Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Nada
nos condiciona más que el sabernos observados. Hay personalidades —las
histriónicas— que viven en un escenario en el que necesitan ser admirados o
compadecidos. A estos, la mirada ajena les da vida pues sin ella no son más que
marionetas inertes; su vida solo adquiere sentido bajo la mirada de los otros,
mirada que reclaman incesantemente con todo tipo de argucias. Sin embargo, eso
es lo que define su naturaleza enfermiza, la necesidad patológica de ser
mirados.
En el
otro extremo está el que necesita mirar, la personalidad del voyeur, que se
alimenta a través de los ojos, desde la distancia discreta que le mantiene
seguro. El voyeur necesita mirar y sueña con la invisibilidad como gran don que
le permitiría satisfacer sus deseos de introducirse en la intimidad de los
otros sin ser descubierto. Hay voyerismo pactado, en el que mira y el que es
mirado acuerdan sus puestos, públicamente o en la intimidad. La esencia es la
mirada que explora impunemente la intimidad desde la seguridad escondida.
Hay una
tercera forma mucho más destructiva de la mirada porque su alcance es social y
que comparte rasgos con las anteriores. Es la observación social, la vigilancia. En este caso, amparándose en
la ley o en la costumbre, la mirada se convierte en vigilante social, en
garantía de que nadie va a contravenir las reglas impuestas sobre la comunidad.
Esa
mirada vigilante posee rasgos de las dos anteriores, de histrionismo y
voyerismo. Se vincula con el histrionismo porque la autoridad que la persona
ejerce sobre las otras se traduce en signos que todos han de observar en ambos
sentido: observar como "cumplir" y observar como atención dedicada a
quien la ejerce. En ellos se concentra la autoridad misma, que es acción y especialmente representación. Por eso se busca la
sanción pública, la ejemplaridad, a la
que se suma, en ocasiones, el placer que le produce a quien la ejecuta el
saberse contemplado en el ejercicio de la autoridad. No se busca la corrección
discreta, sino que el castigo o la denuncia se llenan de teatralidad, que es la
base de esta forma de histrionismo.
Con la
vigilancia se satisface también el deseo voyerista de observación, puesto que
el vigilante se siente obligado por una causa noble que le sirve de excusa para
dedicarse a la labor de inspección y control de los demás. Su mirada sobre los
otros se justifica por ese deseo de proteger
a la comunidad. El vigilante quiere observar
y ser observado obteniendo su
satisfacción doble en el acto de vigilancia, una forma de ejercer el poder
entendido como control social, como una licencia para entrar en la vida y
comportamiento de los demás.
El
avance de las políticas y prácticas islamistas, allí donde han logrado el poder
tras las revoluciones árabes, ha provocado conflictos que han sido más dañinos
que los causados por las penurias económicas. Desde Occidente, en donde la
mayoría de los países han logrado liberarse de esas formas de observación y
control social, no valoramos suficientemente algo que no es consustancial de
las religiones sino de las formas en que introducimos en ellas nuestras propias
patologías y deseos de poder, convirtiéndolas en instrumentos al
servicio de nuestros deseos oscuros.
El
revuelo causado por las palabras del papa Francisco, dichas con toda
naturalidad en un avión, "Quién soy yo para juzgar?", contrastan con
la obsesión juzgadora de muchos de
sus feligreses a lo largo de la Historia, y es ampliable a la totalidad de las
religiones reveladas, que marcan un camino determinado, en contraste con las filosofías
orientales que, por el contrario, impulsan al ser humano a buscar uno propio,
un tao acorde con las necesidades del
propio sujeto. Mientras unas se basan en el cumplimiento de la ley dada, las
otras se basan en la búsqueda del individuo de su propia ley interna capaz de armonizar con la del propio mundo.
En una
de mis conversaciones sobre lo divino y lo humano con mis alumnos chinos, una
de ellas me dijo: "Profe, ustedes creen que ser humano es malo, mientras
que nosotros creemos que es bueno". Los alumnos vienen al mundo para que
los profesores aprendamos algo. Se encierra ahí, en esas palabras, gran parte
del problema y de la justificación de la vigilancia, que van de la familia o la
escuela a las complejidades de los Estados convertidos en garantes de la
ortodoxia.
Aunque
hayamos separado las leyes divinas de
las humanas —allí donde se ha podido—
en su origen son las mismas: las normas dadas para evitar que se produzcan las caídas que la naturaleza negativa o
pecadora del ser humano hacen inevitables.
Gran
parte de la lucha que vemos tras las revoluciones de la Primavera árabe y que
han llevado a la salida de los islamistas del gobierno en Egipto —y de las
revueltas que llevaban el mismo camino en Túnez— tienen que ver con esto, con
esa unidad y precedencia de la Ley divina frente a las leyes humanas. El debate
sobre la Sharia en Egipto o Túnez no es otro que éste.
En un reportaje
de la BBC —que comentamos este verano—se hacía un extraordinario relato de cómo
una población entera quedaba en manos de un quiosquero salafista que se había
convertido en la autoridad central de toda la vida del pueblo. Por él pasaba
desde la mujer que no se comportaba "como debía", el que vendía
drogas, el que bebía cerveza, etc. Toda la vida quedaba expuesta a su control.
