a la
demagogia populista y nacionalista que aprovecha sus bazas.
Primero en Alemania, después en Francia, hoy
en Inglaterra, proteccionismo e intervencionismo son herramientas en boga. Ciertamente,
los regalos de la democracia a los empresarios no han sido más que la
devolución y la compensación por las consecuencias de las intervenciones de
política social. Esta alianza funesta, a menudo sin que los interesados sean
apenas conscientes, entre los intereses de la derecha y la izquierda, ha
causado el perjuicio más fuerte a la democracia, especialmente en el Reich.
Pero esta autoridad perdida por la democracia
no ha hecho crecer la influencia de los dirigentes económicos en el seno de la
democracia. Ese ha sido su mayor fracaso. En lugar de enseñar la
responsabilidad económica a la democracia decidieron sacrificarla. (56)
Una vez
más, las democracias se enfrenta al desafío de sus propios errores cuando
renuncian a la política, en el sentido más profundo del término, y aceptan un
determinismo económico, pues no otra cosa es el fundamentalismo del mercado,
cuya premisa esencial es discutible: el mercado se maneja solo. Este mantra no
hace sino justificar la inoperancia política y reduce al político a ser un
demagogo ante el futuro y un hermeneuta ante el pasado, pero incapaz de
intervenir en los acontecimientos porque ni los entiende ni los hace entender.
Sin embargo, al argumento del crecimiento de la desigualdad, basado en los datos
de cada día, nos dice que cuando la moneda cae siempre del mismo lado, algo
falla en la moneda.
El
argumento de la supremacía de lo económico en lo político se vuelve contra lo
político —arte de la decisión— cuando se enfrenta a la argumentación del
mercado autónomo. La democracia se resistente cuando los políticos aceptan su
propia defunción, que finalmente acaba cumpliéndose a manos de los que asumen
que han perdido la capacidad de actuar sobre la sociedad y deben ser
sustituidos. La idea de la "responsabilidad económica" es fundamental
en la democracia porque renunciando a ella, la libertad se convierte en
destino. ¿Y quién quiere políticos que nos hablen de lo inevitable y no de cómo
evitarlo? En la desesperación se dan como buenas muchas cosas, se aceptan las
propuestas que llegan como promesas. Por eso es urgente que se perciba que la
suerte de los países está en nuestro esfuerzo y voluntad, y no solo en la
confianza voluble de los demás, sean quienes sean.
Muchas de las decepciones que restan crédito
a la democracia tienen su origen en que el enfrentamiento del ser humano
consigo mismo, en el terreno de la política y la economía, permanece oculto. En
el espejo de la ciencia, el individuo tomará consciencia de que está compuesto
por aspectos políticos y económicos simultáneamente y no hace, a menudo, más
que combatirse a sí mismo. Se dará cuenta, con sorpresa, de que el saber
despierta en él la responsabilidad de situaciones hasta entonces desconocidas.
Cuanto más se enriquece, se profundiza y se diversifica el edificio de la
democracia, más se hace efectiva esa responsabilidad. Pero esto repercute en el
terreno de la ideología, un terreno que está más allá de la ciencia. No es
necesario entrar en él para afirmar, alto y claro, cuál es la tarea de la
educación política en nuestra época: conducir a la democracia hasta la mayoría
de edad mediante el conocimiento y el sentido de la responsabilidad. (57)
Estas
son las palabras que cierran el escrito de Karl Polanyi, una apelación a la
responsabilidad que supone la acción real de la política en un sistema
democrático. La idea de "mayoría de edad" puede reinterpretarse hoy
como una forma de volver a las raíces políticas democráticas que no son más que
el comprobar que la acción política tiene sentido y no que se limita a todo
aquello que queda fuera de la economía, fuerza superior y que reduce a la nada la voluntad de los pueblos. Como
bien señala Polanyi, economía y política forman parte de las acciones del ser
humano. La extensión de la idea de mercado a todos los ámbitos de las
actividades sociales ha engendrado un sentimiento de inevitabilidad contra el
que solo cabe una rebelión camusiana. No puede haber política democrática si esta es sustituida por la económica, menos
todavía si la economía se percibe como algo al margen de la voluntad, basado en
ciclos e inevitabilidades.
