Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Es un
tema que sale de vez en cuando en nuestras conversaciones de profesores
universitarios. Como en otras profesiones, dedicamos un tiempo de nuestras
charlas a hablar sobre el estado de nuestros alumnos. Y estamos cada vez más
preocupados por la creciente desconexión cultural que percibimos.
Como
docente, gran parte de nuestro trabajo es establecer conexiones entre
conceptos, campos, situaciones, etc. Muchas veces tratamos de recurrir a
analogías que nos permitan entrar indirectamente en un concepto que queremos
explicar. Es un recurso que solía ser eficaz y que antes nos permitía
establecer paralelismos con obras de la cultura en sus más diversas
manifestaciones. Ahora es un ejercicio deprimente preguntar por la lectura de
alguna novela, una obra de teatro, poemas, si hablamos de literatura, o de
cine, de cualquier arte, filosofía, historia, etc.
Se ha
perdido el sentido extensivo de la cultura frente a un fomentado universo de
presente del que entran y salen cada día objetos que seguramente no volverán a
ser tenidos en cuenta. Hablamos de lo que quieren que hablemos. Se ha perdido el sentido evolutivo de la educación, es
decir, el de la absorción de una tradición mediante la adquisición de elementos
que conectamos para tener el repertorio suficiente, aunque inagotable, de lo
que podríamos denominar una "persona culta". La degradación de este
concepto es sorprendente y, por supuesto, se considera desvinculado de la
formación universitaria, a la que se le da un valor puramente instrumental.
Hasta
hace apenas unas décadas, ser universitario implicaba una cierta responsabilidad
en la formación. Se veía al universitario como a alguien que formaba parte de
unos grupos con unos niveles culturales más allá de las propias materias
específicas. Se daba por supuesto la existencia de lo que podríamos llamar inquietudes intelectuales o culturales. Eso
implicaba extenderse por las ramificaciones para comprender las conexiones del
laberinto de la cultura. Esto prácticamente ha desaparecido. Es más, no se
entiende su significado o función. ¿Para
qué?, preguntan, aquejados de un utilitarismo brutal.
Lo peor
de todo esto es la incapacidad para entender las propias carencias, es decir,
aquello que contribuiría a una formación que hoy se considera por el contrario
innecesaria. ¿Cómo pueden saber las personas lo que necesitan si no sienten la
necesidad? Ese es precisamente el papel de la "educación". Pero
nuestros sistema educativos no fomentan ese sentido de la cultura y se han
desarrollado desastrosas teorías pedagógicas y económicas sobre lo que es
necesario a través de diseños de "habilidades" y
"competencias" respecto a "objetivos" concretos que se
deben superar. Y no hay más.
Nuestro
empobrecimiento ha sido en picado, sin amortiguación y acelerado. Nuestros
ministerios están oyendo los cantos de sirena de las industrias y de
información requerida para puestos que no requieren más que conocimientos
aplicados.
Más
allá del conocimiento pragmático está lo que hace que la gente madure durante
su proceso de educación que debe ir más lejos que la formación profesional de
las personas. Pasar por la Universidad (por el conjunto del sistema educativo)
debería dejar más huella que la que deja. Y se debería llegar a ella con una
mayor motivación que este mero pasar que percibimos en mucho del alumnado. No
se trata de que las carreras sean fácil o difíciles, sino de cómo se ve la
persona a sí misma, que percepción tiene de lo que supone estar unos años en un
ambiente que es cada vez menos favorable a esa idea de cultura como la que
señalábamos.
La
situación es preocupante porque no tiene visos de mejorar. Los docentes no
consultamos unos a otros para saber si es solo una percepción personal o se
trata de una cuestión más amplia.
No hay
ese sentido de estar y aprender en la universidad más allá de lo estrictamente señalado
en los programas de las asignaturas, que sufrieron un impacto del que no se han
recuperado cuando se decidió fragmentar las materias en asignaturas cuatrimestrales, una duración con la que cuando pueden haber llegado a entender algo ya han terminado. Hemos
expulsado el "tiempo" de nuestras universidades, el tiempo como
detenimiento como ralentización de la premura. Con ello, el diálogo se ha
convertido en cháchara, en parloteo técnico que no busca la profundidad sino
cumplir unos programas, objetivo loable si hubiera garantías de que se
entienden.
No sé a
quién se le ocurrió el modelo que hoy tenemos, pero es muy deficiente. Y
empeora, señal de que procede del fondo del sistema educativo y, lo que es
peor, del fondo de la sociedad que no mejora porque no tiene la motivación ni
la percepción de su propio estado. En ocasiones, algún alumno o alumna (más
ellas que ellos) entra en tu despacho y te dice algo como "¡me he dado
cuenta de que no sé nada!" o "¡quiero aprender!", grito
dramático del que ha ido pasando año tras año por el sistema educativo
recibiendo palmaditas en la espalda pero se da cuenta en alguna epifanía de que
realmente no entiende el mundo que le rodea, desconoce un mundo que se le
muestra esquivo. Son pocos los que adquieren ese nivel de claridad trágica que
les hace ver con lucidez que han sido víctimas de un gran engaño educativo. Han
aprendido a hacer lo que les hemos propuesto, pero nuestras propuestas son
pobres y adecuadas a un aquí y ahora que no les ha hecho madurar en el
conocimiento de sí mismo y de su cultura.
La
queja es cada vez más frecuente. Regresamos del aula afectados por lo que hemos
visto o detectado, por las enormes carencias de alumnos que, no es que no
estudien, sino que se han dejado muchas cosas fuera de sus intereses. Se puede vivir sin ello
y tenemos ejemplos sobrados a nuestro alrededor de incultos triunfantes. Pero no deja de ser triste que
la universidad haya renunciado tan fácilmente a un ideal de conocimiento personal más
allá de las tareas mecánicas en muchas carreras que requerían de unos
conocimientos con otro tiempo de maceración.
La
constatado es que ya no producimos personas cultas, no se considera que sea nuestra misión. El alumno mismo tiende a rechazar lecturas que no le sean de
aplicación inmediata, cuando el mundo de la comprensión no funciona así.
Estamos constantemente conectados, pero nos hemos desconectado de la cultura, que es el máximo nivel de interconexión, la verdadera red. Nos diluimos en flujos de información y confiamos en una memoria exterior a la que se accede cuando se necesitan los datos. Hemos perdido, en cambio, nuestra autonomía, el poder pensar desde un conocimiento que crece en nosotros. Todo está ahí; nada está en nosotros. La cultura es el dasein.
La
cultura no está hecha de resúmenes o manuales, sino de obras que hay que
entender dándoles su tiempo, sencillamente, porque nos desbordan, porque debemos
realizar aprendizajes previos para poder abordarlas con garantías. Pero no es
así. Por el contrario hemos desarrollado una soberbia que nos hace pensarnos capaces
de cualquier proeza intelectual con las herramientas más simples y una conexión
a la red, que cumple la función del patito salvavidas del que pretende navegar
aguas profundas.
Habría
que revisar muchas cosas. Pero seguimos nuestra marcha triunfal, orgullosos, hacia la incultura conectada.
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