Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
La
pagina de la BBC nos trae un interesante reportaje, titulado "Cómo el
aislamiento extremo distorsiona la mente", en el que se nos muestran a
través de casos y declaraciones de expertos en ciencias cognitivas y sociales,
los efectos de quedar aislados del entorno de dos maneras, social y sensorialmente.
Ambas formas tiene consecuencias distintas y nos muestran cómo funciona nuestra
mente y la necesidad de estar estimulados. La introducción del artículo se
cierra con una pregunta: "¿Por qué la mente se derrumba espectacularmente
cuando estamos realmente solos?".
Nuestro
cerebro procesa permanentemente la información que le llega desde el exterior
(también la del interior) creando una imagen del mundo a la que se enfrenta la conciencia. Cuando le
cortamos el suministro de datos sensoriales mediante el aislamiento, el cerebro
comienza a buscar desesperadamente "diferencias", como diría Bateson,
con las que crear lo exterior. Si no las encuentra y se enfrenta a la
monotonía, a la falta de diferencias, el cerebro comienza a producir su propia
"realidad" alternativa y alterada. El mundo ya no viene del exterior,
como estímulo, sino que se crea desde dentro; se fabrica.
La BBC nos cuenta cómo durante la Guerra de Corea se sospechaba de la aplicación a los prisioneros de las técnicas de "lavado de cerebro" —un ejemplo de película sobre este tema lo tenemos en El mensajero del miedo (The manchurian candidate 1961), el thriller político de John Frankenheimer— y trataron de demostrarlo mediante experimentos. Nos cuenta en el reportaje lo que ocurrió:
Los investigadores pagaron a voluntarios
–principalmente estudiantes– para que pasaran días o incluso semanas aislados
en cubículos a prueba de ruidos y privados de cualquier contacto humano
significativo. Su objetivo era reducir la estimulación sensorial al mínimo y
ver el comportamiento de los individuos cuando no sucedía absolutamente nada.
Se redujo al mínimo lo que ellos podían sentir, ver, oír y tocar.
Apenas pasadas unas horas, los estudiantes se
volvieron increíblemente impacientes. Necesitaban estimulación. Comenzaron a hablar,
cantar o recitar poesía para romper con la monotonía. Muchos se volvieron
ansiosos o altamente sensibles. Su desempeño mental también se vio afectado a
la hora de realizar pruebas de aritmética o de asociación de palabras.
Los efectos más alarmantes fueron las
alucinaciones. Comenzaban con puntos de luz, líneas o formas y eventualmente se
convertían en extrañas escenas, como ardillas marchando con sacos sobre sus
hombros. Ellos no tenían control sobre sus visiones: uno de los hombres sólo
veía perros; otro, bebés.
Algunos también experimentaron alucinaciones
sonoras, por ejemplo, una caja musical o un coro. Otros imaginaban que los
tocaban y uno de los hombres sintió que una bala le impactó en el brazo.
Cuando salieron del experimento, les resultó
difícil librarse de este sentido alterado de la realidad, estaban convencidos
de que el cuarto se movía o de que los objetos cambiaban constantemente de
forma y tamaño.
Los investigadores esperaban poder observar a
los sujetos durante varias semanas, pero la prueba fue acortada porque se los
veía muy angustiados como para continuar. Muy pocos duraron más de dos días y
ninguno llegó a la semana. Hebb escribió luego en la revista American Psychologist que los resultados
eran "muy perturbadores".*
Los
efectos del aislamiento total son demoledores y sus efectos difíciles de
contrarrestar porque quien los padece padecerá secuelas toda su vida. El terror
que debe producir saber que los peligros
proceden no solo del mundo exterior sino del fondo de nuestro cerebro, que no
hay refugio para ello, debe ser altamente perturbador. ¿Cómo defenderse de lo
que surge de dentro? Se revela entonces el carácter defensivo, destinado a la
supervivencia, de nuestros mecanismos más elementales, básicos: la recreación
perceptiva del entorno. Nuestra tradicional visión naif de la realidad salta hecha pedazos dando al cerebro el
protagonismo. Lo exterior está mediado por lo interior, que lo procesa y da
forma.
El
reportaje de la BBC lo explica así:
¿Por qué el cerebro se comporta así al estar
privado de los sentidos? Los psicólogos cognitivos creen que la parte del
cerebro encargada de las tareas continuas, como la percepción sensorial, está
acostumbrada a tratar con una gran cantidad de información, visual, auditiva y
demás datos del entorno.
Cuando esta información escasea,
el psicólogo clínico Ian Robbins dice que "los diferentes sistemas
nerviosos que alimentan al procesador central del cerebro siguen disparándose,
pero lo hacen sin sentido. Entonces, luego de un tiempo, el cerebro empieza a
darles sentido, a buscarles un patrón". Así es como crea imágenes enteras
a partir de imágenes parciales.*
Somos
animales sociales y además conscientes de serlo, que es el añadido de nuestra
conciencia. Diría que somos reflexivamente sociales. Hay muchas especies
sociales, pero solo nosotros escribimos "El contrato social" o
"Leviatán" para explicarnos; solo nosotros escribimos "constituciones"
para regular nuestra convivencia. Solo nosotros ideamos mitos y leyendas para
escucharlos juntos e identificarnos como público.