El
problema hoy no es solo la crisis económica, sino los estragos que esta está
haciendo en las instituciones democráticas, basadas en el principio de la
decisión. Un sistema democrático en el que las decisiones no sirven para nada,
no es democrático. Con ese argumento crecen los populismo autoritarios, cuyo ejemplos
no han hecho más que llevar la desgracia a sus pueblos convertida en
"sarna con gusto" mediante trompetería y discursos grandilocuentes
que ocultan su miseria creciente y el aumento de la conflictividad social,
llevándolos al borde de las guerras civiles.
La
importancia de la economía no puede estribar en convencernos de lo inevitable
sino en dotarnos de mejores herramientas para vencer los problemas y crisis,
para no caer en los errores pasados y descubrir rápidamente los presentes. Para
ello no necesitamos demagogos sino personas preparadas que encuentren las
mejores soluciones posibles no desde la tecnocracia sino, por el contrario,
desde los valores plenamente políticos. En una sociedad que avanza en la
democracia, los problemas se van resolviendo. Una democracia que no resuelve
sus problemas o que los ve aumentar va perdiendo eficacia y aceptación,
quedando en manos de los demagogos que acaban secuestrando su voluntad en
nombre la democracia misma y del "pueblo".
La
crisis económica y la crisis de nuestros partidos arrastran la crisis de la
democracia y el avance de los que no comparten el modelo. Creo que la lección
que ha sido para Europa las últimas elecciones, con el avance de partidos con
principios discutibles y el retroceso de los tradicionales, no va a ser
entendida. Convertir la política en un ejercicio pasional ante la incapacidad de
articularla racionalmente es justo lo contrario de ese "mayor
conocimiento" que Polanyi reclamaba como forma de acción política.
Demasiada
emocionalidad, demasiada retórica beligerante, no es buena para una política
estable democrática, sobre todo si con ello se pretende encubrir la propia
inoperancia práctica y la incapacidad teórica de pensar más allá del mercado y
sus reglas inevitables. Después de los ochenta, la izquierda y la derecha han
estado aquejadas del mismo mal, ambos hicieron políticas de lo inevitable y de
la eficiencia económica cuyos resultados han sido acabar con la idea de
"estado de bienestar" a la que se pide que se renuncie como un acto
de fe. Hoy este es el mayor punto débil del sistema, el que más utilizan sus
enemigos: el sistema no ofrece esperanza; todo lo más, palabrería. Y de ahí
surge el descrédito de la política y los políticos y, del de ambos, el de las
instituciones, que son los pilares sociales que garantizan las libertades y
derechos de todos.
La
situación de crisis en la que nos encontramos no se resuelve aumentado el radicalismo
y tomando prestada la demagogia o la escenografía a otros, sino por el
contrario dotando de sentido y eficacia a las instituciones, que son la
verdadera esencia y salvaguarda de nuestra democracia, exigiendo que funcionen
como deben y que las personas que las representan mantengan la requerida
dignidad para beneficio de todos.
Lo
importante —para los que compartan esta idea— es cómo frenar con lo que Polanyi
señalaba y citábamos antes: "La política, los partidos, los parlamentos se
han convertido en sospechosos. La democracia ha caído en descrédito." No
solo hay que buscar la confianza de los mercados, también hay que recuperar la
de los pueblos. Sin parches, con responsabilidad y conocimiento, haciendo
avanzar realmente la política hacia sistemas sociales más justos, con menos
desigualdades. "La economía ha convertido a la democracia en culpable de
su propia parálisis" (54), decía Polanyi. Lo malo es que de la parálisis
democrática se sale siempre de muy mala manera. Y en esto España es ejemplo en
mitad de su propia vorágine económica, política e institucional, todas
aquejadas de esa parálisis destructiva.
*
POLANYI, Karl (2014): Los límites del
mercado. Reflexiones sobre economía, antropología y democracia. Capitán
Swing Libros, Madrid.
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