Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La
pregunta es necesaria: ¿hay algo con la
que no se líe en España? A las dos Españas de toda la vida se une una
tercera, la que se aburre de tanta disputa, de este canal monotemático con el
que nos inundan ojos, oídos y alma cada día, cada hora, cada minuto.
La
discusión es el arte que se ha convertido en el centro de la acción política y,
por ello, el que determina el "perfil político", donde se centran los
"valores" que se exigen a los que se presentan ante micrófonos y
cámaras.
Algunos
políticos están empezando a distanciarse de esta esencialidad de la polémica y
del insulto y esbozan el principio "no voy a entrar a discutir" o
similares, ya sea porque han comprendido que el número de personas hartas crece
cada día o sencillamente porque no es su forma de ser, algo raro estando en
política.
Dice la
filósofa Victoria Camps en el diario El
País que “La libertad reducida a puro egoísmo no es libertad”, pues la
política reducida a pura discusión tampoco lo es, solo es una forma fácil de
llamar la atención.
La "atención"
se ha convertido en la gran obsesión de los políticos, que se han dejado
convencer por sus equipos de comunicación, una perversión como otra cualquiera.
Desde hace tiempo, los estudiosos hablan de algo llamado "economía de la
atención", es decir, de la necesidad de ser mirado frente a todos los
estímulos que se disputan ese privilegio, una lucha feroz por conseguir
retenernos. Nuestra atención es, pues, el objetivo. Para mantenerla son
necesarios todo tipo de trucos, entre los que el más manido es la polémica, el
insulto, la disputa, la pelea abierta. Se trata de generar un sonido bélico,
para el que es necesario el "otro", el "enemigo", la
"oposición", etc. frente a los que se mantiene un tono agresivo constante.
Los
políticos, empeñados en ello, centran sus discursos en destripar a los otros,
en atraernos mediante el apocalipsis constante del que nos advierten. Tiene que
haber problemas para que ellos sean la solución. La cuestión se planeta
entonces entre los problemas reales de la sociedad y estos otros, los
políticos, que son muchas veces mera retórica, ya rutina.
Existen
cada vez más problemas reales que quedan en la sombra o que, por el contrario,
son reducidos a esa situación de enfrentamiento, incluidos en el programa de
conflictos. Algo así está pasando con la Justicia, cuyos problemas reales
—lentitud, insuficiencia de medios y de personal, burocracia, etc.— no aparecen
en los programas y sí en cambio la cuestión de cómo afecta a los políticos, si
asisten o no a un acto, etc.
Podría
hablarse de muchos otros sectores que sufren el mismo proceso. Solo salen a la
luz cuando se convierte en material de disputas para los grupos. El arte de la
problematización política de las carencias pasa a ser esencial y, más si, como
es el caso, afectan personalmente a algunos políticos. Su defensa es llevar a
primer plano la polémica, crear una cortina de humo de sospechas, recelos e
indirectas.
Hay en
España cada día más problemas reales, problemas que afectan a los ciudadanos.
Cuestiones como la inestabilidad laboral, la vivienda, la sanidad, etc. nos
afectan a todos, pero quedan ocultos tras el ruido de los políticos para atraer
la atención sobre ellos y sus intereses.
La
dimensión mediática de la política moderna obliga a convertir todo en
espectáculo, como ya advirtió Guy Debord en su obra clásica. En la primera
observación de La sociedad del espectáculo ya se nos dice: "Toda la vida
de las sociedades en las que dominan las condiciones modernas de producción se
presenta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que era vivido
directamente se aparta en una representación."
La
política es representación de un producto de esta sociedad en la que el espectáculo debe continuar, una
sociedad dirigida a ser consumida a través de imágenes de todo tipo, de la
prensa a las redes sociales pasando por la televisión, la radio o cualquier
otro medio. Consumimos la "política" como lo hacemos con los
anuncios, seriales, etc.
El
género textual de la política, su programación, es el conflictivo, una especie
de canal temático boxístico centrado en las peleas y discusiones que nos
ofrecen. El ejemplo de la entrevista en RTVE del presidente del gobierno ha
generado con una sola de sus frases, la referida a la Justicia, un río de
contestaciones que mantienen el "espectáculo" vivo. De juristas a analistas
del lenguaje corporal, pasando por políticos de todos los grupos se han visto
en la necesidad de seguir la discusión propuesta.
Mientras
tanto los problemas que nos afectan a todos diariamente quedan aparcados a la
espera de ser incluidos en esta suerte de bronca infinita. No significa que se
resuelvan, algo que entra en otra dimensión de la política. Simplemente que
serán convertidos en material para mantener viva la hoguera de la discusión.
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| Seis minutos de broncas: el vídeo que resume el tenso clima político en España - La Vanguardia |
¿Son conscientes los políticos de que esta forma de actuación produce una reacción negativa, que tiene un coste en rechazo de gente que dejará de votar o que optará por facciones radicales que se aprovechan de la falta de eficacia demostrada? ¿Son conscientes del desinterés que generan en una parte cada vez mayor de la población, especialmente entre los jóvenes que acaban radicalizados y por libre?
La política ya no atrae a los mejores de cada campo capaces de aplicarse en la solución de problemas comunes. La explosión de la corrupción y lo alto que llega nos avisa del tipo de atracción que genera, del tipo de gente que selecciona, de sus perfiles.
Esto no es único de España, lo que no debe ser ni excusa ni consuelo. Tenemos lo que tenemos por muchos motivos, pero también tenemos la obligación y el derecho de reclamar otra forma de hacer política.
Si,
como decía Victoria Camps, el egoísmo no es libertad, tampoco la bronca extrema
es "democracia". Las sociedades verdaderamente modernas avanzan
asentando libertades comunes, no negando a los demás. En este sentido, vivimos
un retroceso que concibe la política como una lucha constante en donde nada
está asentado, una forma de polarización creciente mediante la cual los
políticos pretenden asegurarse ese público para su espectáculo.






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