Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
No está
mal que The New York Times dedique
uno de sus artículos de opinión en su Sunday Review a la cuestión de la
educación. Lo hace a través de un texto firmado por Mark Bauerlein, un profesor
del Departamento de Inglés en la Universidad de Emory. El artículo se
titula "What’s the Point of a Professor?" y Bauerlein es autor de una
obra cuyo provocativo título hace suponer que el texto publicado refleja: “The
Dumbest Generation: How the Digital Age Stupefies Young Americans and
Jeopardizes Our Future (or, Don’t Trust Anyone Under 30).” Indudablemente,
después de conocer el título, me imagino que la obra es una explicación de lo
afirmado en él. Son muchas las cuestiones que se pueden plantear después de treinta
años de entrada progresiva en la "era digital" y de su desarrollo en
la enseñanza. Ya tenemos en las universidades los primeros alumnos que se han desarrollado
en un entorno cultural digital. Si consideramos 1995 como una fecha de
expansión del mundo digital, son los nacidos entonces los que tenemos ahora en
nuestras aulas universitarias.
Más allá de los argumentos que pueda desarrollar en su libro con sus t´titulo provocativo,
Bauerlein se centra en un aspecto importante, la relación profesor-alumno:
[...] while they’re content with teachers,
students aren’t much interested in them as thinkers and mentors. They enroll in
courses and complete assignments, but further engagement is minimal.
One measure of interest in what professors
believe, what wisdom they possess apart from the content of the course, is
interaction outside of class. It’s often during incidental conversations held
after the bell rings and away from the demands of the syllabus that the transfer
of insight begins and a student’s emulation grows. Students email teachers all
the time — why walk across campus when you can fire a note from your room? —
but those queries are too curt for genuine mentoring. We need face time.
Here, though, are the meager numbers. For a
majority of undergraduates, beyond the two and a half hours per week in class,
contact ranges from negligible to nonexistent. In their first year, 33 percent
of students report that they never talk with professors outside of class, while
42 percent do so only sometimes. Seniors lower that disengagement rate only a
bit, with 25 percent never talking to professors, and 40 percent sometimes.*
Cada vez concebimos más las enseñanzas como un conjunto de
protocolos y rutinas y menos como una interacción personal. No estamos usando
las tecnologías para aprender mejor, sino de otra manera, en la que los
conocimientos quedan separados de la interacción personal entre el docente y el
alumno. Con unas clases convertidas cada vez más en rutinas de las que es
difícil salir por los propios sistemas de trabajo que se arrastran a lo largo
del sistema educativo, el contacto desaparece o se reduce a mínimos.
Esta mecanización de la enseñanza es en parte favorecida por
las propias instituciones educativas que buscan un "rendimiento"
mayor de las labores de los profesores a través de la carga de múltiples
tareas. Eso resta tiempo para un contacto que permita una mejora sensible en el
desarrollo. Ese "we need face time" es cierto, aunque se hace todo lo
posible por evitarlo. Ha cambiado profundamente el sentido de lo que significa "aprender"
y "formación", que se centra en la consecución de unos objetivos
fijados previamente.
Hemos hecho de la educación un camino solitario, aislado. La
tecnología nos ofrece un camino sencillo de acceso a la información, pero eso
no es suficiente en la formación. Gran parte del mejor aprendizaje se produce a
través de diálogo, de ese cara a cara
que reclama Lieberman y que se echa de menos. Cada vez es más complicado es
diálogo por factores más allá de los señalados. Los mundos se separan entre los
docentes y los alumnos porque se empieza a tener la sensación de pertenecer a "culturas
distintas", con ritmos y percepciones distintos, con valoraciones
diferentes de lo que es la tradición y la transmisión, ejes de la enseñanza.
El artículo de Lieberman termina con una concisa descripción
de la nueva función del docente: "We become accreditors". Creo que
esto es ya una realidad. La capacidad de formar personas se nos ha escapado
dentro de un sistema en el que llega tiene unos objetivos y el que recibe otros
diferentes. En muchos casos, ninguno de los dos está interesado en una
formación más allá de lo estrictamente señalado. Se trata de sacar el máximo
beneficio con el mínimo de esfuerzo.
Uno llega a la edad en que algunos alumnos se han
incorporado a la enseñanza y tengo la oportunidad de hablar con ellos sobre lo
que entiendo que significa enseñar.
Los momentos más angustiosos es cuando perciben por primera vez la barrera que
se ha formado entre los que enseñan y los que aprenden. Es una barrera que nos
cuesta comprender porque pensamos que con la ilusión por enseñar es suficiente,
que el entusiasmo del docente es como una varita mágica que vencerá esa
resistencia. Pronto se impone la realidad, que es muy otra.
En este sentido, el cambio producido en los últimos años es
espectacular. Lo que Mark
Bauerlein señala es una realidad que podemos percibir en esas distancias y es
claramente una cuestión generacional. Las diferencias de edades marcan capas
geológicas con los estilos formativos. Las personas que regresan a la
universidad pasado algún tiempo —no tiene porqué ser mucho— perciben con
nitidez esa brecha en las mentalidades con sus propios compañeros. Es algo más
que la diferencia de edad.