A los
estímulos sensoriales, la vida social añade otros de orden diferente, los
estímulos sociales cuyo sentido se aprende mediante la codificación, mediante
las reglas del comportamiento y la asignación de valores compartidos. Aislados
nos quedamos sin ese marco común que da sentido al mundo social en el que vivimos.
El
reportaje nos da cuenta de algo que vamos entendiendo cada vez más, el papel de
las emociones, tanto en el plano individual como en el social:
Los biólogos creen que las emociones humanas
evolucionaron porque ayudaron a la cooperación entre nuestros primeros
ancestros, los cuales se beneficiaban de vivir en grupos.
Su función principal es social.
Si no hay un intermediario que nos ayude a saber si nuestros sentimientos de
miedo, ira, ansiedad y tristeza son apropiados, en poco tiempo las emociones
distorsionan la identidad, alteran la percepción o nos vuelven profundamente
irracionales.*
La función de las emociones es comprendida cada vez mejor.
Salimos de una época "racionalista" que relegaba las emociones. Hoy
comprendemos el gran papel que juegan como "marcadores" de la
experiencia, la función que juegan en el recuerdo. Investigadores de todo el
mundo investigan cómo manipular las emociones, vía más eficaz que otras para
llevarnos a tomar decisiones o adherirnos
a ideas. El aumento de la intensidad emocional como podemos ver en la política
en manos de los populismos va tomando cuerpo. El ejemplo de una Marine Le Pen
jugando con las emociones a través de los símbolos de la identidad francesa no
muestra por qué vivimos en época en la que los discursos racionales se
sustituyen por los emocionales. Estamos de nuevo, como en el XVIII, ante una
"sentimentalización" de la vida. A aquellas obras "lacrimógenas"
—que la burguesía demandaba entonces como muestra de la bondad de su corazón al
derramar lágrimas en la lectura o en el teatro— le siguen hoy discursos
emocionales que se construyen sobre las indagaciones en nuestro sistema
emocional.
Aislarnos de ese sistema compartido de emociones, dejar de emocionarnos con otros también es
perturbador. Disfrutamos, en cambio, de las emociones compartidas. Basta con ir
a un estadio de fútbol o ver la diferencia entre ver por televisión un partido
en solitario o con otras personas. La situación varía de forma drástica.
La experiencia de privación sensorial es poco frecuente; no
lo es tanto la social, en la que la marginación o el encierro pueden
transformar nuestro sistema de valoración del mundo. Esa experiencia la tenemos
en sectas, bandas o cárceles y, evidentemente, en los encuentros
interculturales en los que vemos diferencias emocionales.
En este sentido, nada más enriquecedor que el papel del arte
como mediador. El arte es, en cualquiera de sus variables, el mayor
encapsulador de emociones. Una obra de arte —una novela, un cuadro, una
película, una sinfonía— son lo contrario al aislamiento: contienen las emociones
de otros y del grupo. Acercarse al arte de otras culturas suele ser un
esfuerzo, pero también una buena puerta de entrada emocional a la cultura del
otro. La experiencia estética es ante todo emocional;
lo que pueda decirnos viene envuelto en ese sistema compartido que busca
nuestra reacción. Por eso el arte es también riqueza sensorial, lo contrario
del "tanque de aislamiento". La cocina es también una buena puerta
sensorial: gusto, olor y color. Cuando pruebo por primera vez algún alimento
que alguien me trae de fuera, estoy atento a esa experiencia nueva que va a
suscitar en mí. Mi memoria busca sabores parecidos para asociarlos. Pero los
hay nuevos que se quedan en nosotros esperando ser clasificados.
El aislamiento extremo, en efecto, distorsiona la mente,
como señala el título del artículo. Pero en un sentido más amplio, cualquier
tipo de aislamiento —individual y socil— tiene sus efectos, desde el
generacional al político. La sensación de separación del flujo de la vida y la
historia crea sus alternativas distorsionadas en mayor o menor medida. Una
realidad más rica, estimulante, nos abre al mundo ampliando nuestras
experiencias y, con ellas, a nosotros mismos. A veces vivimos en burbujas en
las que, sin percibirlo, estamos aislados del resto. La realidad que nos fabricamos en ellas puede ser terriblemente pobre por más satisfactoria que nos parezca. Como las alucinaciones, nos pueden parecer muy reales y gratificantes.
En estos tiempos de sobreexcitación informativa, de
bombardeo sensorial, nada nos puede parecer más contrario y terrible que un
"tanque de aislamiento", no sentir
nada y que nuestro cerebro comience a liberar sus fantasmas hasta llenar un
mundo vacío.
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