Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Ha sido en una de esas lecturas con las que cubres los diarios trayectos en el tren, la mejor sala de lectura, la que te permite ir tanteando libros y encontrando cosas en ellos, releer viejos textos que adquieren nuevos sentido pasado el tiempo.
Esta vez ha sucedido leyendo las páginas de presentación de un libro. Me llamó la atención los esfuerzos iniciales por tratar de distanciarse de la forma tradicional de enfocar las humanidades, de ese aislamiento al que las propias clases las someten para evitar que su territorio sea colonizado por otros dentro de esa guerra peligrosa para las mentes receptoras. El objeto de crítica se centraba inicialmente en algo que comparto plenamente, en la conversión en "historia" de las materias, con lo que se establece una distancia con los textos. Desde mi punto de vista, eso impide la formación estética, guiada por el placer de experimentar en uno mismo lo que otros nos cuentan indirectamente.
Entonces
saltó. Son esas palabras que haces tuyas inmediatamente; palabras que sueltas
en momentos cuando tratas de hacer ver qué sentido tiene estar en un aula ante
la apatía de muchos y el interés de unos pocos. No pude resistirme y les leí aquellas
palabras que me habían llamado la atención un par de horas antes en mi trayecto
en tren camino de la facultad:
Nunca deberíamos olvidar la capacidad de
formular preguntas. Aprender y disfrutar es el secreto de una vida plena.
Aprender sin disfrutar nos reseca por dentro, disfrutar sin aprender nos vuelve
estúpidos.*
Durante
años les he repetidos que todas las asignaturas deberían enseñar a pensar y diferir en la bibliografía, una fórmula sencilla
de decirlo. El objetivo está en sus cabezas, en modificar la forma de pensar
con solo un compromiso: que comprendas que aprender no es repetir sino mejorar
cada día, que no hay fórmulas perfectas, resultados definitivos. Que aprender
es un proceso que no se cierra nunca y que hay que disfrutar con ello.
"La
letra con sangre entra" decía el viejo dicho, tantas veces practicado. ¡Cuántas
disciplinas arruinadas por los vanos egos profesorales en los que la dificultad
era artificialmente creada por temor a ser demasiado simples, demasiado comprensibles!
¡Cuánta jerga disfrazada de complejidad! ¡Cuánta vanidad por no ser entendidos!
¡Qué difícil encontrar quien nos diga es "sencillo" en estos tiempos
en que se encuentran retorcidos ejemplos, complicadas teorías que solo sirven
para ponerle tu nombre a una escuela, la máxima gloria alcanzable para
conseguir entrar bajo los arcos ministeriales de la cualificaciones! ¡Salve,
césares del conocimiento!
Hubo un tiempo en que los Moliere de turno daban cuenta de tanta palabrería y erudición. Pero hoy ya no hay sátira, sino consagraciones de la mediocridad perdida en grandes rutinas, de caminos trillados hacia la gloria académica.
La
frase citada es rotunda y clara. Creo que la pondré al inicio de los cursos que
me quedan como un canto del cisne. Solo en encuentros casuales, como me ocurrió
en el regreso a casa, la gente se libera y dice lo que piensan: que están
hartos, que quieren escribir sobre lo que les parece importante y no sobre los
que le parece interesante a otros, que suele ser lo mismo que ellos repiten.
Fue lo que mi compañera, con la que me encontré en la tarde, me dijo antes de seguir
cada uno a nuestro andén del Metro. Muchos piensan igual, pero se encuentran
con el gran lazo al cuello, la estabilidad, algo que ahora se consigue tras
casi dos décadas de penurias y rutinas, de angustias y tensiones en las que el
sistema doma tu deseo de hacer otras cosas más interesantes.
Hay que
unir como sea el aprendizaje y el placer, palabra que parece proscrita del
ámbito del estudio. De esta forma se han generado grandes rechazos y fobias que
tienen consecuencias graves para toda la vida. Ni los políticos ni los que
controlan la economía están demasiado interesados en mentes libres, formadas,
críticas; mentes que se hagan preguntas. Pero es lo que necesitamos como
personas y como sociedad.
Las
palabras, —escritas por Richard David Prechet en marzo de 2007 para el prefacio
de su obra "¿Quién soy yo... y cuántos?" (Ariel)*— son muy claras en su
diagnóstico, en dónde nos llevan a todos, a profesores y alumnos estas formas
de enseñar y de aprender.
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