Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Comencé
ayer a leer el recién publicado curso que Gilles Deleuze ofreció sobre Michel
Foucault en la Universidad de Vincennes entre el 22 de octubre y el 17 de
diciembre de 1985, un año después de la muerte del filósofo y compañero de ideas y disturbios. El primer volumen, que recoge las ocho primeras clases, nos trae la transcripción de lo que allí les dijo a sus alumnos presentes y que ahora
podemos conocer los demás a través de la edición realizada por la editorial
Cactus de Buenos Aires.
En la
primera de las sesiones —la titulada de forma meramente indicativa "Ver y
hablar. Arqueología, archivo y saber"— podemos comprobar la forma que en
Deleuze organizaba la enseñanza, su técnica de trabajo con los alumnos:
Bueno, vamos a comenzar. ¿Qué hora es? Voy a
comenzar siempre a las 10, 10 menos cuarto. No obstante, yo estaré a las 9. Y
quisiera que aquellos que puedan también estén, o al menos aquellos que tengan
que verme. Porque hay muchos que llegan entre las 9 y media y las 10, lo cual
me molesta. De esta manera,, hábilmente doy un giro, ¿comprenden? Quiero decir
que de 9 a 10 menos cuarto será el momento en que más trabajarán. Es decir, el
momento en que, para aquellos que tengan preguntas para hacer sobre lo que
hayamos hecho la vez anterior, se podrán hacer desarrollos, volver sobre tal
punto, etcétera. Después, a las 10 menos cuarto, a las 10, avanzaré.
¿Comprenden? Repito, que quede bien claro: yo estaré aquí a las 9. Ustedes
podrán ser 5, o 10, o 15... Con ellos volveremos sobre la sesión anterior. Se
desarrollará lo que haya que desarrollar, o bien me plantearán preguntas o dirán
algo, dirán que tal cosa no funciona, que hay que volver sobre tal punto, los
que tengan que hacerlo. Después, a partir de las 10 menos cuarto, se hará la
nueva sesión por aproximadamente una hora. Progresaremos, y cada semana
volveremos hacia atrás por un momento. ¡Ay, parecen abatidos...! (14)*
La
reacción final de los alumnos presentes es muy significativa. Ese constante
regreso a lo expuesto les parecería una pérdida de tiempo, un engorro aburrido,
un no salir del agujero circular. ¿Empezar la clase dándole vueltas a lo del
día anterior; volver atrás cada semana? ¿Pero a qué hora comienza la clase "de
verdad"?
Uno de
los grandes problemas de la enseñanza es la diferente percepción que tiene el
que enseña y el que aprende. De la misma forma que se dice que no se suele
entender a los padres hasta que uno tiene hijos, ocurre algo similar en la
enseñanza: nadie se enfrenta de verdad a lo que significa aprender hasta que
tiene delante un grupo de alumnos, hasta que se ve en la tesitura de tener que
enseñar. Y entonces se plantea la diferencia entre el populismo educativo y lo que de verdad significa aprender: luchar contra uno mismo, contra la propia ignorancia. Enseñar es, además, luchar con la ajena, combatirla, tomar al asalto las mentes de otros, atrincheradas, para poder plantar la bandera de una idea, de una duda en su cima. Lo que docente se plantea con sus estrategias es cómo tomar al asalto esa fortaleza bien defendida. No es fácil, pero ninguna lucha merece más la pena.
Deleuze
les plantea un método que va contra los principios básicos del alumno resistente: cree que
entiende inmediatamente. Y lo hace porque padece —como todos— un autoengaño: la
ilusión de la comprensión. Aunque hay diferencias en cuanto a este proceso en
función de las materias, en el campo de las culturales o sociales, la ilusión implica una
falta de profundidad de las cuestiones que se refuerza por la maldita manía de
la simplificación. La misma organización de los saberes escolares la crea y
fomenta. Creamos personas convencidas de que saben.
