Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Las causas valen lo que estás dispuesto a ofrecer por ellas. Alexéi Navalni ha dado su vida por la causa rusa, sea esta la que sea. La Rusia de siempre, la del poder por encima de las personas, tendrá que convivir con la memoria de Navalni. El error de Putin es pensar que un Navalni muerto es mejor que un Navalni vivo. Puedes combatir a las personas, pero mucho menos a las leyendas. Pero a los villanos como Putin no les interesa más historia que la que falsifican en los libros de texto. No le será fácil hacerlo con la muerte de Navalni. Todos los dedos apuntan hacia él. "¡Putin, asesino!", gritan por todo el mundo.
Putin
ha escrito la historia heroica de Navalni. Con cada exceso, con cada ataque
contra el disidente le ha hecho subir peldaños y cuanto más ascendía, más
descendía Putin. No hay gloria en matar a Navalni. Sí la adquiere, en cambio, el opositor
muerto, que regresó libremente a Rusia tras recuperarse de un intento de
asesinato.
La
Rusia de Putin se parece demasiado a la Rusia de siempre, a la crueldad desde
el poder, un poder dictatorial y cruel, criminal y ausente de cualquier
responsabilidad. Putin es un producto ruso cien por cien y Rusia es ya el
producto de Putin, con la polarización entre los aterrados y los que aplauden
sus excesos. Es Rusia y nos hemos acostumbrado a esos retratos de la crueldad y
de la bota aplastando un rostro, como lo hizo Orwell tras regresar de Rusia.
¿Qué
tiene Rusia que no logra distanciarse de sus propios horrores, dejarlos a un
lado? Lo más probable es que se haya creado una casta privilegiada que necesite
de dictadores que la sostengan Putin mismo es producto de sistema anterior,
salido directamente de la KGB y haciéndose con el poder absoluto poco a poco,
asesinando los opositores, colocando sus piezas en los lugares adecuados. La
"mafia rusa" es real, controla los negocios y las posibilidades de
movimiento dentro de su territorio, compra y soborna fuera a los dirigentes externos
que le interesan garantizándoles riquezas en el tejido de las grandes empresas
controladas por el estado ruso y sus dirigentes. En este sentido, los
escándalos de las nóminas de fichados son frecuentes.
Rusia,
además, promueve el desorden y mueve todo aquellos que pueda desestabilizar a
sus enemigos, que son todos los que se le enfrentan. Rusia promueve revueltas y
disidencia, está del lado de todo el que se enfrenta por cualquier motivo a los
estados. Rusia ha estado detrás del Brexit, como lo está de cualquier proceso
que debilite a Europa.
The New York Times |
Lo hemos visto aquí muchas veces: Rusia es el amigo fiel de los dictadores, siempre estará a su lado hagan lo que hagan. La amoralidad es su norma; el poder, su único faro. De esta forma, los países que se alinean con Rusia saben que nunca les discutirán lo que hagan y que pueden contar con ellos para sostener sus dictaduras. A Rusia no le importa lo que hagan. Cuando Trump llamó a Abdelfatah al-Sisi "su dictador favorito" estaba actuando como Putin, asegurándose que mirar hacia otro lado garantiza un socio. Al-Sisi, por cierto, ha jugado al equilibrio con Rusia cuando en Estados Unidos le han presionado por sus métodos. Ahora tenemos a Egipto alineado con Rusia en los renovados y ampliados BRIC. ¿Saben dónde se meten?
¿Ama
Rusia a sus dictadores? Quizá se haya desarrollado en una parte de su población
una especie de "síndrome de Estocolmo", un fuerte apego a sus
crueldades porque piensan que no hay otro sistema, que fuera hay odio a Rusia,
envidia por su "destino universal".
Rusia
carece de algunos procesos que marcaron el destino de Europa. No entra en su mentalidad
histórica la posibilidad de no ser un imperio, algo que han alentado todos sus
dictadores, de zares a soviéticos, una mezcla de ambos como es Putin.
Estado y religión en una anacrónica fusión que les asegura el futuro y el camino hacia él, un camino que convierte en herejía la disidencia, que debe ser erradicada, exterminada, cayendo por balcones y terrazas, envenenada con polonio o con cualquier sustancia mortal. La Rusia de Putin no siente vergüenza por ello. Es su modus operandi pues está en guerra con todo aquello que no sea ella misma y sus aliados.
Navalni
habrá comprendido en sus últimos momentos la inutilidad y la grandeza de su
gesta. El recuerdo se mantendrá, pues solo convirtiéndose en leyenda es posible
enfrentarse a la mundanidad del mal de Putin. No hemos reído de un Putin
heroico fotografiado cazando osos y demás. Nos ha parecido una burda parodia de
un poder que necesita de estas formas primitivas de propaganda. Pero la
verdadera propaganda de Putin es la muerte de sus opositores, un dedo señalando
la tumba en la que acabarás.
Hasta
la guerra de Ucrania había mucha ambigüedad en las relaciones con la Rusia de
Putin. El ejemplo del gas ruso para Alemania es bastante claro sobre lo que
acaba costando el pragmatismo político.
Hoy
desaparecen en la parte trasera de las furgonetas las personas que llevan
carteles con el lema "¡Putin, asesino!". Son arrestadas y lo seguirán
siendo. Se trata de borrar la memoria de Navalni. Han de ver a lo que se
enfrentan los que le recuerden.
Es muy
difícil, con paz o sin ella en Ucrania, mantener relaciones con esta Rusia
criminal y absolutista, un anacronismo en Europa, pero una vuelta a la
continuidad rusa. Rusia con Putin es lo que ha sido. El exceso nacionalista lo
aprueba: somos grandes, recuperamos lo nuestro, nos temen. Esa es la visión
que Putin impulsa.
El zar más cruel sigue reinando bajo el terror y la indiferencia, pero no le va a resultar fácil enterrar la memoria de Alexéi Navalni. Algún día —la historia también es pertinaz— caerán Putin o sus sustitutos. Por lo pronto, Putin ha elevado la barrera del aislamiento. Ha demostrado, dentro y fuera, quién es.
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