Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
A falta
de razones mejores, el secesionismo nacionalista catalán juega la baza de la
pena universal. Frente a las razones y las leyes, el equipo de Puigdemont juega
la carta de las emociones, es decir, la de las imágenes que conmueven, las de
la violencia absurda tratando de mandar al mundo el emotivo mensaje. Pero las
emociones no le dan la razón, como tampoco se la dan los errores absurdos
cometidos el domingo gracias al "distanciamiento" de los Mozos, cuya
imagen impoluta debía quedar fijada para la posteridad. Incumpliendo su deber,
los Mozos dejaban en manos de las "fuerzas extranjeras de okupación"
la responsabilidad de hacer cumplir las órdenes judiciales. Con ello, ya tenía
lo que Puigdemont necesitaba para inundar el mundo de "sufrimiento".
Su mensaje era inequívoco y pueril, "Cataluña se ha ganado el respeto de
Europa", confundiendo el "respeto" con la "atención".
El
respeto a Cataluña no estaba cuestionado por nadie; sí en cambio su respeto
—más bien falta de él— hacia la legalidad por parte de sus representantes. No otro es el origen de este
conflicto que la desobediencia a las leyes. Por falta de inteligencia y reacción
que se haya producido en cargas policiales y demás situaciones, el origen de la
violencia sigue siendo el mismo: el acto de desobediencia institucional
transferido cobardemente a las calles.
Desde
el principio, el fundamento retórico de todo esto es una enorme falsedad: la
democracia reside en las instituciones catalanas mientras que no lo hace en
las "españolas". Se olvida que todas las instituciones autonómicas
están legitimadas precisamente por el marco establecido en la Constitución
común, la votada por todos. La violencia surge de la desobediencia. ¿Se ha gestionado mal la
respuesta?Sí, pero lo que contestemos no anula el principio básico de la desobediencia
y el desafío desde las instituciones y su traslado a la calle, algo que estaba
previsto desde el principio por los convocantes. Toda su estrategia ante
la indiferencia internacional pasaba por llevar el conflicto a la calle. Por
eso, pese a lo que diga el Sr. Puigdemont, se ha ganado la atención, no el
respeto.
El
hecho es tan insólito en un Estado de Derecho, en una clara democracia como es
la española, que lo que busca en las instituciones europeas se puede volver
contra el señor Puigdemont. Europa, como lo somos todos, somos sensibles a las
imágenes de violencia, que se pueden condenar, pero el origen sigue siendo
ilegal e inadmisible. Se puede pedir la dimisión de quien se quiera, pero no podemos dimitir de las leyes, algo que sí ha hecho la Generalidad. Pidan la cabeza de Rajoy si quieren, pero eso no arregla nada el problema básico. Puede, en cambio, producir una intensificación de la violencia si funciona la pena universal.
Sorprende
(quizá no tanto) la irresponsabilidad de los que quieren sacar tajada de una
situación histórica y dramática, un auténtico desafío trágico para un país y un
pueblo. Nos muestra hasta qué punto la situación creada hoy se ha producido por
la máxima debilidad y la mínima inteligencia políticas. Todo resulta grotesco,
falto de miras, lleno de mala fe.
El
secesionismo catalán tiene que degradar la democracia española para conseguir
unos fines que no tienen nada que ver con la democracia. Es lo que resulta inadmisible
para todos pues es resultado de un pensamiento nacionalista que parte del
principio de desigualdad y de inferioridad del resto de España, clave del
conflicto. El nacionalismo catalán es hijo de sus discursos y estos se han ido
acumulando en un odio creciente conforme España en su conjunto avanzaba hacia
el progreso tras el cese del franquismo y nuestra entrada en Europa. Entonces se
podía justificar a sus ojos la idea de una "Cataluña democrática"
frente a una "España dictatorial", digna de la leyenda negra. "Ellos"
eran los "liberales cultos", "europeos"; los demás, burdos
patanes, hijos de Felipe II y la Inquisición. Durante las décadas de la
democracia española, la "diplomacia catalana" ha estado intentando
sembrar este mensaje por el mundo, creando conflictos institucionales por donde
iban o se asentaban. Ellos eran los modernos frenados por la carga estéril de
España. Los viajes del Sr. Mas por el mundo lo atestiguan.
