Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Los
detalles que los periódicos nos ofrecen de los gastos de las llamadas "tarjetas
opacas" contribuyen al clima general de desapego hacia una clase política,
en sentido amplio, ya que incluye a sindicatos y patronales. Las cantidades que
se barajan, mayores o menores, son un insulto al país al completo, un país que
no acaba de salir de la crisis entre otras cosas porque los responsables de
esta desvergüenza son las personas que debían evitarla.
Es un hecho:
hemos llenado el país de ineptos, muchos de ellos delincuentes.
La
excusas del siempre se hizo así, no sabía
que estaba mal, me dijeron que era legal, etc. nos hacen sonrojar por la
vergüenza. Son personas que no han tenido el más mínimo reparo en lucrarse
aunque la institución en la que estaban se hundiera.
Además
de la ira hacia las personas, el deseo de que se haga justicia rápida y
ejemplar, necesitamos como país una catarsis que nos permita la purga del
organismo. Si no lo hacemos, corremos el riesgo de que se enquiste el despego
social y que no veamos más instituciones que nosotros mismos. Es necesario que
se produzca la purga para poder empezar a reconstruir nuestra propia moral,
aquella que nos permita construir un futuro estable para la próxima generación,
que dejemos algo más que cadáveres y ruinas a nuestro paso. Y no me refiero a
lo económico, sino a las reglas del juego.
Como si
fuera la luz de las estrellas, lo que se nos está poniendo ante los ojos es
parte de nuestro pasado que se destapa ahora en el presente. Es urgente tomar
de nuevo las iniciativas para poder afrontar el futuro que verán los que
lleguen después. Tenemos que sobreponernos a nosotros mismos, a nuestra
ceguera, la que ha permitido el despilfarro, la rapiña y la desvergüenza, para
evitar que la siguiente generación se encuentre en el mismo brete.
Nuestro
desengaño tiene un límite: nuestra obligación de construir algo mejor de lo que
vemos. Pero esto no puede hacerse en el clima de confrontación constante en el
que vivimos sino mediante acuerdos reales, honestos y duraderos para eliminar
lo que resta y evitar que se repita.
Todo
esto tiene que tener una respuesta desde las instancias de la sociedad que
tengan la voluntad de cambio. En España existe una palabra con tradición:
"regeneración". Se repite cada cierto tiempo y unas veces funciona mejor
que otras, pero siempre salta como una necesidad imperiosa. Tenemos que descontaminarnos cuanto antes.
Una
parte de España funciona, pero otra está en manos de ineptos cuya única función
durante décadas ha sido trepar por las administraciones a través de los
partidos, que son el foco de colocación más importante. Lo han hecho también por
patronales y sindicatos, cuyas cúpulas se han ido llenado de personajes
ambiciosos, capaces de prometer y ganar apoyos, creadores de camarillas cuyas
fidelidades se lograban mediante la ampliación de la rapiña. No son los únicos.
Los
escándalos económicos se suceden y el de las tarjetas opacas ha mostrado el
panorama en su conjunto: partidos, patronal y sindicatos. Todos ellos estaban
allí para velar por los intereses de los ciudadanos. Todos ellos se
consideraron con derecho a cargar sus gastos personales a los ciudadanos, que
debíamos pagar sus lujos y vicios. En algún lugar de sus mentes debe haber una
explicación, un punto en el que doblegaron sus conciencias para seguir
moviéndose con su apariencia virtuosa, mandando como líderes mensajes de calma
y eficacia. Ellos contribuían al hundimiento de sus instituciones, en las que
evidentemente solo estaban para lucrarse.
La suma
de casos abruma a cualquiera. Ver las primeras páginas de los periódicos es un
ejercicio deprimente. En todas ellas lo que se percibe es un mismo estado:
dejación. Una sociedad moderna controla sus procesos para conseguir eficacia;
una sociedad honesta procura separar a aquellos que no le merecen confianza o
la han traicionado por el bien del conjunto. Nada de eso se ha hecho.
Por el
contrario, todo esto se ha visto favorecido por un clima de confrontación que
hacía que se viera la viga solo en ojo ajeno. Los cálculos electoralistas del
coste de los escándalos han podido más que la separación traumática y ejemplar
de los miembros corruptos de las organizaciones. Eso las ha gangrenado y
restado credibilidad. Hoy merecen desconfianza y repulsa, la desafección de la
que tanto se habla.
Hay
políticos honestos, empresarios ejemplares y sindicalistas que se dejan la piel
por sus compañeros. Benditos sean. Por esa honestidad no ha servido de nada
porque la desvergüenza de los demás la ha empañado. Necesitamos urgentemente
poder confiar en las instituciones y hacerlo es confiar en las personas que
están al frente. Este rosario constante de imputaciones de las cabezas visibles
debe servirnos de revulsivo.
"Dejación"
es el mal que hace que nos desentendamos de lo que ocurre por debajo y por
encima de nosotros. La dejación es el "no es mi problema" como un
lema en la vida. Y una sociedad solo progresa si hace suyos los problemas del
conjunto. Un conjunto de egoísmos no hace funcionar nada, por más que algunos ultraliberales consentidos lo puedan
repetir de vez en cuando. Una sociedad avanza cuando es consciente de sus
debilidades y no las ve como oportunidades de pelotazos y especulaciones, sino
como compromisos de mejora.
La
dejación es también colocar correligionarios ineptos en los puestos de la administración;
hacer que estemos gobernados por inútiles vanidosos, cuya única obsesión son
los metros cuadrados de sus despachos, los coches y retratos oficiales.
Necesitamos personas eficaces y discretas, que las tertulias radiofónicas y
televisivas dejen de ser el semillero de la política y pasen a serlo los número uno de las oposiciones en cada
sector. Los amigos para el mús. Hay
que dejar de preguntarse "¿a quién tenemos en el partido?" y
preguntarse "¿quién es el mejor?".
La
politización buscada por los partidos de todas las instancias civiles ha sido
una epidemia de la que hay que empezar a curarse. Del rectorado de una
universidad a la dirección de un hospital, los partidos han enseñado que solo
se prospera si se está con ellos. Eso ha actuado como un filtro negativo y
sectario. Las crisis se suceden y sirven para revelar la incompetencia. No
necesitamos mencionar ejemplos. Los vivimos cada día. Es en los detalles en
donde nos damos cuenta de esa dejación, como que unos trajes protectores no
sean impermeables, por ejemplo. Después recogemos el largo historial de avisos,
reclamaciones, denuncias, etc. que no sirvieron para nada porque todo llega
hasta el nivel en que se para, allí donde se encuentra el que sobrevive gracias
a no crear problemas. Y la historia se repite una y otra vez.
El
desánimo no puede ganarnos. Hace falta recuperar la ilusión de hacer y trabajar
no para ganar más dinero, sino para ganar autoestima, la que perdemos cada día
con los mazazos que los llegan. Hay que ganar en responsabilidad y en
compromiso, en supervisión atenta de lo que hacemos y otros hacen en nuestro
nombre. Debemos comenzar a entender que, sí, todo es problema nuestro porque
todo nos acaba llegando, volviéndose contra nosotros si no se corta a tiempo.
Necesitamos
una idea de país, de comunidad, sentir que tiene sentido. Nada de palabrería:
ideas y hechos. Menos "marca" y más ejemplo. Todas nuestras crisis son una. Vemos variantes —sanitarias, económicas, educativas...—, pero todas tienen un mismo origen. Son manifestaciones del principio común de la dejación que nos dejan en evidencia. Cada nuevo problema es un muestrario de lo que teníamos que haber hecho. Y que no se hizo.
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