Deleuze,
por el contrario, trata de instalarlos convenientemente en otra senda de
trabajo: la desconfianza de la simplicidad, la sospecha permanente sobre
nuestra compresión inmediata, que se traduce en la vuelta constante a lo dado
por "sabido". "Dar por sabido" es cerrar, desconectarse de
las posibilidades de algo. Por eso producimos un conocimiento de tan baja
calidad, por muy buenas que sean las notas. Lo que falla es la forma de "comprender"
o "asimilar". Nos quedamos con lo sencillo, con lo plano, la
educación en titulares.
Después
de informales sobre su forma de impartir las clases y lo que espera de ellos,
Deleuze les advierte:
Les lanzo un llamamiento: confíen en el autor
que estudian. ¿Pero qué significa confiar en el autor? Quiere decir lo mismo
que tantear, que proceder por una especie de tanteo. Antes de comprender bien
los problemas que alguien plantea, hace falta... no sé... hace falta rumiar
mucho. (14)
"Rumiar"
es un buen verbo para representar lo que significa un verdadero aprendizaje. Es dar
muchas vueltas a las cosas, exponerlas, criticarlas y seguir dándole vueltas.
Nada que se explique en nuestros textos de "autoayuda educativa" o de
"management del conocimiento". Los alumnos, en el fondo, son vistos como ratones de laboratorio en los que se verifican experimentos anteriores de la tecnocracia educativa buscando el ideal del
conocimiento instantáneo, como las sopas. Se les echan los polvitos del sobre,
se pone el agua caliente, se remueve un poco y, ¡voila!, un joven bien
preparado listo para un mercado laboral inapetente. Aunque los rumiantes nunca han tenido buena prensa metafórica en la enseñanza, el rumiado es necesario, esencial, para la comprensión.
La
carencia de la voluntad de "rumiar" por parte del sistema educativo y
sus diseñadores es notoria, en la busca de la "eficiencia" educativa y el aprovechamiento del tiempo fabril escolar. La
acumulación de materias es tal que ninguna se construye más allá de la
consistencia intelectual de la casa del primer cerdito. El soplo de la duda las
derriba sin remedio; en ocasiones no se llega ni a la duda porque el olvido las hace desaparecer antes. ¿La solución?: no
dude. Como la duda puede surgir de un ambiente en el que las cosas se
cuestionan, el logro más eficaz es —al contrario de lo que Gilles Deleuze les
planteaba— un entorno sólidamente convencido de sus propios logros. Es la
soberbia del conocimiento plano, la arrogancia del que cree que lo que dice es
cierto sencillamente porque nadie le lleva la contraria. Como en esas ruedas de
prensa comprometidas, se prohíben las preguntas; con el comunicado escueto es suficiente. Ya tienen todo lo que necesitaban saber.
Y las
preguntas son la base del saber y, sobre todo, de su actitud. Como saben los modestos poseedores de algún
conocimiento, lo tienen porque fueron más allá de lo que les propusieron que
repitieran, lo tienen porque dudaron y se plantearon preguntas. Deleuze les pide que no se queden con lo primero que piensen, que construyan, que solo creerán saber, un malentendido resultado de la falta de profundidad en la comprensión de los conceptos y relaciones.
La reacción de
los alumnos de Deleuze —¡Ay, parecen abatidos...!— hoy se traduciría en una
denuncia ante alguna inspección por incumplimiento de programa, la solicitud de
devolución del importe de la matrícula del curso o el vacío entre las nueve y
las diez menos cuarto, con la llegada masiva de los alumnos que no tienen dudas,
que solo desean que les cuenten cosas nuevas cada día —como si fuera un
noticiario— para combatir el tedio y la somnolencia de esas primeras horas de
la mañana.
¡A las
nueve para hablar de Foucault! ¿A quién se le ocurre?
* Gilles
Deleuze (2013): El saber. Curso sobre
Foucault (Tomo I) [1985]. Editorial Cactus. Serie Clases. Buenos Aires. 254
pp.
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