La
transformación de los profesores en acreditadores,
en personas que se limitan a dar contenidos y evaluar para que se pueda acceder
al siguiente nivel de formación es una gran tragedia social de la que nos somos
conscientes. El origen está tanto en la evolución de la sociedad hacia posturas
más individualistas y pragmáticas como en la deriva de las instituciones
educativas que se han convertido en máquinas protocolarias. El hecho de que
todos esos elementos que contribuyen a la calidad de la enseñanza queden fuera
de las evaluaciones constantes hace que se forme un filtro negativo. Pronto
deja de importarle a muchos, que se acaban encerrando.
Hemos
malacostumbrado a los alumnos y profesores a base de interesarse solo por
aquello que consta en certificados dejando de lado otras consideraciones y
actividades. El problema es que esto está creando unas mentalidades que
perciben la enseñanza como un servicio de clientes, tanto por parte del que lo
recibe como por quien lo imparte.
Los
intereses han convertido las asignaturas en rutinas casi inamovibles; los
horarios comprimidos dejan poco lugar al encuentro y la asignación de numerosos
grupos para amortizar sueldos hace que ese aspecto del "cara a cara"
se haya ido desplazando a un mecánico intercambio a través de las posibilidades
que la tecnología nos ofrece, Este tipo de consulta se refieren a aspectos
concretos que son preguntados y respondidos en breves líneas. No hay mucho más.
Las
diferencias entre grados, posgrados y doctorados, en este sentido, son
abismales, aumentando la interacción cara a cara en cada caso. Sin embargo, las
nuevas normas convierten los doctorados —el espacio idóneo para ese tipo de
encuentros y diálogos— en espacios de vigilancia y acreditación, prolongando
los males que ha ido contaminando los niveles anteriores.
Por el
título del libro de Mark Bauerlein se deduce que responsabiliza a la "era
digital" del cambio producido. Es indudable que el cambio en el entorno
informativo tiene que tener unas consecuencias en lo que es el principal
sistema de transmisión: el sistema educativo. Creo que hemos asimilado mal una
herramienta poderosa como es la que se produce de la combinación del acceso a
grandes cantidades de información por la digitalización y el desarrollo de
redes capaces de extenderlas. No lo usamos bien, al servicio de un proyecto
claro.
No se
han estudiado los efectos y, especialmente, se han ignorado las repercusiones
que podrían tener sobre el conjunto del sistema. Al cambiar el entorno social
hacia la era de la Información, el sistema educativo no ha sabido mantener los
objetivos apropiados. Nada hay más delicado que el sistema educativo, pues es donde
se forjan las mentalidades y principios, las actitudes y las maneras de lo que
posteriormente será las personas adultas. Pensamos en "calidad" como
si fueran productos salidos de una cadena de montaje. Pero el deterioro general
es apreciable en términos de carencias, inmadurez y embrutecimiento general,
algo que se supone que una educación real debería combatir. La sociedad de la
Información no es una sociedad "culta", al menos no en el sentido que
ese término ha tenido en la Historia y del que surgieron los ideales
universitarios, que han quedado en retórica y márketing.
En
España, la cuestión digital no se pensó más que tangencialmente, mientras que
se trasladaban al campo de Fomento las responsabilidades de la digitalización
social. No existen criterios ni estudios sobre la digitalización educativa y el
ideal de formación a distancia o de autoformación se ha querido ver como gran
negocio de las instituciones dedicadas a la expedición de titulaciones. La
educación, desde esta perspectiva, no es más que otro tipo de empresa de
servicios.
Solo
podemos ver el cambio social que queda al margen de las instituciones
educativas en vez de liderarlo. En un entorno informativo digital, que
deslocaliza el aprendizaje, el diálogo es el elemento que marca la diferencia.
Por muchos asistentes digitales, tutoriales y listados de "preguntas más
frecuentes", es difícil sustituir el papel del diálogo educativo. Gran
parte de ese diálogo consiste en descubrir caminos por los que transitar frente
a las rutinas marcadas, incapaces de detectar dudas y vacilaciones,
aspiraciones y matices, que son la realidad de cualquier proceso de formación.
La educación se centra entonces en la resolución de problemas, en
"habilidades" que adquirir y no en la formación paralela de la
persona. Se fijan unos objetivos y se cumplen o no. Eso es todo.
Hemos
pasado del mentor al tutorial, del profesor al evaluador, un técnico que revisa unos resultados y realiza informes
sobre el progreso. Con tanta
información a su alcance, el alumno llega a pensar que el profesor no es más
que una pieza del sistema que carece de sentido,
solo útil en caso de necesidad, un vigilante de guardia. Y el sentido está
precisamente en recuperar para las instituciones la deshumanización
protocolaria y evaluativa que requiere un sistema de calidad humana, que es lo que no se mide.
Reducidos a piezas de un sistema, profesores y alumnos se enfrentan en unos
espacios cada vez más distanciados en el que el diálogo, herramienta formativa
esencial, solo se percibe como una pérdida de tiempo.
No sé si el título del libro de Bauerlein hace justicia a esta generación. Pero nos hace justicia a los que hemos dejado escapar o no hemos sabido frenar este avance de la mentalidad rentable y utilitarista en la educación y en los demás órdenes de la vida.
*
"What’s the Point of a Professor?" The New York Times 9/05/2015
http://www.nytimes.com/2015/05/10/opinion/sunday/whats-the-point-of-a-professor.html
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