Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En estos días se habla mucho de la universidad, aunque hay que explicar inmediatamente que se repite con ligereas variantes lo que toca decir cada año de la selectividad, una serie de tópicos sobre el examen, las salidas de las carreras que se estudian, el ranking de las universidades y poco más.
Nada se habla en cambio de la profunda crisis en la que se encuentra y de la pobre percepción que una sociedad cada vez más trivializada, de empleos más devaluados y, sobre todo, con una mínima valoración de lo que es la cultura y su encarnación en la persona.
Basta darse un paseo diario por lo que los medios nos ofrecen, el tipo de discurso circular y promocional, para entender esa trivialidad galopante y el tipo de persona que fabrica y necesita para mantener el sistema.
La universidad (a la que alguien llamó hace tiempo "fábrica de parados") se ha visto sometida a unos procesos de degradación en los que los mismos que acuden a ella lo hacen sin saber qué hacen, sin una finalidad precisa más allá de lo estrictamente laboral, un campo que se ve frustrado por la baja calidad de la oferta de empleo, lo que ha llevado a una perversión más: todo aquello que no vale para el empleo sobra. Las carreras quedan reducidas así al aprendizaje de lo técnico, siendo lo demás percibido como sobrante, incluso molesto. Se ha perdido una comprensión más amplia de lo que significa ser universitario, una palabra que durante un tiempo significó algo más que la mera profesión.
Me contaban hace unos días las burlas en su trabajo hacia una persona por el hecho de estar haciendo un doctorado. Lo que hasta no hace mucho habría supuesto respeto y hasta ánimo y apoyo, se había convertido en desprecio y burla. ¿Para qué te sirve "eso"?
No podemos considerar este problema valorativo como general y, más bien al contrario; un fenómeno que tiene ya rasgos específicos españoles. Forma parte del resultado de un deterioro cultural que se ha ido ampliando, dejando campo libre al mercantilismo y al desprecio hacia todo lo que no sea rentable.
Al conflicto que tenemos en los medios entre universidades públicas y privadas, se superpone otro más claro entre pragmatismo y cultura, en el cual esta última lleva las de perder. Carecemos de modelos intelectuales (palabra que hay que evitar) y de focos de interés culturales. Es más, la misma "industria cultural" se ha dividido en dos: la que resiste y trata de ser independiente manteniendo cierta luz cultural y la industria que ha copiado los modos de las empresas en su forma de competir fabricando lo que el público demanda y contribuyendo al embrutecimiento general. Se trata de hacer dinero y poco más.
Que la universidad debiera ser un centro de cultura, de formación de un tipo de personas preocupadas por la cultura y su extensión más allá de los límites actuales, debería ser evidente. Pero desgraciadamente no es así.
Las falsificaciones de títulos universitarios por parte de algunos políticos para engrosar el pobre currículo personal que cuelgan en sus páginas web son un ejemplo de ese cambio en el sentido del estudio y la formación.
Las universidades, más allá de sus estudios en cada Facultad, aportaban un clima, un entorno cultural que se iba absorbiendo durante la estancia. Muchas veces, este clima era tan importante como los propios estudios, pues aportaba algo que hoy es casi inexistente: el deseo de saber más, de aprender nuevas cosas, de descubrir nuevos campos y fronteras. Hoy esto ha desaparecido prácticamente y hasta llegar a producir rechazo.
Todavía queda alumnado con ganas de ser sorprendido; todavía quedan docentes con ganas de compartir en actos que quedan fuera de la valoración de las agencias, con ganas de disfrutar enseñando, recomendando lecturas, creando seminarios, etc. Pero no son muchos y son muchas veces sus compañeros quienes les recomiendan no perder tiempo ni energía en estas cosas.



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