Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Ayer
tuvimos la ocasión de disfrutar en nuestro cineforo de una de las películas más
incomprendidas de Orson Welles o quizá sería mejor decir más tópicamente atacada, La
dama de Shanghái (The Lady from Shanghai
1947). Pasado el tiempo, casi setenta años después de ser rodada en poco más de
tres semanas, escrita, producida y por Welles, es un film sólido que mantiene una
idea central de su obra, la de la máscara. La película es un ejercicio barroco
con un tratamiento de espacios y rostros en el que lo grotesco va avanzando
entre la comedia del arte y el cine negro.
La dama de Shanghái es un oscuro laberinto de
fingimientos, un juego de máscaras que van cayendo ante la mirada de un "idiota",
tal como se define su protagonista, Michael O'Hara, ese marinero seducido por
el canto de una sirena que casi le lleva a su destrucción. "Everybody's
somebody's fool" señala en su escepticismo. Después descubrirá que ha sido un juguete en manos de
los demás, cuya falta de autenticidad ha ido descubriendo no tanto por su propia
agudeza sino por matarse entre ellos. "One who follows his nature keeps
his original nature in the end", se nos dice como principio filosófico que
guía al personaje protagonista. Ser y
representar, como opciones
elementales.
Como
enamorado del teatro, que era su origen y donde demostró su valía, Welles
desarrolló un sentido de la "persona" como "máscara". La
palabra "persona" proviene precisamente de las máscaras que se
llevaban en el teatro griego durante las representaciones. El cine de Welles
parte de un principio teatral de la
vida: la vida es representación; el mundo, teatro. El gusto por la máscara no
abandonará a Welles a lo largo de su vida y queda reflejado en su obra. El ser
se diluye en la representación, en el aparentar
ser. La máscara acaba convirtiéndose en la realidad; perdemos el ser en el representar, en el fingimiento, en
el devenir de la vida ante los otros, jueces de nuestros actos y actuaciones.
En esto, Welles se acerca a la microsociología de Erwin Goffman y a su visión
del mundo como escenario. Vivir es interpretar,
representar papeles en el escenario social. Pero la misión del sociólogo es analizar
las representaciones; la del artista, sociólogo intuitivo, crear esas ficciones de segundo orden.
Su cine
es una indagación tras la máscara sin pretensiones de hallar verdad alguna,
porque se encontrará con una sucesión de muñecas encajadas unas en otras. El
arte le permite ir mostrando las máscaras ante los ojos del que está destinado
a comprende ese principio de la vida. Pero nada triunfa sobre la máscara. Solo
queda el escepticismo. Nadie logra saber quién fue el verdadero Kane; solo se encuentran las máscaras con las que se
cubrió ante los demás. El secreto de su naturaleza,
como la de todos, se va con él.
Nosotros, espectadores, asistimos a esa información privilegiada que el ojo
omnipotente del arte permite fabricar como truco narrativo, como ilusión
gratificante.
El
abanico que se abre de Ciudadano Kane (Citizen
Kane 1941) a Fraude (F for Fake! 1973)
es un viaje inútil para tratar de encontrar verdades tras las máscaras y ficciones. ¿Quién es Kane? ¿Qué es una obra de arte? Welles es un artista que anuncia al mundo
la existencia de la magia, sí, pero, burlón, deja al espectador rodeado de
trucos.
La dama de Shanghái comienza con la historia del
marinero que rescata a la damisela en apuros y termina en un ejercicio de
rotura de máscaras, simbolizadas por las imágenes de los espejos en la célebre
escena final del tiroteo en la "funhouse", en la feria de
atracciones, en el laberinto, hermosa metáfora visual de la vida y de la
ficción.
El gran novelista metaficcional norteamericano John Barth escribió un
cuento titulado "Lost in the Funhouse", que dio titulo al conjunto de
la colección, escrita entre 1966 y 1968. El relato de Barth comienza así: «For whom is the
Funhouse fun? Perhaps for lovers».
Welles podría haber hecho suyas esas palabras, pues son equivalentes al principio "Everybody's
somebody's fool" que adopta. El mundo es representación, pero necesita de
ese apoyo que es la creencia del que
percibe, lector o espectador. Es el amor del enamorado el que tapa las
carencias, el que es ciego. Es la codicia la que ciega al timado y le impide
que los trucos del timo. Y es el amor del espectador el que fabrica la ilusión
de realidad del arte, del cine, el deseo de ver.
Todos
los espacios que aparecen en La dama de
Shanghái tienen valor de escenarios teatrales; son espacios de
representación ante espectadores únicos, el "estúpido" al que se
pretende engañar y para quien se ha montado esa representación a la que
asistimos desde fuera de la pantalla. Y nadie se deja engañar mejor que el
enamorado, la víctima perfecta, el espectador ilusionado, el que acepta lo que
se le muestra. Las
últimas palabras del cuento de John Barth parecen tener ese sentido que Welles
le dio a la ficción y que cerró con el magistral pseudo documental "F for
Fake!", una reflexión final de un escéptico que conservó la naturaleza
propia a través de una obra que nos revelaba la verdad de la mentira y la
mentira de la verdad. La paradoja del arte es mostrar verdades a través de
engaños y, como en La dama de Shanghái,
solo sobrevive el que ha ha seguido su naturaleza inocente creyendo todos los
engaños:
He wishes he had never entered the fun house.
But he has. Then he wishes he were dead. But he's not. Therefore he will
construct funhouses for other and be their secret operator —though he would
rather be among the lovers whom funhouses are designed.
Hoy se cumple un siglo del nacimiento de Orson Welles. Y sigue entre nosotros, en este mundo de máscaras, espejos y cantos de sirenas, más que nunca.
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