Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Hace
tiempo que no nos dan un respiro. Esta España de Puigdemones, de Cifuentes,
de asesinos de niños, mujeres desaparecidas, de cuerpos encontrados, de manadas
cazadoras... Cargamos con el fardo repleto de miserias que ya ni el fútbol, ¡bálsamo
de todo!, alivia. La espalda encorvada
de tanta carga, los riñones doloridos, el alma desmadejada.
Sin
salir de una ya estamos en otra. No pedimos distracciones, entretenimiento;
pedimos soluciones, justicia, cordura, eficacia. Aquellos de los que deberíamos
esperarlo, las instituciones, van cayendo como fichas de dominó en el descrédito,
el cuestionamiento. Unas por su propio peso y otras por los intereses de
quienes gustan de sacudir árboles para recoger los frutos. Ahora le toca a la
justicia.
Una
sentencia preocupante abre otra vía de justa indignación. Es una muestra más de
la divergencia constante entre las instituciones y los ciudadanos, de un estado
de distanciamiento constante que nos lleva a un sentimiento de no pertenencia,
de no reconocerse.
La
sociedad pedía ejemplaridad ante lo que es un fenómeno preocupante y los jueces
no han sabido interpretar el miedo de la sociedad a que se haya abierto un
puerta (otra) a la violencia machista. La semántica siempre es complicada, especialmente en los juicios y hoy tenemos al país manifestándose en las calles, con lógica indignación, pidiendo que se revise la semántica ya que los hechos están claros. Aquí falla el "etiquetado".
Los
jueces han tenido imágenes y relatos, han visto actitudes, planificación, reincidencias.
Y han aplicado unos criterios interpretativos con los que la práctica totalidad
de la población parece discrepar. La palabra que leo entre las opiniones populares
sobre la sentencia es "náusea", con la que se refleja ese sentimiento
visceral que ha provocado.
La
sentencia que ha sacado a cientos de miles de personas a las calles de las
ciudades plantea muchas cuestiones sobre el funcionamiento interpretativo. Como
una obra abierta, se suman las interpretaciones en un tipo de delito que
condena a los violadores o les disculpa. Cada disculpa es, en este tipo de
delitos, un reproche a la víctima: no se
defendió lo suficiente, no gritó lo
que debía, estaba donde no debía estar, su ropa no era la adecuada, bebió más de la cuenta, etc.
Una
sentencia es una señal, un mensaje a la sociedad. Aunque no se pretenda "ejemplar"
sin duda socialmente lo es. Antes se exponía a los criminales públicamente en
las plazas; hoy son las sentencias las que se difunden y las que sirven para
marcar los límites de lo tolerable en
la sociedad. Lo que se sentencia hoy son los límites del día siguiente, aquello
a lo que atenerme, la línea que puedo o no puedo cruzar y el coste de cruzarla. La gente piensa que a la "manada" le ha salido muy barata y a la sociedad muy cara.
Un abogado señalaba hace unos minutos en un programa televisivo algo
importante: cree que los jueces han creído
a su cliente. En lo que han discrepado los magistrados (con un extenso y
controvertido voto particular, absolutorio para los acusados) es en cómo
interpretar lo que tenían delante. Está claro que la distancia entre sus
interpretaciones y las sociales es enorme.
Los más
exquisitos dirán que la gente se deja llevar por las emociones, por los juicios
mediáticos paralelos, etc. que los jueces, en cambio, han de distanciarse y ser
ecuánimes, profesionales, estrictos en el cumplimiento y aplicar sus
conocimientos a la interpretación de los hechos y de las leyes.
Se
señala en el editorial del diario El País de hoy:
La distinción legal, no siempre fácil de
establecer, conduce a la hiriente cuestión de cuánto se tiene que resistir una
persona para evitar ser violada sin jugarse ni la integridad física ni la vida
y para que, al tiempo, se le reconozca como víctima de tan grave asalto a su
libertad sexual y sus agresores no queden impunes. En este caso límite se ha
descartado la violencia, pero la ausencia de intimidación resulta difícil de
comprender. La propia sentencia indica que la joven sintió un “intenso agobio y
desasosiego”, “que le produjo estupor y le hizo adoptar una actitud de
sometimiento y pasividad”. La mera situación, sin mediar amenaza, fue
intimidatoria para la denunciante, sola, en un oscuro portal, rodeada de cinco
tipos corpulentos dispuestos a tener sexo con ella.
