Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Yo, que
siempre he sido un aspirante a la normalidad, me veo rodeado por un mundo en el
que todo se encamina a la extravagancia, a la excepcionalidad desbordante, y hacia
algo que siempre se consideró de mal gusto: "llamar la atención".
Lamento haber comenzado este escrito con la palabra "yo", pero no es
por egocentrismo si no por soledad existencial, una soledad en el que la
pregunta "¿hay alguien ahí?" rebota como un eco en un mundo del que
ya solo me queda pensarlo como ilusión —o él o yo no somos reales—. Pido disculpas
a los que —si existen— puedan sentirse ofendidos por mis dudas, pero es que la
realidad no da más de sí. Me siento como un náufrago de chiste gráfico, de esos
de isla chiquitita y un solo cocotero, que comenzara a dudar de la materialidad
del cocotero y del suelo que pisa, que recogiera una botella del mar y —¡qué
mala suerte!— descubriera en su interior el manuscrito del Discurso del Método y la duda que le entrara fuese si quemarlo para
calentarse, hacerse una colcha con él uniendo sus páginas, comérselo con patas
que el mar arrastra periódicamente a su pedrusco solitario, o finalmente
pasarse el resto de su vida leyéndolo, agarrándose a la única formulación que
le evita pensar en aquello que el resto de la naturaleza da por hecho, su
existencia: "Leo ergo sum".
La
extravagancia es el camino. ¡Qué gran verdad! Si la normalidad te convierte en
una lenteja más en un paquete de un kilo, la extravagancia te convierte en la
guinda de un pastel azucarado, rotulado "¡feliz ego!". Desde esa
guinda encumbrada y llamativa, casi tocando el cielo, se contempla todo aquello
que algún día no será tuyo, pero que te alienta a soñar.
Los
psicólogos deberían estudiar este "complejo de guinda" junto a la
larga lista que se ha ido acumulando en estos siglos mediáticos en los que
hemos descubierto que la vida es una lucha por salir en la foto, variante
cultural del darwinismo selectivo en la naturaleza. Hemos elaborado un sistema
teológico complementario entre el ojo divino —la cámara que todo lo ve— y el
exhibicionista que quiere ser siempre visto. Esta religión nos condena a la
extravagancia, a sacar la lengua o a ponernos bizcos en las fotos de grupo para
destacar o, como nos muestra hoy mismo la prensa, ponerle orejitas de conejo en
la foto al Primer Ministro David Cameron cuando te recibe en su residencia
oficial. para felicitarte por los títulos conseguidos
Quizá
el jugador bromista planificó ese momento desde hace años. Durante temporadas y
temporadas se dedicó en cuerpo y alma al brutal entrenamiento en uno de los
deportes más duros, el rugby, para preparar ese instante por el que pasará a la
gloria. Como si fuera un agente infiltrado durmiente, esperó el momento —la
llamada de Karla— y se puso en marcha toda la operación. Eficacia, limpieza, un
golpe certero. Un golpe de años de trabajo que en el que todo se jugaba a la
posibilidad de que le tocara en la foto junto al primer ministro. El mundo es
de los audaces.
Los
laboristas —la oposición es igual en todas partes— pensarán que ha sido
orquestado por Cameron para chupar cámara y se reunirán de urgencia para
definir su estrategia, que oscilará entre la pregunta parlamentaria sobre la
seguridad en el 10 de Downing Street y la posibilidad de que su líder entregue
el primer premio de algo —un concurso local de rosbif, por ejemplo— e intentar entonces
algo llamativo ante las cámaras. Los ultranacionalistas británicos, por su
parte, pensarán que se ha insultado a lo que queda del imperio y que se empieza
poniendo orejitas al Primer Ministro y se acaba devolviendo Gibraltar, para
terror de los habitantes del peñazo.
En
cualquier caso, le lloverán ofertas publicitarias en las que le pedirán que
repita ese gesto ante personas que se parecen a famosos. Podrá fotografiarse,
por ejemplo, con la doble de la Reina poniéndole orejitas para vender galletas,
neumáticos o cualquier otra cosa que se beneficie del tirón mediático del acto,
repetido por la prensa del globo.
El acto
extravagante será imitado en audiencias papales, reuniones de ayatolas, G8 y
G20, consejos de ministros, conversaciones de paz y un largo etcétera que hará
que el acto pierda eficacia llamativa y se agote por saturación. Dejará de
llamar la atención y pronto será sustituido por otro.
Unos
alumnos chinos bienintencionados querían que saliera en un vídeo que estaban
haciendo. "Tú famoso en China", me decían para animarme. ¿Pero para
qué quiero ser yo famoso en China o en ninguna otra parte?, les decía. ¿Es que
no hay ya bastantes famosos en el mundo, demasiadas guindas en el pastel? Soy
donante de ego. La única forma de convertirme en famoso sería hacer alguna
extravagancia delante de la cámara para llamar la atención y hay algo en mí que
se rebela, probablemente fruto de represiones infantiles que nunca logré
superar o algo así. Mis alumnos me echan la bronca cuando les cedo el paso:
"En China profesor siempre primero". Pues yo no. Mi falta de ego
institucional es también reprochable.
El
drama que afecta por igual a personas y empresas, a países y tenderos, es la
necesidad de llamar la atención, llegar a ser la guinda del pastel entre tanto
cremoso batido. En el mundo antiguo, las miradas se dirigían a los lugares de
privilegio, que ya estaban ocupados por divinidades y reyes, altares y tronos.
Cualquier intento de llamar a atención se consideraba una práctica peligrosa.
Hoy si
no llamas la atención no eres nadie y se queda en nada tu causa. Hay gente que
se quema a lo bonzo por llamar la atención, mientras que en el mundo antiguo te
mandaban a la hoguera por lo contrario, para acabar con tus pretensiones de
llamarla. Una causa ya no es mejor o peor, sino más llamativa o menos en función de los famosos que se logra que
presten su imagen. Mendigamos miradas porque sin ellas no somos nada. ¡Qué equivocado estabas, Sartre! El
mundo es un plató y la vida un casting.
¡Saluda!
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