Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Coloqué
ayer en mi página de Facebook una fotografía sobre los prejuicios que suscitó
algunas reacciones sobre nuestra capacidad de evolucionar respecto a ellos. La
fotografía que compartí desde la página oficial del Movimiento Antiacoso, una
ONG que se enfrenta al enorme problema del acoso sexual en Egipto, nos muestra
una serie de casos en los que se quedan reflejadas las formas en que percibimos
como totalidades lo individual, es decir, las etiquetas que colocamos a los
demás para clasificarlos en función de elementos o experiencias previos.
"No todos los musulmanes son terroristas", "no todos somos
mejicanos", "no cortaré tu césped", "mi pelo es
auténtico", "no soy basura blanca", "no soy un color",
etc., son las frases que sostienen determinadas personas a las que se les
aplican esos tópicos.
Todos
ellos reflejan el malestar que se siente cuando se es encuadrado colectivamente
en unidades que destruyen nuestra individualidad. Es el malestar de la persona
que se siente anulada en cuanto tal en favor de un extraño receptáculo social,
una cárcel semántica, que llamamos prejuicios. Como su propio nombre indica, es
un "juicio previo" a la propia experiencia que podamos tener con esa
persona. El prejuicio es precisamente un sustituto de la experiencia, una
reacción estereotipada basada en elementos previos, personales o transmitidos.
El
sentido de los prejuicios y demás mecanismos similares es muy complicado porque
no es que sean un "defecto", como tendemos a pensar, sino que tienen
una función psicológica y social evolutiva, que son la defensa frente a lo
extraño o diferente y el refuerzo de los lazos con los iguales. Los prejuicios
son "marcadores" genéricos. En la naturaleza no se da la
"justicia", que es una idea cultural muy avanzada, no hay ningún
sentido de la equidad. Somos una contradicción viviente porque muchas de las
cosas a que aspiramos suponen un conflicto con lo que como organismos vivos
sentimos o deseamos. Por eso lo auténticamente meritorio es sobreponerse a los
prejuicios que se nos transmiten o que nos formamos y transmitimos a los demás.
Como seres vivos somos sencillos, simples; como seres humanos, sociales, culturales,
somos de gran complejidad porque tenemos que enfrentarnos —o no— a nuestros
propios prejuicios o sucumbir a ellos y dejarnos llevar, muchas veces con provechosos resultados para el que los aplica a los demás.
La
muerte de Trayvon Martin, el adolescente afroamericano muerto a tiros porque a
un "vigilante" le pareció que un joven negro con capucha debía ser un delincuente peligroso. Nos
muestra el funcionamiento del prejuicio en ambos niveles, el individual y el
social, profundamente vinculados ya que son la manifestación de lo mismo.
El
prejuicio es un campo de estudio importante desde diversas perspectivas —sociales, psicológicas y biológicas—, cuya comprensión es esencial en un mundo
que se enfrenta a la diversidad, que evoluciona rápidamente y se ve
sometido a tensiones precisamente por la confrontación diaria con los efectos
nocivos que tienen y causan.
Creo que
escribí alguna vez —creo que al hilo de las ideas de Bertrand Russell sobre
educación— y si no lo hago ahora, que para muchos avanzar en la vida significa lograr
arrancarse, conseguir desprenderse de los prejuicios que se nos inculcan en la
infancia. En esos años, extraordinariamente receptivos y acríticos, se agarran
en nosotros dando lugar a creencias sobre los demás o sobre nosotros mismos difíciles de erradicar posteriormente. Son
momentos dolorosos porque están arraigados como convicciones firmes.
Descubrimos que estamos llenos de ellos, que surgen automáticamente como
reacciones. Muchos son inocuos y no suponen demasiado para los demás. pero
otros son determinantes de nuestras acciones y reacciones dirigiendo nuestra
vida por senderos perturbadores cuando se revela su injusticia o falsedad.
Pensamos
que el aprendizaje es adquirir. Eso es solo una parte. La otra, más importante
a veces, es desprendernos de ideas, principios, etc. que han regido nuestra
vida desde antes de que pudiéramos experimentarlos por nosotros mismos.