Solo los jueces tienen todas las evidencias
del caso, pero esta sentencia indica que quizá no se ha considerado en su justa
medida la intimidación en un caso de agresión sexual; el punto más débil de la
argumentación judicial. En todo caso, este hecho marca un antes y un después y
ha provocado un necesario debate social del que convendría desterrar opiniones
apresuradas y demagógicas. Las mujeres no tienen por qué sentirse menos seguras
por esta sentencia ni los agresores sexuales quedan impunes. La condena
impuesta en primera instancia así lo confirma.*
Desde hace horas, las pantallas se han llenado de juristas, de profesionales del Derecho —abogados, fiscales, jueces, profesores— intentando explicar los sutiles matices en cosas que son interpretaciones sui generis de estados internos, voluntades, miedos, etc. ¿Se debe pensar en ellos los que han de juzgar, cuando se sufre una agresión sexual, medir los gritos, los gestos, etc. ¿"Jolgorio"? Por más que se esmeran todos, nadie acaba de entender que no se considere "intimidación" lo que la mujer sufrió.
La pregunta
sobre la resistencia ante la violencia no es baladí pues, de no enmendarse,
implica que hay que arriesgarse a morir para que se considere una "violación".
Corre tras esto un tufillo a viejos conceptos sobre la virtud y su defensa, de crítica con moralina a resista un poco más y póngalo más fácil para todos.
Lo que
se jugaba la sociedad española era mucho. No es un delito esporádico: es un
riesgo común cada fin de semana, cada fiesta popular, cada día. La metáfora de
la manada no es metáfora; es lo que son. Son depredadores uniformados: músculo, barba recortada y cejas depiladas, pagados de sí mismos, narcisistas, con poco espacio para otra cosa que no sea ego.
Tendremos
que seguir viviendo con nuestros fardos de miserias a los hombros,
arrastrándonos de un escándalo a otro. Es tristeza decepcionada, anhelo de un
rayo de luz que nos dé esperanza de futuro en un país que pesa cada día más en el alma.
Leo una
noticia de septiembre pasado en BBC-Mundo con el titular "La niña uruguaya
de 10 años que filmó su propia violación varias veces para que los adultos le
creyeran":
"Debería avergonzarnos a todos".
Eso dijo la fiscal uruguaya Mariela Núñez
sobre el "muy doloroso" caso que tiene a su cargo: el de una pequeña
que fue abusada por el padre de una amiga.
Lo que hace que este caso sea particularmente
estremecedor y que esté conmocionando a la sociedad uruguaya, es que la niña
"se sometió voluntariamente al abuso para obtener una prueba para que los
adultos creyéramos en ella", según denunció Núñez.**
La
historia es tan clara que vale como monstruosa fábula moral. Habrá
alguien que interprete que la niña se dedicaba a producir películas porno. El
mundo del Derecho es complejo; la vida también. Solo la esperanza en que
alguien nos creerá, que alguien compartirá nuestros dolores y alegrías, que
remediará lo injusto, nos mantiene en pie y juntos. Sin esa creencia volvemos todos a la selva,
al reino de las manadas.
Si
dejamos de creer en nuestras instituciones, en nuestros representantes, recelamos
de nuestra justicia, de nuestra educación... ¿qué nos queda? La situación
demanda cambios urgentes para poder devolver la esperanza, que algo más que la
confianza.
Acaban de anunciar que la fiscalía recurrirá la sentencia y pedirá "violación". Algo es algo. Esperanza, algo que alivie el camino diario con el pesado fardo de España a los hombros.
*
"Polémica sentencia" El País 27/04/2018
https://elpais.com/elpais/2018/04/26/opinion/1524767528_961949.html
**
"La niña uruguaya de 10 años que filmó su propia violación varias veces
para que los adultos le creyeran" BBC-Mundo
http://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-41449459
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