domingo, 22 de junio de 2014

El consuelo olvidado (de un mal innombrable)

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Hacía muchos años que no retomaba a Gombrowicz, uno de esos autores que nos entran generacionalmente y después pasan años sin que regresen. Es fácil que algo así ocurra con autores, como es el caso de Witold Gombrowicz, de obra limitada, y que no se beneficia de los usos del marketing editorial, que favorecen al vivo bien dispuesto frente al difunto en reposo. Son las ventajas del autor promocionado, firmante en ferias y asiduo de platós. Pero fue precisamente en esta última feria madrileña del libro en donde cayó en mis manos la obra de Gombrowicz de título "Curso de filosofía en seis horas y cuarto", con prólogo de Cristina Fernández Cubas. La obra apareció en Francia en 1995 y a finales de los noventa —en el 97— en la colección "Marginales", de Tusquets, con tres ediciones antes de pasar a la colección "Fábula", en la que lleva dos, una de 2009 y otra de 2010, que es con la que me hice.
La historia de esta peculiar obra nos la cuenta la prologuista Fernández Cubas en su primer párrafo:

Nadie podría adivinar que tras estas seis horas y cuarto que nos aguardan se oculta un hombre desahuciado. Y, sin embargo, Witold Gombrowicz, en 1969, en Vence, se siente morir. El dolor le parece la única realidad del mundo, y, en un momento de desesperación, pide a sus amigos Constantin Jelenski y Dominique de Roux veneno o una pistola para acabar con su vida. No consigue su propósito, pero, en cambio, empieza a interesarse intensamente  por una ocurrencia de De Roux: Un curso de filosofía «íntimo», del que él, Gombrowicz, sería el profesor, y su esposa, Rita, y el propio De Roux los asiduos asistentes. El autor tiene entonces sesenta y cuatro años, padece asma, cuenta con varios internamientos a sus espaldas, un infarto de miocardio reciente —noviembre de 1968— y un proyecto abandonado: una obra de teatro que debía tratar precisamente del «dolor»... Pero también conserva en toda su integridad una pasión antigua, iniciada a los quince años en Varsovia con la lectura de Kant y Schopenhauer, manifestada en el Círculo de Amigos del Arte de Buenos Aires en sus clases sobre Heidegger, presente en las páginas del Diario, en artículos, en conversaciones con amigos... La idea de De Roux ha dado en el blanco, y el curso se inicia el domingo 27 de abril para concluir —o interrumpirse— un mes después, también en domingo. (9)


La idea de contraponer la Filosofía al dolor, como una alternativa al suicidio, ha tenido una amplia formulación teórica, pero en este caso es literal. Boecio escribió su célebre "Consolación de la Filosofía" mientras esperaba en la cárcel su ejecución. La "consolación" era un género cuya finalidad era consolar a los familiares de los fallecidos recordándoles que todos somos mortales. La Filosofía viene a ser —o debería serlo— una forma de exploración del mundo y de uno mismo desde nuestra capacidad de explicación. Entiendo que es cuestión de temperamentos, que los hay impulsados a la acción y que la reflexión les sobra o queda arrinconada para momentos muy precisos, pasados los cuales la mecánica de la vida se impone. Para otros, en cambio, la reflexión es una necesidad vital y un mundo sin un fondo de ideas se les hace muy cuesta arriba. Pero en un mundo en el que tienen cabida acciones sin valores y palabras sin ideas, la necesidad filosófica crece frente a las sonrisas y chascarrillos del universo pragmático de los protocolos y algoritmos.


Gombrowicz había estudiado Filosofía y, lo que es más importante, tenía un temperamento filosófico. Desde que la Filosofía se profesionalizó, estamos llenos de filósofos sin temperamento filosófico, pero con títulos que dicen lo contrario. En realidad, la muerte del autor le libró de ver los últimos coletazos de la Filosofía en manos de sus administradores, que suele ser lo más frecuente. Todavía Gombrowicz pudo leer a filósofos vivos con algún interés y presenciar debates filosóficos en medios de comunicación y en la calle misma, algo que prácticamente quedó abolido en la década siguiente. Puede que existan filósofos ocultos, pero las toneladas de "cultura basura" sin reciclar existente en el planeta no los deja salir a la luz, a una luz, por otro lado, innecesaria por el desinterés general de casi todo lo que no está en el foco mantenido de la atención. Por eso la idea de que Witold Gombrowicz dedicara sus últimas horas de vida a dar clase de filosofía a su esposa y un amigo nos parece sorprendente y, para muchos, incomprensible. La única pregunta reinante que ha quedado es el ¿para qué sirve?. Las demás, sobran o están en la Wikipedia.

