martes, 23 de abril de 2013

Sobre la experiencia del libro

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El paso del texto por distintas fases de escritura hasta llegar a su impresión definitiva se ha perdido en gran medida por el uso de los ordenadores, que nos ofrecen una versión desde el comienzo próxima a lo que será la impresión final. La llegada de los textos electrónicos, digitalizados, permite contemplar el resultado final casi al completo, perdiéndose la magia de los pasos sucesivos, su progresiva consolidación desde la escritura manual hasta su final encuadernado. 
Como objeto, el libro permite una experiencia doble durante un acto tan peculiar como es la lectura: la material de sostenerlo en nuestras manos y la imaginativa del leer. Este carácter doble del libro, materia e intelecto, marca el acto como un todo en el que se parte de lo tangible, su experiencia como objeto, con sus signos insertados, su disposición, etc., y se llega a la experiencia intelectual, fruto de la actualización de los signos en la mente. Tocamos, vemos e imaginamos.
En la obra Lo bello y lo triste (1965), Yasunari Kawabata nos habla de la experiencia del autor Oki ante sus propios escritos:

Cuando se publicó su primer trabajo en una revista, él había quedado atónito ante la diferencia de efecto entre el manuscrito y la letra impresa. Con el tiempo adquirió experiencia y comenzó a anticipar el efecto de sus palabras en la página impresa. No es que escribiera pensando en ello, pero la brecha entre manuscrito y obra publicada comenzó a desaparecer. Había aprendido a escribir para que sus palabras se publicaran. Hasta los pasajes que parecían tediosos o incoherentes en el manuscrito, resultaban precisos y densos una vez publicados. Quizá esto significara que él había aprendido su oficio. Solía aconsejar lo siguiente  a los escritores noveles: «Tratad de lograr que se publique alguno de vuestros trabajos, en una pequeña revista o algo así. Veréis qué distinto es del manuscrito... Y os sorprenderá comprender lo mucho que se aprende de eso.» (39)*


Cualquiera que haya visto publicado un libro o unas cuantas páginas propias habrá experimentado esa sensación de extrañeza, de orden, que provoca el texto impreso, la "coherencia", la solidez que adquiere ante nuestros ojos lo que no eran antes más que unas hojas. Hoy ya no se dan así a la imprenta —los editores no aceptan ya los textos manuscritos—, por lo que el efecto que experimentaba Oki es menor. El salto de la escritura manual al texto impreso debía causar un auténtico impacto, una sensación de distanciamiento, de incredulidad, que hacía dudar durante unos instantes de la propia autoría.

Pero la experiencia que Kawabata nos relata a través del personaje del autor va más allá en su extrañamiento por el paso de lo escrito manualmente a lo impreso mecánicamente. Nos cuenta del protagonista de la obra:

[...] él siempre había leído La historia de Genji en los menudos tipos de las dediciones modernas, hasta que un día cayó en sus manos un precioso ejemplar impreso con métodos antiguos y el resultado de la lectura fue completamente distinto. ¿Cómo habría impresionado en quienes la leían en aquellos bellísimos manuscritos de la época de la corte de Heian? Mil años atrás, La historia de Genji era una novela moderna. Nunca más se la volvería a leer así, por mucho que hubieran progresado los estudios sobre Genji. Lo mismo ocurría en la poesía del período Heian. Y en cuanto a la literatura posterior, Oki había procurado leer a Saikaku en facsímiles de las ediciones del siglo XVII, no por pedantería sino por un intento por aproximarse todo lo posible a la obra original. Pero leer novelas contemporáneas en facsímiles de los manuscritos era mero esnobismo. Las novelas contemporáneas han sido escritas para ser leídas en tipos de imprenta, no en un manuscrito mecanografiado sin ningún encanto. (39-40)


El "encanto" de la forma se vincula aquí con la experiencia del tiempo, con la distancia. Hoy, nos decía entonces Kawabata, no hay atractivo en la tipografía de la máquina de escribir, un estado intermedio entre la escritura manual y la limpia tipografía de la imprenta. No tiene sentido un facsímil así, de un estado imperfecto.

Si el autor experimentaba la trasposición de su escritura a la letra de molde como un orden, como una solidificación de lo inestable, por el contrario, su experiencia como lector le hace apreciar el valor de los tipos a los que no está acostumbrado, a lo diferente, lo que rompe la monotonía de su propia época. Como lector, se entumece ante la rigidez tipográfica a la que se ha habituado. La novedad le llega de esa belleza que percibe en su rareza original, de la página que surge del pasado. Hoy podemos sentir cierta placer melancólico al escuchar el teclear de una máquina de escribir, un sonido perdido, antes molesto.
Quien produce el libro lo hace para su tiempo; quien lo recibe, lo degusta más llegado de otras épocas, convirtiéndolo en experiencia exótica y particular, personal. Llegará un momento en que estos tipos que hoy no nos estimulan sean considerados fruto de un pasado irremisiblemente perdido, que perciban otros las diferencias que nosotros percibimos como identidad, y puedan experimentar el placer de leerlos como viajeros recién llegados del pasado. Nuestras vulgares ediciones producirán emociones insólitas.
Llegará, sí, un momento en el que la experiencia del roce del papel, del pasar de las páginas, esté tan olvidada que el contacto con el más simple documento nos produzca un inmenso placer.

* Yasunari Kawabata (2009). Lo bello y lo triste. Booklet-Planeta, Barcelona.




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