El paso
de España a la democracia primero y a Europa después les creaba un problema
estratégico en sus discursos ya que la España que les oprimía recibía las
bendiciones democráticas del mundo. Lo que han intentado con este grotesco
referéndum secesionista es volver a sembrar la idea del la España
predemocrática que oprime a un pueblo. Nada más absurdo y contra toda evidencia
y realidad. Es desde las instituciones surgidas de la democracia común desde
donde se viola sus principios pasando por encima de toda legalidad.
La
precipitación de todo esto se produce por la confluencia de factores, de debilidad
y fuerza. Las respuestas que se dan son también desde los apoyos y desde los
enfrentamientos. Es penoso es cuchar las palabras de unos políticos incapaces
de abrir cauces de diálogo para una situación que es una locura histórica y
jurídica.
Mientras
Reino Unido y la Unión Europa no alcanzan a adivinar cómo se puede abordar un
problema de unión y convivencia de unas décadas, el secesionismo catalán cree
que se puede romper un país que lleva viviendo juntos durante siglos, que lo
puede hacer unilateralmente y en unas semanas. Es asombrosa la irracionalidad
demostrada.
El gran
problema de fondo es el silenciamiento forzoso de una mayoría de catalanes que
no han podido, sabido o querido manifestar que esta aventura les espanta o
inquieta. Discutir de números no tiene sentido. La pobreza intelectual, el
silenciamiento de los intelectuales críticos en beneficio del pesebrismo
académico, el uso de medios y escuelas para el adoctrinamiento, etc. son los
que finalmente han producido la generación clave para aceptar gustosamente las
mentiras de la historia.
Estos
días asistimos a las manifestaciones en Reino Unido en contra de un Brexit que
les deja fuera de Europa, con una Theresa May que ha pasado de las alegrías
retóricas a la desesperación por su incapacidad para abordar la situación con
Europa ni con sus propias gentes, que se consideran engañadas por las mentiras
que llevaron a muchos a votar la separación.
Las
distancias son enormes, pero en contra de la situación catalana. Los
británicos, al menos, tienen la libra y una potencia que Cataluña no tiene y
que se verá muy reducida (no aumentada, como algunos corean). Al menos, seguirán siendo un "reino unido"; Cataluña no sabemos qué será porque habrá un momento en el que los silenciados tengan que hablar.
Decía
el ex ministro de Cultura, César Antonio Molina, que somos una democracia que
no ha sabido enseñar a amar a España. Es hora de ir haciendo balance de las
causas. Una de ellas precisamente ha sido la oposición frontal de los
nacionalismos (no solo el catalán) cuya base era el desprecio a España,
considerada un "estado" frente a su estatus superior, el de un
"pueblo". El federalismo tradicional de la izquierda española (los devaneos del PSC), junto al complejo de la derecha para no ser considerada
"fraquista", reducción ideológica de todo el que manifieste un
sentimiento positivo hacia su país, hizo el resto. El frentismo siempre ha sido muy positivo
para los mensajes simplistas. Hoy tenemos una generación profundamente iletrada
que vive a golpe emocional de tuit, fácil de convencer de quién es responsable
de todo, sea esto lo que sea. No es algo exclusivo de España, pero aquí lo
vivimos así.
Hace años,
cuando llegaban la fecha de la celebración de la Constitución española, nuestro
rectorado nos enviaba una carta en la que se nos sugería que habláramos en una clase de nuestra Constitución en relación con nuestros campos de trabajo —la cultura,
la economía, las libertades, la ciencia....— para que nuestros alumnos
comprendieran la importancia de nuestro texto constitucional para la vida,
convivencia y desarrollo comunes. Hace muchos años que no recibo la sugerencia
y los españoles se han acostumbrado a ver cómo cae el puente de la Constitución y si va a hacer buen tiempo en esas
fechas para viajar.
Es algo
más que una anécdota. Ahora tenemos un largo y tambaleante puente por delante.
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