Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
La
película de David Fincher que se estrenó hoy en España, "Perdida" (Gone
girl 2014) es una poderosa metáfora que ilumina la oscuridad de la que nace.
Esto suele ser característico del cine de Fincher, un director con personalidad
y visión del mundo, algo que no siempre es posible alcanzar por muchos que lo
intenten.
No
tenía película elegida para el fin de semana y después de comer, antes de ir al cine, me tomé un
descanso reestrenándome "Los 39 escalones", una película de Alfred
Hitchcock del año 1935 que tiene mucho que ver con lo que Fincher quiere
contarnos. No en vano en la entrevista rápida con Fincher que el diario El País
nos trae de cara al estreno el maestro del cine sale varias veces y llena la
primera línea del crítico Carlos Boyero en el mismo diario.
Como a Hitchcock le
gustaba, nada es lo que parece y, sin embargo nos guiamos apasionadamente por
lo que vemos. Probablemente nadie comprendió mejor que Hitchcock que no nos
debemos fiar de lo que vemos. Nos dicen los neurocientíficos que somos animales
visuales, como otros lo son olfativos y otros acústicos. Nuestra realidad se
forma a través de nuestros ojos. No es extraño que Hitchcock poblara su universo de
involuntarios y manipulados testigos, de falsos culpables y de sonrientes y bien educados asesinos. Nada es lo que vemos y cuanto más queremos ver más nos engañamos.
La película Los 39
escalones está llena de personas que no creen a otros y de personas que se
dejan seducir por las convincentes apariencias. Como el lechero que no ayuda al
protagonista cuando le cuenta que hay una mujer muerta en el primer piso y que los
dos asesinos esperan fuera, pero le creerá si le dice que arriba está su amante
y que se trata de burlar al marido. O ese momento sublime en el que Robert
Donat interviene como orador en un mitin del que no sabe ni para qué es pero
sale vitoreado por los asistentes que se han dejado seducir por un discurso
simpático, animoso y meramente circunstancial.¡ Es tan fácil hacer que otros nos crean! ¡Y tan difícil llegar a la verdad de algo!
Como en
las películas de Hitchcock, en la de David Fincher hay que asumir el papel de
seducido, de engañado para poder verse después desengañado. Fincher habla de Vértigo,
la obra maestra que contiene esa teoría implícita del cine y del ser social,
una antropología de la mirada que es una sociología del engaño. Es nuestro tiempo el que ha convertido en un clásico profético Vértigo. Hemos ido directamente hacia la profecía mediática del la apariencia y el engaño, la sociedad del espectáculo, los seres teatrales. El fenómeno le ganó por la mano a la esencia.
En
1935, la sociedad no había llegado todavía a ser una sociedad mediática, aunque
está en camino. Apenas unos cuantos años de cine sonoro, la edad de oro de la radio y
la prensa como forma de opinión y evidencia más veterana. Pero Fincher ya vive
en un mundo plenamente mediático en
el que se han superpuestos capas de apariencia desde la oscuridad del
pensamiento, la intimidad con otros, la representación en el grupo y la
conversión en espectáculo mediático, la última fase.
No es
casual, creo que David Fincher haya realizado una película como Zodiac o, sobre todo, La red social. Fincher tiene la edad
adecuada, 52 años. Lo justo para poder percibir críticamente un mundo que le seduce críticamente; que no se vuelve
para él herramienta, sino materia de observación y análisis, algo que la
generación posterior tiene más complicado y la siguiente casi imposible por
estar inmerso en él.
La
proliferación de películas construidas desde un presunto realismo subjetivista
(Rec, Monstruoso, etc.), tomado de teléfonos, vídeos domésticos, cámaras
de cajeros, cámaras de vigilancia de edificios o tráfico, etc., nos dan cuenta
de un mundo vigilado, pero no de la transformación de todos nosotros en actores
instintivos ante una mirada constante que impide cualquier naturalidad y ante
la que —como Hitchcock anticipó— se actúa permanentemente y los triunfadores
son los que saber ser vistos para conseguir sus fines.
Cuanto
más miramos, más se nos hace ver; cuanto más vemos, más somos engañados. En un
mundo rodeado de cámaras, solo quien finge, el fotogénico, el rey del selfie, es
capaz de sobrevivir convertido en consumo de los simples mirones que ansían
la gloria de mirar. Quien logra controlar su imagen es el rey del mundo.
Somos
adictos de la mirada y por esa adicción se nos manipula ofreciéndonos lo que esperamos
ver. Eso afecta a las fotos robadas a las famosas en su "nubes" o las
fotos de las decapitaciones del los monstruos del Estado Islámico. La mirada
se ha pervertido; la imagen se ha convertido en mercancía y en preciado tesoro
que robar o laborioso artificio que construir. Hay actos de imagen como hay actos de habla. Hay que teorizarlos antes de que las imágenes nos engullan sin remedio, como en la ducha de Psicosis.
La
película de David Fincher es de un simbolismo realista; fábula sin zorras ni
uvas, sino con seres fantasmales cuyas apariencias nos sirven para experimentar
sentimientos, sentirnos vivos en un mundo a la vez emocional y mecánico. Nos
hace experimentar el proceso para que entendamos desde dentro lo que no ha
resultado tan claro evaluar desde fuera.
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