Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El agotamiento de la figura de Mohamed Morsi se manifiesta
en varios rasgos mostrados durante su discurso de anoche a la nación, un país que
apenas le escucha, que sigue la inercia de los acontecimientos que su torpeza y
falta de sentido político han causado.
Durante un tiempo, lo partidarios de la Revolución, los que
la llevaron a cabo frente a Hosni Mubarak, sospecharon que los militares y los
islamistas tenían algún tipo de pacto para repartirse el poder y la influencia,
una carrera de zorros compitiendo por llegar los primeros a la meta entre
sonrisas. En el fondo, pensaban algunos, bastaba con dejar a los islamistas
libres con el poder, a su aire, para que destrozaran las expectativas de
libertad del pueblo y el Ejército tuviera que regresar a imponer orden en el caos.
La cadena Al-Jazeera nos mostraba anoche una pantalla dividida
con los partidarios y detractores de Mohamed Morsi a un lado y a otro. La mitad
de la izquierda apareció rotulada como "anti-morsi" y la derecha como
"pro-morsi", una imagen muy representativa de la polarización
nacional. Para mi sorpresa, en un momento en que la cámara se acercó, los
manifestantes del lado de la izquierda, los anti, comenzaron a besar los
carteles con la efigie del Presidente. Mi sorpresa fue mayúscula.
El presidente realizó un brioso discurso en el que se proclamó
como "el guardián de la legitimidad", palabra esta última que ha
debido pronunciar más de un centenar de veces en sus cuarenta y cinco minutos
de intervención, mucho más corta que la del otro día en que dedicó casi tres
horas a atacar a todos. La imagen de egipcios besando su rostro sonriente en las fotografías y pancartas me hizo
temer una conversión masiva del pueblo ante sus argumentos, un milagro morsiano, un nuevo modelo de eficacia
retórica para la historia para unir al clásico discurso de Marco Antonio en el Julio César shakesperiano. Pero, no, es un error de rotulación de
Al-Jazeera que ha etiquetado la manifestación de Nasr City, donde se
manifiestan sus partidarios, como la plaza de Tahrir, el lugar donde se encuentran
sus detractores. Las dos son imágenes de los islamistas, de la misma
manifestación. Los milagros —incluidos los mediáticos— se cotizan caros, y
Morsi necesitaría varios, encadenados, para sobrevivir.
Además de intentar convencer a los demás de su legitimidad, Morsi ha
invocado también la "otra vida". Les ha dicho que esta, la terrenal,
es importante, pero que "también es importante la otra vida". La
invocación de la legitimidad es un argumento defensivo, pero la mención a la "otra
vida" es agresivo y se encuadra en las demás manifestaciones realizadas sobre
el "sacrificio" y la "sangre" que está dispuesto a dar por
la "patria", con la mención expresa a la "guerra civil" y
al "túnel oscuro".
Con la fortísima contestación en su contra y el deterioro
del país, la solución más política por parte de Morsi, si de verdad le
interesara algo el sistema democrático y su patria, hubiera sido la convocatoria de
elecciones anticipadas, haber ganado tiempo y haber tratado de salvar el conjunto
del sistema reduciéndola a una crisis política y no a una puesta a cero de la revolución. Pero a Morsi no le importa el "sistema" sino el "poder", que es lo que ha perdido a la Hermandad, su ambición indecorosa, su desprecio de las reglas ahora invocadas.
Conocedora de lo circunstancial de su acceso al poder, del
conjunto de circunstancias favorables que les colocaron en las manos la posibilidad
de controlarlo todo, decidieron no desaprovecharlo. Morsi nunca ha gobernado
para todos los egipcios, como debería haber hecho teniendo en cuenta el periodo
de transición necesario del antiguo régimen a uno democrático. Le faltó esa
generosidad y visión de futuro. Ha gobernado y legislado, en cambio, invasivamente para poder controlar
cualquier tipo de alternancia en el futuro. Es fácil invocar la constitución
cuando la has hecho tú solo, prescindiendo de los demás, que han tenido que
retirarse ante la imposibilidad de llegar a ningún acuerdo sobre el texto.
Morsi se amparó en los salafistas y demás grupos islamistas
radicales para sacar adelante su constitución y hacer ver que era
"pluralista", que sumaba apoyos. Nada menos cierto. Invocando esa Constitución,
por ejemplo, se dedicó a ejercer la censura con la excusa de que en ella se
recogía la "obligación" del Gobierno de velar por la
"moral" del pueblo egipcio. El uso del contestado Fiscal General —otro
ejemplo— contra los que le llevaban la contraria, incluyendo a los líderes de
la oposición o los organizadores de "Tamarod", que recogían las
firmas, ha sido también otro rasgo más de esa incapacidad político-genética de
entender la democracia, el deseo de libertad, que había sacado al pueblo
egipcio a la calle y derribado al régimen. Podrían multiplicarse los ejemplos
sectarios: la economía, la cultura, la comunicación... Morsi fue elegido
democráticamente pero se comportó como un absolutista, el faraón de las
caricaturas. El decreto de noviembre ampliando sus poderes era un intento de
convertir el país en su feudo, sin voces ni disidencias. Ya le presionaron y lo
tuvo que retirar. Pero siguió porque su objetivo es hacer un Egipto a su
imagen y semejanza, monolítico y beato. Ellos, los Hermanos, son la verdad y el futuro. No hay más.
La petición de elecciones anticipadas, que había hecho
Tamarod con la recogida de 22 millones de firmas por todo el país, no es un "golpe
de estado", pero lo acabará trayendo por su negativa a escuchar y su inoperancia absoluta. Veremos en qué acaba.
Cuando la
oposición social es clamorosa y no arreglas ningún problema, es obligación de
los gobernantes escuchar las voces y alternativas, hacer un esfuerzo honesto, intentar
abrirse a soluciones compartidas que traigan la unidad, porque lo importante es
el bien del país. Pero Morsi solo ofrece diálogo cuando escucha el sonido de
las botas acercándose por el pasillo de su despacho oficial. Dice que se ha
"equivocado mucho". En eso le dan todos la razón. Si hubiera
escuchado a la gente, se habría enterado antes de cuánto lo ha hecho,
desperdiciando una oportunidad histórica para Egipto.
Una vez más, Egipto sigue un camino extraño. En gran medida,
la orfandad de una verdadera clase política, con sentido del Estado y de la
democracia, es la verdadera herencia del régimen anterior, gris y clientelar,
que generó una oposición raquítica a su imagen y semejanza. Por eso el pueblo
supo ver lo que sus dirigentes habituales no estaban interesados en asimilar:
que se les había pasado el turno generacional y que el país necesita de su
mejor capital humano, los jóvenes bien formados, capacitados para enfrentarse a
los retos actuales del país, a moverlo por el mundo más allá de los habituales
colegas de la zona. Egipto tiene, dentro y fuera, una generación de personas brillantes que debe incorporar a la política y a la cultura, que están deseosos de poder ayudar y participar en la reconstrucción de su país, en lo moral, lo económico y lo cultural. Es a ellos a quienes hay que recurrir.
Nada es más difícil para una generación que reconocer que han
perdido el tren de la historia o, peor, que su tren no consiguió arrancar de la
estación.
Morsi no es el guardián de la legitimidad, sino el celador
de Egipto.
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