El título "Curso de Filosofía en seis horas y cuarto" es leído hoy dentro de un contexto de mundo con prisas, cuando su sentido sería precisamente el contrario, el olvido del tiempo, que es simultáneamente la vida dolorosa y la antesala a la muerte. Al autor, ya puesto en faena filosófica, le hubiera gustado que el curso durara más, pues probablemente le hacía olvidarse de sus dolores, de la vida misma en beneficio de una idealidad que podría ser expresada a través del lenguaje, que le trasciende.
Escribe Gombrowicz al final de una de las sesiones: «El mérito del estructuralismo consiste en ocuparse seriamente del lenguaje, pues somos (pues la filosofía es) un verbalismo sin fin.» En efecto, ese "verbalismo sin fin" lucha por tener sentido, un sentido que es fácil que se pierda transformándose en "verborrea", un decir sin trascendencia o significación que inunde una cultura por rebosar como una bañera olvidada. El paso del verbalismo a la verborrea es el que marca la cultura de masas y espectáculo, pues se trata de una combinación práctica de ambas. ¿Qué hace la masa sino contemplar un espectáculo que se le ofrece y que la define complementariamente? Si ser era ser percibido  —como señalaba el obispo Berkeley para delicia del ciego Borges—, hoy ser es percibir ser percibido en el espectáculo en que nos proyectamos. La frase hay que ponerla en boca de Narciso.

En su curso filosófico acelerado contra el dolor y la muerte, Gombrowicz hace repaso sencillo de sus filósofos favoritos, que son los que por temperamento le corresponden, es decir, aquellos que abren la crisis moderna en cualquier de sus direcciones: la kantiana, por un lado, y la trágica y existencial, ambas emparentadas. El estructuralismo quedará nada más que como un apunte en momentos muy concretos. Su tecnocratismo será un síntoma más de la muerte reflexiva en beneficio de una estructura, ausente o presente, último resquicio. Siempre nos quedará el signo, como a otros les quedó Paris, como algo que no volverá pero de lo que siempre podremos hablar.
Escribe Gombrowicz:

La filosofía es un acto de existencia. Es demasiado fácil considerar al filósofo como un ser privilegiado.
En cada filosofía hay una elección fundamental que es arbitraria, y el resto, sistema y razonamiento, sirve solamente para justificar esa elección, para probar que responde a lo real. Esta idea de la elección fundamental, arbitraria, fue retomada por Sarte: es un acto de libertad de nuestra facultad de crear valores. (143)

En un mundo rodeado de oferta —en especial la de no pensar— esa idea sartriana que el escritor postrado hace suya como núcleo de la libertad, esa elección fundamental, se pospone hasta el momento en que deja ser urgencia necesaria. En efecto, el filósofo no es un ser especialmente privilegiado. Lo único que ha hecho es ponerle nombre a una necesidad innecesaria, a la vista de nuestro ocupado desarrollo. Decimos que se enseña filosofía, pero no es cierto, como tampoco se enseñan tantas otras cosas por las que recibimos certificaciones,  que son malinterpretadas, descontextualizadas y trivializadas. Las hemos convertido en productos, con su propio precio ajustado a la oferta y la demanda. Por eso valen cada vez menos; no hay demanda.



Gombrowicz hace un repaso por el pensamiento occidental de Kant a esta parte y constata que son dos los elementos centrales: "la reducción del pensamiento" (sus límites) y "la vida" (el devenir mismo). Algunos, atraídos por el título y en este mundo con prisas, tratarán de encontrar realmente un "curso", un resumen que le ahorre tiempo frente a tratados o manuales más extensos. Un error. En realidad la mayor enseñanza que contiene el curso, como consuelo a un mal innombrable, se encuentra en el realismo filosófico de su última línea, en sus dos últimas palabras:

"... e incluso [el texto se interrumpe aquí] (146)


* Witold Gombrowicz (2010 2ª): Curso de filosofía en seis horas y cuarto. col, Fábula, Tusquets, Barcelona.






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