Joaquín Mª Aguirre
Dicen que, cuando muera, se irán conmigo los
últimos restos de mi lengua. ¡Qué equivocados están! Hace mucho tiempo que
murieron mis palabras. ¿De qué sirve una lengua, si no tienes con quién
hablarla? Ya solo escribo para mí misma; mis palabras no llegan a ninguna de
las viejas amigas con las que compartía mis sentimientos, consejos y secretos.
Ellas ya no están y las que llegaron ya no necesitan tener su propia lengua.
¡Con qué placer se deslizaba mi pincel sobre las
telas! Cada signo era una pequeña victoria sobre tantos cercos, sobre tantas
barreras que se habían levantado a nuestro alrededor. ¡Cosas de mujeres, decía
mi padre! Nuestra frente casi rozaba el suelo mientras él inspeccionaba
nuestras labores. Contemplaba nuestros hermosos escritos con la seguridad de
que ningún hombre tendría acceso a las palabras que intercambiábamos. “¡Qué
puede decir la nada que pueda interesar a un hombre! La belleza de la idea es
como el viento que lleva el trazo, nos decía, y, vosotras, ¿qué ideas podéis
tener? Vuestros trazos son bellos, pero no pasan de ser formas armoniosas sin
sentido; no son más que el reflejo de vosotras mismas, belleza vacía.” Pero
nosotras hemos sabido rellenar esas líneas con aquello que anida en el fondo de
nuestro corazón.
Nuestra madre nos transmitió esta sabiduría, como
su madre lo había hecho antes con ella. Con discreción, aprendimos la belleza
de estos signos, tan parecidos a los signos prohibidos de ellos, pero ¡tan
distintos! La mano que mueve el pincel se guía con los impulsos que salen del
corazón. Lo que nuestra boca calla, la luz que nuestros ojos no reflejan, se
condensa en el suave deslizarse del pincel.
Durante años nos hemos escrito unas a otras; hemos
intercambiado mensajes en los que nos contábamos nuestra suerte, tan parecida,
porque a sus ojos nada se parece más a una mujer que otra mujer. Unidas por
nuestra condición, somos como sombras que se deslizan silenciosas por sus
vidas; seres muertos que aguardan la llegada de una orden o un deseo –¿hay
diferencia?– para iniciar un discreto movimiento.
Pero cuando llega la noche, las sombras se
disuelven en la negrura que todo lo envuelve y adquieren la libertad de soñar.
Nuestra oscuridad se transmite a la tinta y en esos signos volcamos lo que el
silencio nos quita con su garra afilada.
De vez en cuando, miran recelosos nuestros
escritos, indescifrables para ellos. Están tan seguros de sí mismos que no les
cabe en la cabeza que pudiéramos estar unidas en una gigantesca conspiración,
que nuestros escritos contuvieran los preparativos para una sublevación
general. Nos miran con gesto adusto, y nosotras les devolvemos la
artificialidad de nuestros movimientos programados durante milenios para su tranquilidad.
Quizá les gustaría ver en nosotras algún ligero gesto revelador de lo que
nuestro caparazón esconde, pero ellos son los responsables de que esa concha
exista. ¡Si supieran que solo nos contamos nuestras desgracias! ¡Que nos
limitamos a transmitirnos los consejos que nos permiten hacer de nuestra vida
algo más llevadero!
Vivimos con el ritmo de la luna y de las
estaciones, fijas en el firmamento, imperturbables ante lo que acontece en un
universo que se nos ha negado, volcadas hacia adentro, amasando nuestra
desgracia milenaria, desde que el mundo fue creado, como un pan que servimos en
la comida de cada día. Cuando reparto el pan, siento que resquebrajo la
sustancia con la que se forma el dolor, materializado, amasado, cocido y
partido para ser devorado por todos con una sonrisa en los labios.
Ya no puedo escribir los consejos que recibí. Nadie
los entendería. El viejo saber ha sido olvidado y hemos perdido el placer
secreto de contar nuestras desgracias y los remedios que actúan como bálsamos. Pero
las heridas no se han cerrado; siguen reabriéndose y son cubiertas con una fina
capa de polvo de arroz para hacer creer que de sol a sol, día tras día, nada
cambia. Casi centenaria, próxima la hora de mi muerte, descubro el único placer
del que he gozado realmente, el único auténticamente mío, auténticamente
nuestro, el de poder contar, el de poder dar hermosa forma a mi desgracia.
Porque al placer de dar forma, se añadía el de saber que, escribiera lo que
escribiera, estaba reflejando un dolor hermano, que lo que yo sentía era
acogido en la balsámica forma que habíamos creado entre nosotras, nuestra
lengua del silencio, nuestra lengua del dolor.
Hubo un tiempo en el que llegué a creer que todas
éramos la misma mano dibujando los trazos sobre la tela. Las noticias que me
llegaban del otro extremo del país eran tan similares a las que yo enviaba que
pensé que mis propias cartas me eran devueltas. Pero las ligeras variantes del
dolor que nos envuelve deshacía la ilusión. No, ellas estaban allí, al otro lado,
esparcidas por todos los lugares, tomando sus pinceles al caer el manto de la
noche, bajo las estrellas que nos miran con frialdad e indiferencia. Os quiero,
hermanas; os quiero como me quiero a mí misma, porque somos la misma carne
doliente que guía el pincel, un coro doloroso que gesticula en silencio.
No soy la última, pero soy la última que puede
decirlo así, en nuestra propia lengua, la que todas comprendíamos y solo
nosotras. Pero mi mano seguirá activa hasta el momento en que me reúna con
todas vosotras, mis hermanas, disuelta en las ondas que rompen la quietud del
estanque.
(c) Joaquín Mª Aguirre 2006/2012. Este relato forma parte de la obra 14 cuentos náufragos. Col. Singulares. Ed. Literaturas Com Libros, Madrid, 2006,
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