Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Los periodistas son nuestros ojos, nuestros oídos; a veces, nuestro corazón. Ven por nosotros, escuchan por nosotros y algunos sienten por nosotros para que nosotros sintamos. El buen periodista, la buena periodista siente por nosotros sin que tenga la opción de retirar la mirada. Está obligado a mirar, a comprender lo irracional y tratar de darle sentido. No hay solo una mirada como la que paseamos por la galería de un museo, con cuadros distintos, con temas diferentes, pasando de unos a otros al ritmo que marcan nuestros pasos.
Los
periodistas miran casi siempre lo que nos gustaría no tener que ver. Sacuden
conciencias, erizan cuerpos. Su trabajo es llegar hasta eso que se llama la
"noticia", que es un nombre genérico para muchas cosas simples, divertidas,
triviales, pero también para el horror, la desesperación, la angustia, para el
dolor que se esparce por el mundo. También momentos de alegría, pequeñas sonrisas
como las de esos niños que reciben un pequeño peluche en la frontera con
Rumanía de manos de voluntarios que tratan de distraerlos de horror vivido,
durmiendo entre ruinas, caminando entre muertos, soñando entre bombardeos. La
sonrisa de esos niños que regresan junto a su madre levantando el juguete no es
un recurso del adulto, del que ha perdido la inocencia en la guerra cruel,
desigual, injusta, abusiva. Las madres les sonríen para recibir su alegría que
ha sabido brotar con ese gesto de la entrega. Pero la pequeña sonrisa de quienes
lo ven gracias a esa cámara que lo ha sabido captar es triste; saben qué
significa y cómo se ha destruido un mundo irrecuperable. Nos hablan de lo que
serán esos niños a los que se les ha robado la infancia cruelmente, muchos de
ellos quedarán sin padres, que se quedaron a resistir. No habrá tantos
peluches.
Tampoco
al periodista le cabe ese consuelo. Vive dentro de la burbuja de la guerra
intentando ver y no ver, sentir y evitar sentirse rodeado de esa sensación de
horror, de agobio cuando ya no se tiene donde reposar la mirada. Solo esos
pequeños momentos, esos peluches.
La
cobertura que están haciendo muchos de nuestros medios, especialmente RTVE
entre los españoles, es un esfuerzo del que les va a costar reponerse. Muchos
días viendo la desolación, la huida a lo largo de carreteras con coches
abandonados en las cunetas. Mujeres armadas de maletas, con niños y
adolescentes recorriendo los caminos. Mujeres empujando sillas de ruedas de
ancianos, hombres cargando inválidos sobre sus hombros o en sus brazos,
llevándolos hasta la frontera y regresando a tomar las armas, a defender lo que
queda de sus ciudades de las que saben que saldrán como cadáveres o simplemente
quedarán enterrados entre ruinas.
"Esto
es brutal. He visto muchas cosas", me dice desde el horror. Quedan pocas
horas para el regreso, pero ¿se regresa realmente de una guerra? Quizá la
llevemos encima toda la vida. Es la servidumbre del periodista, es su
resistencia la que queda en juego. Ha de aprender a intentar superar estas
situaciones o al menos a no dejar que le afecten, sea lo que sea lo que esto
quiera decir. ¿Cómo se supera, cómo se olvida una guerra, pasear entre cadáveres,
entrar en una morgue con cuerpos despedazados? ¿Se regresa o una parte queda allí, enterrada, para siempre?
Mañana
tendremos la segunda sesión de nuestro seminario UCM-TEC de Monterrey (México).
Son estudiantes que quieren ser periodistas. Los mexicanos quieren serlo en un
país en el que llevan asesinados siete u ocho en los casi tres meses que
llevamos de año. ¡Hay que tener mucha vocación para asumir una profesión como
esta! Hay de todo en ella, porque es la vida lo que se retrata en todas su
facetas. Para algunos, los terrenos más peligrosos que pisen serán los campos
deportivos; otros informarán de exposiciones, de libros, otros de los parlamentos o de cualquier otro lugar. No hay
espacio que les sea ajeno a los periodistas, pero sí hay muchos que les son
hostiles, peligrosos. Algunos se preguntarán qué se les pasa por la cabeza para
estar allí, viendo dolor, lágrimas, injusticia, brutalidad, sintiéndose incapaces de frenar
la barbarie, solo contándola. Contar ya es mucho, dar testimonio fiel, sacudir conciencias.
No
intentemos encontrar explicación a algo que ellos mismos no se pueden explicar con claridad.
¿Qué saca a una periodista veterana de una cómoda corresponsalía para meterse
en primera línea de la guerra? ¿Qué lleva a una joven periodista, con un
precario contrato, que se renueva o no cada seis meses, a atravesar Europa para
estar junto a los que sufren, junto a los que se lanzan a las carreteras sin saber
muy bien dónde llegarán, qué la lleva a jugarse la vida?
Algunos
mal pensados pensarán que si están allí es porque quieren, una explicación que
no nos dice nada. Es el secreto de una profesión que muchos consideran
narcisista, pero que en muchos casos es justo lo contrario, requiere olvido de uno mismo. Hay que fijarse en
ellas y ellos, aunque no sea protagonismo lo que busquen; fijarse en lo que supone estar
sometido a este horror para contarlo, para que comprendamos o al menos para que
sintamos de cerca el horror de lo incomprensible, del absurdo humano.
He pensado en ello cada día de esta guerra. He pensado en ello desde que escuché "me mandan a Ucrania". No he dejado de pensarlo mientras leía cada crónica que nos llegaba. Intentaba imaginar qué estaba pensando, qué estaba sintiendo ante aquello que nos contaba sobre el pequeño o grande heroísmo humano, sobre la barbarie y la resistencia; me preguntaba qué hay en su mente mientras se sostiene un micro, mientras escribe y revive lo visto.
No será la misma cuando vuelva, no cuando se ha vivido todo esto para contárnoslo. Llevará en su mente todas esas imágenes, todos esos sonidos a lo largo de su vida. Es su trabajo, dirán algunos. Sí, pero hay mucho más. Es lo que el periodista explora en su propia experiencia frente a lo que ve y nos cuenta.
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