Los
prejuicios sociales nos son transmitidos y sirven para reforzar el sentido de
la comunidad frente a los demás. Cuando compartimos prejuicios estamos
compartiendo un sistema clasificatorio y otro de respuestas ante situaciones
posibles. Su función es también económica, nos ahorra pensar, que es lo que quiere decir "prejuicio". Lo
distinto es sospechoso, de lo nuevo
hay que recelar, etc., son formulas generales de conservación en los seres
vivos, pero que, llegados a la vida social, plantean problemas cuando
precisamente nuestro desarrollo cultural nos hace abrirnos a otros.
El
biólogo evolutivo Mark Pagel, en su reciente "Conectados por la cultura.
Historia natural de la civilización", escribe:
Si las consideraciones antropológicas de
nuestra historia son ciertas, existen motivos de peso para creer que la
selección natural no solo ha favorecido en nosotros la tendencia a matar a
otros integrantes de nuestra propia especie, sino que nos ha equipado con una
serie de propensiones que hacen que llevar a término tal acto resulte fácil
hasta extremos alarmantes. Téngase en cuenta, sin más, que el acto para el que
reservan nuestras sociedades la reprobación moral más pronunciada —el
asesinato— puede llevar a una persona a recibir el mayor de los honores de
parte de su grupo social si está dirigido a la clase correcta de prójimo
durante una guerra. A falta de pruebas que demuestren lo contrario, se diría
que los seres humanos son capaces de encender en sus cabezas un interruptor que
les permite, aun mediando una provocación insignificante, tratar a los miembros
de otras sociedades —y hasta de las suyas propias, si se dan determinadas
circunstancias— como seres muchísimo menos humanos desde el punto de vista
moral. La paradoja más marcada y nefasta de nuestra especie es que ambas
actitudes están conectadas y nacen de la fragilidad de la forma «especial» y «limitada» de altruismo que adoptamos para con quienes no
guardan relación con nosotros. (126)
La idea
de Pagel viene a decir que lo mismo que nos hace identificarnos intensamente con
ciertos elementos del grupo, nos hace rechazar con la misma intensidad aquello con lo que
no nos identificamos, lo externo, lo otro. Su idea es que la evolución nos ha hecho buscar el grupo
como pertenencia —una estrategia de supervivencia— pero que esto nos ha separado de otros grupos. Interpreta en este
sentido, como una necesidad diferenciadora, el hecho de que exista tal
diversidad de lenguas incluso entre lugares próximos.
Todas
las imágenes que nos mostraba la fotografía nos enseñan variantes de esos
prejuicios. Mostraban sobre todo el mismo mecanismo clasificatorio, reductivo,
que aplicamos a los demás. En sociedades abiertas e intercomunicadas, muchos
aprovechan para abrir sus propias mentes y aproximarse a los otros sin prejuicios.
Pero hay personas para las que esto se percibe como una agresión, como una
invasión de su territorio grupal o personal en el que se refugia frente a todo
lo nuevo. Los prejuicios van mucho más allá de la xenofobia o el racismo, que
sería lo externamente otro. Ese otro
puede ser la "mujer", los "jóvenes", o los
"alquilados" frente a los "propietarios" en una comunidad
de vecinos, etc. Constantemente fragmentamos lo que nos rodea, lo etiquetamos y
lo almacenamos en nuestra memoria personal y colectiva. Establecemos lazos
intensos con aquellos que comparten lo nuestro y nos distanciamos del resto, de
los que quedan fuera del círculo. Esos círculos pueden ser más amplios o más
pequeños, pero son círculos, fronteras.
Avanzar
es tratar de evitar los más obvios e injustos. Tratar de que no se cuelen en
nuestras conversaciones, escuelas, periódicos, películas... pero no es fácil.
No por ello hay que dejar de intentarlo. La proliferación de observatorio de la
comunicación o la publicidad se debe al peligroso papel que en un mundo
interconectado pueden jugar los medios de comunicación, redes sociales, etc.,
auténticas máquinas de replicación social, de fabricación de estereotipos y,
por tanto, transmisores de prejuicios. También, en sentido contrario, son potentes
maquinarias para combatirlos.
En
cualquier caso es una tarea social importante combatirlos y debería ser labor
de todos. La tarea más importante es aprender a descubrir que no solo los demás los tienen, sino que muchas de nuestras firmes convicciones también lo son. De no ser así, no nos libraríamos del más peligroso.
* Mark
Pagel (2013): Conectados por la cultura.
Historia natural de la civilización. RBA, Barcelona.
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