Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
El
cambio de los tiempos se hace visible hasta en los pequeños detalles. Nos
ofrece el diario ABC información sobre quién fue la primera persona que realizó
una llamada desde un teléfono móvil. Fue Martin Cooper, ingeniero de Motorola,
hace cuarenta años. Lo hizo a un colega de la competencia para darle a entender
que le habían ganado la partida. Todo un detalle, un "te fastidias"
en toda regla. Uno se pone en el lugar de Cooper, con un invento revolucionario
en las manos —un gran momento para la humanidad, que verá disminuido su dinero
disponible para otras cosas por la aparición de nuevas facturas—, y se plantea a
quién le habría hecho esa llamada. Algunos pensarán que fue una forma de
hacerle un favor, que no se molestará y se dedicara a investigar otras cosas,
pero creo que fueron las ganas de fastidiar las que prevalecieron en aquel momento histórico. Nos cuenta ABC:
Paseando por las calles de Manhattan llamó al
teléfono fijo de Joel Engel, un colega de la empresa competidora, para hacerle
saber que había conseguido lo que ambos ansiaban. «No le hizo mucha gracia»,
llegó a decir.*
¡Pues
qué gracia le iba a hacer! ¿Qué esperaba Cooper? Así son las compañías en competencia, además de ganarte se mofan, como el que hace una peineta tras un adelantamiento en carretera.
El contraste lo encontramos
con el inventor del teléfono "inmóvil", que también nos recuerda el
diario ABC. Antonio Meucci, el ignorado durante décadas inventor del teléfono, «había
ideado un aparato que le permitía comunicarse con su mujer, afectada de
reumatismo, mientras ella se encontraba un piso arriba de su domicilio.»* ¡Qué
tiempos! La diferencia motivacional entre Cooper y Meucci nos marca una gran
distancia. Meucci no tuvo que plantearse a quién le hacía la primera llamada
porque evidentemente la hizo al piso de arriba, a su esposa enferma. Era un
invento amoroso y en exclusiva, al menos en su prototipo. Él lo llamó "teletrófono". Meucci, un gran hombre, que había sido encarcelado varias veces en Italia por su apoyo a los
movimientos de unificación, acabó en La Habana y de ahí en Nueva York, con una
fábrica de velas. Inventó su "teletrófono" para hablar con su mujer pero no tenía
dinero para patentarlo. Luego sigue una oscura historia de cómo los que sí tienen
dinero —como siempre— se lo apuntan, como hizo Alexander Graham Bell. No fue
hasta 2002 que los Estados Unidos reconocieron el pirateo de Bell —que de haber
tenido competencia, también la hubiera llamado para fastidiar— y aceptaron reconocer a Meucci como el
inventor del teléfono.
La
actitud de la gente ante el teléfono móvil es ambigua, muchas veces hipócrita.
Mucha gente dice ser su esclavo, pero no lo sueltan. Hay signos claros de
dependencia. Existen alucinaciones específicas provocadas por el deseo de ser
llamado consistentes en que notas vibraciones aunque no te llamen o crees
escuchar su sonido aunque esté en silencio. También depende de las edades, nos
dicen. Pero pasados cuarenta años desde la primera llamada, ya tenemos adictos
de todas las edades.
Antes
se castigaba a los niños a no ver la televisión; ahora se les quita el móvil,
un castigo casi sádico. Cuando viajas en el metro o tren, la mitad de la gente
mira fijamente sus móviles; unos están chateando, otros hablando y otros
reventando burbujitas o similares; algunos, los que tienen móviles con sensores
de movimiento, realizan extrañas danzas.
Muchos
colegios prohíben que los niños lleven móviles a clase. Los alumnos esconden
una de sus manos bajo las mesas porque son incapaces de desconectar sus teléfonos
en las aulas; les resulta complicado separarse de aquellos que no tienen nada
que hacer —y son muchos— al otro lado de la pantalla. Acabaremos poniendo una
cesta en la entrada del aula para que depositen sus teléfonos al entrar y los
recojan al salir, como en las reuniones de la Mafia o en la sesiones del
cónclave papal. Habrá que hacer como el juez que en enero le echó una bronca a
Isabel Pantoja al comienzo de la sesión. «¿Yooooo?», dijo la
tonadillera cruzando ambas manos sobre su pecho en gesto dramático. «Sí, usted, señora Pantoja», le dijo crudamente el juez del llamado "caso
blanqueo" de la Operación Malaya, que no sé si es por Malasia o por
"Malaya mi suerte", aquella de "Malaya suerte, maldito valor /
álzame la frente y esconde mi dolor". Isabel Pantoja no alzó la frente,
como recomendaba la canción, sino que ocultó su cara con gesto de "¡Señor,
Señor!". Y es que el móvil, de alguna forma, nos infantiliza y nos tienen que regañar recordándonos continuamente dónde se puede o no hablar, dónde se debe tener apagado.
Recuerdo la primera vez que vi a alguien llamando en
plena calle. Lo hacía de forma ostentosa desde la puerta de un gimnasio para
ejecutivos. Tecnología costosa en cuerpo sano. Como eran tan grandes entonces,
¡como para no verlos! También recuerdo el que pudiera ser el primer accidente
provocado por un móvil. Una persona que iba hablando por el móvil se cayó en
una alcantarilla que estaba abierta. Me pareció una versión moderna y
tecnológica de la caída de Tales de Mileto en un agujero por ir pensando demasiado
concentrado y olvidarse del suelo que pisaba. La historia, contada por Platón,
recuerda la risa de la esclava que vio al sabio en el fondo del pozo. Ella, con
su vida sencilla, no se había caído. A Hans Blumenberg le sirvió para
reflexionar sobre los "teóricos" en su La risa de la muchacha tracia.
Para bien y para mal, lo cierto es que los teléfonos
móviles nos han cambiado la vida en todas las dimensiones posibles porque
afectan a un aspecto esencial de la sociedades, las comunicaciones. Ya sea en
el ámbito personal, familiar o profesional, el teléfono móvil está ahí. La
primera llamada de Martin Cooper desde su Motorola abrió una era al cambiar
muchas de las relaciones básicas, redefiniendo nuestros conceptos de intimidad,
disponibilidad y autonomía. Inauguró hasta nuevas formas de mentiras, las de
los que dicen que están en un sitio y están en otros, algo que el teléfono fijo
imposibilitaba. Inauguró una nueva era con pregunta hasta el momento absurda y ahora necesaria: «¿Dónde
estás?»
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