Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Hay
algo que debe quedar muy claro: los primeros que padecen los estragos del
islamismo son los que quedan bajo su control, que van perdiendo poco a poco los
amagos de libertades que puedan haber disfrutado en sus vidas en favor de un estrechamiento
cada vez mayor de sus posibilidades vitales. El "islamismo" no es una
opción; es lo "correcto", de la misma forma que "Pakistán",
república islámica, significa en urdu "tierra de pureza" (پاکستان); implica
que los demás no lo son. ¿Quién osa competir con la perfección o actuar contra ella?
No se
puede entender esto sin adentrarse en la letra pequeña de la vida cotidiana.
Desde Occidente estamos acostumbrados a los grandes titulares. Vivimos en una
zona privilegiada del planeta en la que, por mucho que podamos tener nuestras
crisis y discusiones, tenemos una serie de derechos que podemos disfrutar, una
líneas rojas que nadie traspasa porque son "universalmente"
reconocidas. Pronto descubrimos que esa "universalidad" que damos por
descontada es un lujo histórico, el resultado de muchos años de conflictos
hasta llegar a aceptar lo que es el gran logro: la idea de individualidad, de
ciertos derechos que, precisamente por serlo, quedan fuera de la esfera de
discusión e influencia ajena.
Cuando,
más allá de los grandes titulares egipcios, observamos los detalles, ciertas
noticias que algunos pudieran considerar anecdóticas —la niña a la que se le corta
el pelo en el metro, los barbudos que irrumpen en una peluquería de señoras, la
cafetería que comienza a separar por sexo a sus clientes y solo deja sentarse
juntos a los que son familia, la desaparición de ciertas personalidades
progresistas de los libros de Historia, la interrupción de la proyección de una
película durante el vuelo de un avión, las denuncias contra humoristas y
actores..., todos ellos hechos reales—, nos damos cuenta que son acontecimientos
que afectan directamente a la vida de la gente —les ocurren—, son el agua
contaminada de la pecera, que se vuelve asfixiante. Poco a poco te das cuenta
de que te empieza a faltar el oxigeno. Todas esas pequeñas noticias —y cientos
más—son la punta del iceberg de lo que es el fondo social que se va formando.
Más
allá de los titulares económicos, políticos, de las declaraciones rimbombantes,
de las grandes palabras, está la vida de cada día. Desde nuestros derechos
garantizados, nos resulta difícil pensar en estos términos porque los tenemos
interiorizados, los damos por descontado, y estamos en el siguiente nivel de reivindicación
de derechos. Hay zonas "aseguradas", que se nos vuelven transparentes
y dejamos de valorar en sus implicaciones. Los que no las tienen, sí las
valoran porque han de luchar por ellas cada día, en cada esquina.
En este
último año he escuchado muchas historias cotidianas de este tipo de amigos que
iban y venían de Egipto, las he escuchado en vídeo conferencias nocturnas o
llamadas telefónicas para poder explayarse con alguien y dar salida a su
indignación, a su rabia contenida con mayor o menor eficacia. Sus vidas se veían
modificadas no por los decretos sino por acciones directas sobre ellos. La
Revolución la hicieron, entre otras cosas, para garantizarse esas zonas que
mantenían porque el régimen no entraba prácticamente en ellas. A Mubarak le
interesaban otras cosas y creían que el islamismo no iba a entrar en ellas, que
no se podía retroceder en lo que daban por sentado. Ha pasado, por ejemplo, con las leyes referidas a la mujeres
con la excusa de que fue la mujer de Hosni Mubarak quien las promovió. Siempre hay una excusa buena para cambiar lo que no les interesa en cualquier sector.
Para muchos
millones de egipcios, la Revolución significó romper con las ataduras de la
ineficacia e indiferencia del régimen anquilosado, ineficaz y corrupto de Hosni Mubarak. Hablaron de dignidad, la palabra más usada, y de libertad. Los islamistas estaban ahí, agazapados en el fondo de la sociedad, ejerciendo su
influencia callada mediante las costumbres, pero carecían de una fuerza real
para imponerse por otros medios a aquellos que no los aceptaran.
El juego de
carambolas que ha sido la transición, pésimamente dirigida por los militares del régimen de Mubarak, que quisieron convertirse en "alternativa
revolucionaria", tuvo el efecto contrario: instaló en el poder a los
islamistas, les dio las llaves del Estado.
