Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Descubro
con horror que el estupendo libro de David Lyon "Postmodernidad" (Libro
de bolsillo - Alianza 1996, 1997) ha desaparecido del mapa editorial. En estos
tiempos de comienzo de cursos de grados y postgrados, un librito como este,
lleno de observaciones al paso de un recorrido fluido por nuestro tiempo, es el medio ideal para
situar a los alumnos en el centro de los debates y conspiraciones filosóficas
que nos atenazan. De nada le ha valido ser el número 1.789 de la colección
"El libro de bolsillo", año de la *toma de la Bastilla". Era un librito
pequeño que no se metía con nadie.
Voy al
librero de la Facultad a que me mire en su base de datos si mi búsqueda virtual
infructuosa por las grandes librerías, que nos ofrecen sus catálogos
automatizados, se confirma. Y así lo hace: está descatalogado. ¡A la fosa común! Mi sorpresa —no debería ser ya
así— es mayúscula e irritada. Comienzo a despotricar sobre editores y
editoriales. ¡Luego se quejan y se rasgan las vestiduras y le echan la culpa al
IVA y no a sé qué más!, digo. Otro libro desparecido.
Lo
cierto es que nada hay más nefasto que esta política editorial nuestra, que
sacrifica la diversidad intelectual al imperio del rodillo llamado bestseller, esa alfalfa meliflua. ¡Con
la sarta de estupideces encuadernadas con las que nos seducen cada día!
Dice
Lyon —siguiendo a Bauman— en la obra sacrificada al gordo y seboso dios del consumo:
La conducta del consumidor se convierte en el
centro moral y cognitivo de la vida —consumir es un deber placentero—, la forma
en que las personas se integran en la sociedad y el nexo de una gestión del
sistema. (144)
Placentero
y narcótico, sí, pero ¿qué consumir? La cuestión no es tanto que se consuma, sino
qué constituye ese consumo. ¿Matarratas o
caviar?, diríamos. En el caso de la cultura, el consumo pasa por el
entontecimiento progresivo de los consumidores. Efecto y causa se intercambian
en un bucle infernal: cuanto más tonto me vuelvo, más tonterías demando. Solo
los que logran tener un sistema educativo fuerte, con un profesorado competente
y resistente, que se ate firme frente a los cantos de sirenas banales, y logre
guiar a los alumnos por los mares formativos, pueden llegar a un consumo productivo para el que consume y no para
el que nos hace consumir. ¿Nadie ha hablado todavía de especulación, de burbujas
culturales?
La
desaparición de un librito como el de David Lyon frente a la proliferación de
voluminosas obras, auténticos monumentos a la obesidad morbosa cultural, en las
que apenas se dice nada y lo que se ha podido decir no es más que la eterna
repetición de lo dicho, es parte del drama cultural en que vivimos. Nuestro
mundo se centra en el deporte, la gastronomía, el turismo de playa e interior, los
tatuajes y piercings, la cervecita y
pasear una maleta los fines de semana y puentes de guardar. ¿Para qué más? Hay
libros raros, como hay enfermedades raras de las que los imperios
farmacéuticos tampoco se ocupan. ¿Por qué no lee lo que todo el mundo?
Leemos
lo que nos ordenan reivindicando nuestra libertad de hacer lo que nos dicen al
convencernos de que hacemos algo que nos sirve para identificarnos con los
demás mientras no dejamos de ser nosotros mismos. ¿Les parece un galimatías?
Será porque lo es. Pero al que hace cola para conseguir su ejemplar firmado por
su autor favorito eso no le importa.
¿Sabemos
lo que nos puede costar —educativamente hablando— recuperar los niveles perdidos? Se habla de lo que
costará recuperar los niveles de empleo, ¿pero y los educativos? ¿Cómo se
recupera una generación a la que han dejado de interesarle muchas cosas por
falta de estímulo, por dejadez consumista? Nos hemos convencido que las cosas
demasiado serias no "interesan", que no se venden, que no se piden.
¡Terrible falacia! ¡Nos han vuelto idiotas delante de nuestras narices! Y les
ha funcionado. Antes la conspiración oscurantista era que no leyeras; ahora que leas trivialidades. Y cuantas más mejor, hasta desarrollar ese sentido del deber placentero.
El dios
de la facilidad reina entre nosotros. Leer ciertas cosas hace cosquillitas en
la nariz. ¡Las profecías postmodernas se han cumplido —¡Baudrillard, Benjamin,
Debord...!— y las primeras víctimas han sido los libros sobre la Postmodernidad,
como el de David Lyon!
Me
estremezco como si la tumba de Ligeia crujiera de nuevo al abrir el librito
asesinado por su padre padrone y leer
el último párrafo, el cierre de la obra:
En el pasado se afirmó confiadamente la idea
de que el futuro está en manos de los seres humanos. Así la arrogancia moderna
rechazó lo divino y puso toda la esperanza en los recursos humanos. Hoy, lo
humano está siendo descentrado y desplazado a su vez, y una vez más parece que
las riendas del futuro no están en manos de nadie. Mientras que esto abre la
puerta a todo tipo de especulaciones, desde el juego de poder de Foucault a la
Era de Acuario, también hace más plausible la posibilidad de que la providencia
no fuera después de todo una idea tan mala. Los apocalípticos postmodernos
quizá tengan que dejar espacio a una visión de una tierra nueva-renovada, ese
antiguo agente del cambio social, y a la idea primigenia del juicio final.
Nietzsche se revolvería en su tumba. (152)*
La
verdad, no sé que han hecho con mi futuro; me lo han birlado. ¡Malditos
trileros! Muy mal tienen que estar las cosas, querido Lyon, si hay que clamar
por el regreso de la "providencia" como mal menor, y tirar de juicio final. Efectivamente, Nietzsche
se revolvería en su tumba. Pero eso, con dejar de editarlo, se soluciona. ¿Cómo
hay que ir vestido al juicio final?
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