Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
En La ignorancia (2000), de Milan Kundera, uno
de los protagonistas checos, Josef, un emigrado que ha vivido veinte años en Dinamarca,
le pregunta a un antiguo compañero, llamado solo por su inicial N., vinculado
al antiguo régimen comunista, cuando va a visitarlo a su casa en donde vive con
sus hijos y sus familias:
[...] «Dime,
¿sigue siendo este nuestro país?»
Esperaba
oírle algún comentario sarcástico sobre el capitalismo mundial que lo
uniformiza todo, pero N. calla.
—El
imperio soviético se desmoronó porque no podía tener bajo control naciones que
querían ser soberanas. Pero esas naciones son ahora menos soberanas que nunca.
No pueden elegir ni su economía, ni su política exterior, ni siquiera los
eslóganes publicitarios.
—La
soberanía nacional es desde hace mucho tiempo una ilusión —dijo N.
—Pero,
si un país no es independiente y ni siquiera quiere serlo, ¿habrá todavía
alguien dispuesto a morir por él?
—No
quiero que mis hijos estén dispuestos a morir.
—Lo
diré de otra manera: ¿habrá alguien que aún ame a este país? (158-159)
No me
he podido quitar este pasaje de la cabeza mientras veía estos días las
fotografías de jóvenes con grandes pegatinas en sus maletas con la inscripción
"no me voy, me echan". A la relación entre finitud de la vida y apego emocional al mundo, se añade el análisis del vínculo concreto con la propia historia nacional por la que los emigrados se han visto afectados.
La pregunta del texto de Kundera, ese diálogo
entre emigrados y residentes, cada uno con un país distinto en mente, el que se
conserva emocionalmente en el recuerdo y el que se ha ido desmoronando en la
práctica, no es irrelevante; por el contrario, es una cuestión esencial.
Podemos
pensar en nuestra situación actual desde muchas perspectivas, pero ¿cómo lo
perciben los que se van con la sensación de ser expulsados porque nadie en dos
décadas ha sido capaz de solucionar un "problema" que se nos ha
comido como sociedad, que nos ha desmadejado? El personaje de N. le dice a
Josep, señalando hacia el piso de arriba, en el que se encuentran sus hijos: "[...]
ellos ya no piensan como tú." [...] «Están en otra parte.» (158) Ese "otra parte" es ya mental, un distanciamiento, un desapego.
La sensación expresada por N. de que están sujetos a
fuerzas extrañas, de que su destino no está en sus manos, que hagan lo que
hagan son títeres de fuerzas externas, no es muy distinta a la expresada hoy
ante una crisis que nos desborda y ante la que no sabemos bien cómo resistir.
N. ironizará llamando a Josef "patriota" y preguntándole cómo pudo
emigrar. Pero esa es precisamente la clave: Josef es patriota porque emigró, se
exilió; porque pudo construir un espacio emocional con una tierra distante que
ya solo habitaba en su memoria. Por el contrario, la dificultad del patriotismo
reside en amar un país que te lo niega todo, que se muestra incapaz de ofrecerte
algo y que se desmorona ante tus ojos. Es el país imaginario frente al país
real.
Kundera señala que es fácil ser patriota en los
grandes países, como Alemania o Francia, con una historia, con un peso
cultural, pero ¿los checos?, se
pregunta. ¿Se puede? "Los checos
—escribe— amaban a su patria no porque fuera gloriosa, sino porque era desconocida;
no porque fuera grande, sino porque era pequeña y estaba continuamente en
peligro. En ellos el patriotismo era una inmensa compasión por su país."
(143) Hoy, nos viene a decir, ese patriotismo se ha olvidado, no pertenece a
las generaciones que han crecido en medio de la disolución. Son patriotas los
que viven de recuerdos; la realidad actual no lo permite.
No sé qué tipo de "patriotismo" será
posible en un país, como España, que oscila entre el "estado español"
de unos y la "marca España" de otros, al que se le niega el nombre.
No sé qué tipo de apego generará a partir de la ausencia de sueños de futuro y
el olvido y negación del pasado. Decía Renan en su célebre texto sobre qué es
una nación, que no es cuestión de la geografía, la raza o la lengua, señalando
como resumen de sus ideas:
[...] el
hombre no es esclavo ni de su raza, ni de su lengua, ni de su religión, ni de
los cursos de los ríos, ni de la dirección de las cadenas de montañas. Una gran
agregación de hombres, sana de espíritu y cálida de corazón, crea una
conciencia moral que se llama una nación. Mientras esta conciencia moral prueba
su fuerza por los sacrificios que exigen la abdicación del individuo en
provecho de una comunidad, es legítima, tiene el derecho a existir.
Sin esa conciencia moral no es posible avanzar como
nación. Es lo que no han sabido construir; no hemos sabido crear. Es esa
conciencia la que nos hace buscar no solo la riqueza de unos sino la "prosperidad"
del conjunto; la que nos hace desear no solo vender libros, sino ser más "cultos",
etc. Ser mejores, en resumen, en todos los sentidos; superar problemas,
afrontar la historia conjuntamente.
No es ese el sentimiento que tienen los que aburridos
y desesperados hacen las maletas para buscarse un lugar en el que poder
desarrollar lo que aprendieron aquí y no se les ha creado la oportunidad de demostrarlo.
La pregunta final de Kundera es pertinente: «¿habrá alguien que aún ame a este
país?» Quizá, dentro de veinte años, algunos de los que regresen de visita
dialoguen con los que se quedaron en términos parecidos a los de la obra.
—«Dime, ¿sigue siendo este nuestro país?»
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