Las
revoluciones, sin articulación real, amorfas, meros deseos en explosión
callejera, caían en manos de los antirrevolucionarios, de los antiliberales, los
únicos organizados por la base: los islamistas. Para ellos no hay más revolución
que la islámica. La moderación no es más que la del calendario, la del ritmo de
transformación. No hay regreso porque se trata de sustituir los derechos
básicos individuales, que no reconocen, por su versión colectiva. El "buen
ciudadano" es el "buen musulmán", que solo necesita una "ley", de las que las demás son reflejo. Si tiene dudas, que pida consejo.
Eso es
lo que ha percibido la gran mayoría del pueblo egipcio y ha mostrado en las
manifestaciones con millones de personas diciendo ¡basta! a la deriva islamista totalitaria del régimen de Morsi. Al
percibir las resistencias sociales y profesionales, mostró su cara más autoritaria
antes de tiempo, sin haberse hecho con el control judicial y demás sectores
estratégicos, como la comunicación o la cultura. Las resistencias mostradas a
la "hermanización" en todos los sectores es lo que ha estallado
finalmente. Morsi y la Hermandad han encontrado más resistencia de la que
pensaban, quizás poseídos por la soberbia faraónica de su líder ocasional, ya
que no era el candidato inicial. Quizá esta circunstancia sirva para explicar
el deseo de protagonismo de Morsi en el proceso. Son los partidos islamistas
los que más le recriminan su prisa, su falta de previsión de la fuerte
contestación social, haberse lanzado sin haber desmontado el Ejército y las Leyes. Pero
Morsi no quería dar tiempo a que la sociedad civil se organizara más allá de
las calles. Y le falló el cálculo.
Tamarod,
con la recogida de 22 millones de firmas — más de siete millones de los 15 que
Morsi consiguió en la urnas— en muy poco tiempo, dio la voz de alarma a los
islamistas y el pistoletazo de salida a los militares, que podían saber ya el
respaldo que tendría su intervención. Una vez más, el Ejército, al que hace
unos meses se pedía que se retirara, vuelve a intervenir y a convertirse en el
elemento decisivo de la vida egipcia.
La idea
clásica de democracia es llevada a sus fronteras, a su límite cuando se
enfrenta con unas fuerzas que no lo son y que no son minoritarias. Los partidos
islamistas no son democráticos por definición; lo pueden decir por mero pragmatismo,
para tener su hueco en el sistema, si es estrictamente necesario.
Eso es
lo que nos muestran los pequeños detalles, las historias de la vida cotidiana,
aquellas que no aparecen en las pantallas ni en los discursos, pero que la
gente vive en su propia piel. Una reacción popular tan masiva como las manifestaciones
en Egipto para la caída de Mursi es difícil de entender de otra manera. Más
allá de la Política, de sus teorías y análisis, está el día a día de la gente
que se ve afectada por su transformación en "poder", poder real sobre sus vidas, que se ven cuestionadas
en sus detalles mínimos.
Las
verdaderas víctimas del islamismo son los que quedan bajo su yugo. La política
de las cosas pequeñas convierte en "dictadores de proximidad" al
vecino que te detiene para decirte si tu vestimenta, comida, palabras o actitudes son
acordes con lo que él tiene en mente y que es, por supuesto, una verdad eterna
y no su opinión; a la maestra que exige que sus alumnas lleven velo en el aula
o las manda a casa esquiladas como ovejas..., da "poder" a un sinfín de personajes que son los brazos
ejecutores reales de una forma autoritaria de vivir.
Al dividir el mundo en "pecadores"
y "virtuosos", esas acciones son gratificantes para quien las realiza,
que se siente guía de la comunidad y a la que presume de proteger. Le llena de
gozo narcisista. Los recriminados pasan, por el contrario, a vivir con el
estigma del señalamiento. Algunos luchan, se rebelan por mantener su derecho a su identidad, a ser ellos mismos y no un reflejo de los otros. Otros, en
cambio, sucumben ante esa presión que les llega por todas las vías, incluidas
las profesionales y familiares. La vida cotidiana, la de las cosas pequeñas, pasa a ser una cárcel o un infierno.
Una
parte muy importante del pueblo egipcio ha reaccionado ante lo que se le venía
encima. Veremos ahora cuál es la salida mejor a este laberinto complicado y
sangriento; si se consigue un estado en el que tu vecino, tu maestro, tu
peluquero o tu taxista no se sientan delegados de un gobierno que no solo te controla
mediante las leyes sino a través de la imposición de lo cotidiano.
[Imagen
inicial: Hanaa El Degham, La pirámide de la crisis (detalle), mural en la calle
Mohamed Mahmoud]
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