Cuando le preguntaban sobre sus relaciones con las autoridades locales y si él
se identificaba como "salafista" decía algo importante: "No
importa quién manda; lo importante es la Ley". La "ley", por
supuesto, era su propia interpretación del alcance de los principios coránicos,
fuera de los cuales se extiende un mundo caótico sin salvación, un mundo
asocial puesto que la ley se identifica con la sociedad misma que queda
regulada. La Ley regula la vida social y la sociedad se define por el
cumplimiento de la Ley.
En
estos últimos años he tenido ocasión de ver los dramas callados de personas que
viven bajo la vigilancia constante de los guardianes de la Ley. Junto a las
discusiones de los legisladores en los parlamentos tunecinos o egipcios, se
encuentra una sociedad en la que esos debates se convierten en la agresión de
la sanción, de señalamiento con el dedo por parte de los trasgresores, a los
que se les niega la posibilidad de salir de una ley en la que no creen,
interpretan de otra forma o no consideran que nadie esté en condiciones de
exigir a los demás pues forma parte de sus propias creencias.
Los
guardianes son papeles sociales que ejercen aquellos que velan en la base de la
sociedad porque nadie se disgregue o se distancie del núcleo de la ley porque
ese sería el principio de su disolución. El gran debate en estas sociedades se
da en encontrar la distancia justa entre lo que es la creencia, mediante la que
las personas siguen sus propias inclinaciones y deseos en su camino, y su
conversión en regla general de cumplimiento obligado mediante diferentes
mecanismos, de la sanción legal al rechazo social.
Los
dramas que he visto son los que se producen en una sociedades en las que conviven
en un mismo espacio y tiempo, un mismo cronotopo, mentalidades de épocas
distintas, con visiones distintas sobre el funcionamiento del mundo. Si el
debate fuera exclusivamente legal, sería sencillo. Pero la historia de estos
países ha demostrado que las vías deben ser otras si lo que se quiere es
garantizar la convivencia y la preservación de la autonomía e individualidad de
la persona frente a una concepción conjunta, la visión de la sociedad como un
agregado regido por formas de pensar que han de ser reproducidas mediante todos
los mecanismos disponibles.
La evolución
de las culturas hacia formas más abiertas, favorecida por un aumento de los
conocimientos sobre el mundo y de la mejor comprensión de los mecanismos
sociales, se ve frenada por las resistencias de aquellos que entienden que se
debilita su poder. La nuevas formas de conocimiento intercultural y los avances
de nuestros mecanismos de explicación desde la Sociología, la Antropología o
las diversas ciencias sociales han hecho que ya no sea tan fácil el control.
Por eso los vigilantes necesitan la ignorancia disfrazada de educación, en sentido
amplio, para mantener esos mecanismos. "Convertís la ignorancia en religión
y la religión en ignorancia", dice el filósofo Averroes, el protagonista
de la película del gran director egipcio Yusef Chahine, Al Massir (El destino).
Hoy son
muchos los que se enfrentan a sus propios condicionamientos, resultado de la
tradición en la que se encuentran inmersos, y a la presión social para
mantenerla. En un mismo país, en una casa, en una misma mente, en ocasiones,
conviven visiones dramáticamente distintas, escindidas entre un deseo de
felicidad que se ve frustrado y el cumplimiento de una vida frustrada por las
imposiciones en las que no se cree. El resultado son personas infelices y
órdenes represivos, autoritarios e hipócritas.
La
mirada vigilante se convierte en algo esencial para el mantenimiento de ese
orden que se derrumba y que se resiste a perder el poder de hacerse ver en su
rol central de control de todo lo que gira obligatoriamente a su alrededor. No
hay más orden que el suyo ni más autoridad posible.
Pequeños
gestos cotidianos se convierte en abismos gigantescos a cuyo borde llegan
personas que, venciendo sus miedos, intentan saltar al otro lado en el que les
espera una liberación que anhelan. Muchos se dan la vuelta porque el temor a
ser señalados como distintos, como prófugos de la comunidad, les aterroriza y
acaban viviendo su propia hipocresía defensiva. Otros saltan al otro lado, pero
no encuentran la felicidad soñada sino que se han de enfrentar al sentimiento
de culpa que se les ha inculcado a lo largo de su vida. Finalmente están los
que consiguen dar ese paso que, cuando se giran, les hace exclamar: "¡Solo
era esto!". Descubren entonces que no hay peor barrera que el miedo y
comprenden que esas mirada soberbias que les dirigían, que esos dedos que les
apuntaban, no tienen sobre ellos más poder que el que se les concede.
Por eso
el ejemplo de las personas que dan esos pasos es importante; muestran a otros
el camino para liberarse de esa sanción de la mirada que no admite cambio o
divergencia. Los llamamos pioneros
cuando antes los hemos llamado anteriormente locos, herejes o delincuentes.
Los
seres humanos vivimos en un precario equilibrio entre nuestros deseos
individuales, nuestra forma de aspiración a la felicidad, y las imposiciones de
reglas externas que nos condicionan el comportamiento. Cuando la divergencia es
muy grande, se vive un infierno terrenal, un infierno convertido en tribunal de jueces ostentosos e histriónicos, felices por perseguirnos implacablemente con las normas que les fortalecen cada vez que las aplican.
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