miércoles, 7 de agosto de 2013

Los que se van

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El diario El País no trae un caso —otro más— de joven investigadora forzada a marcharse por falta de recursos y aceptada con plena satisfacción por la Universidad de Harvard. Se trata de una doctoranda en biocomputación cuyo trabajo doctoral se centra en la genética del autismo. “Es frustrante que el Estado gaste dinero en nuestra formación para que luego sean otros países los que recojan los frutos de nuestro trabajo, es algo sinsentido”*, señala la joven al diario. Por su parte, los miembros del departamento de la Universidad de Jaén de la que procede se sienten orgullosos: “Supone un espaldarazo muy fuerte y un avance muy importante a las investigaciones que se están realizando, tanto por el prestigio que tiene esta universidad y el grupo de investigación con el que se colabora”, señala el director del Grupo de Investigación de Biología de Sistemas de su universidad. Todo beneficios, según parece.


Es otro caso, un capítulo más de este proceso de descomposición en donde lo que se discute no es lo esencial. Las Universidades hacen bien en reclamar fondos, evidentemente, para sus grupos de investigación. Sin embargo, el problema no es una cuestión de fondos o recortes, sino de la transformación que España inició hace décadas y que no se corresponde con sus objetivos desde hace mucho tiempo. Reclamar más dinero sin que esa investigación tenga una continuidad social a través de la industria y la producción española es estar condenados a formar científicos para otros países, algo que no somos los únicos en padecer. Hay muchos países en peores condiciones que España que disponen de científicos galardonados con premios importantes, ocupando los centros de investigación relevantes del mundo, en primera línea. Es esa buena capacitación la que hace que tengan que emigrar de sus países. No es ningún consuelo. Nuestra aspiración no debe ser nunca que se vayan, ni siquiera utilizando el eufemismo "movilidad". Hay que dejarse de tonterías y reconocer que se van porque ni las propias universidades, ni la industria, etc., son capaces de absorberles y cuando lo hacen es en condiciones infames, de abuso en muchos sentidos, muchas veces con el beneplácito de los que derraman lágrimas cuando se van. Tienen razón en llorar: se les han ido trabajadores brillantes, devotos y baratos. Esto no es por la crisis; viene de mucho antes. La crisis lo disfraza, como tantas otras cosas.

Este hecho es frecuente y se da en todos los campos. Lo más preocupante de nuestro caso es el tapón social creado entre formación y desarrollo, entre la extensión de la educación y la inmersión de un país en un sector que no necesita de este tipo de formación. Para los "ingenieros sociales", es la gente la que se debe plegar a la demanda y no al contrario. Para los políticos verdaderos, dignos de ese nombre, es la transformación social la que debe estar al servicio de las personas, del conjunto del país.
La crisis económica nos hace más competitivos, nos obliga a esmerarnos, ser más eficientes, etc. etc. Pero todo ello fuera de aquí. Es estímulo y equilibrio lo que nos hace falta. Si aquí no hay trabajo se busca fuera; hay que hace que haya trabajo aquí y no de cualquier cosa. Si eso no es un objetivo político, ¿qué es la política?
España no tiene ante sí una crisis. Lo que tiene delante es algo más profundo, la decisión sobre su futuro. Cuando se debate absurdamente sobre "crecimiento" a "austeridad", cuando se discute sobre si bajar más los salarios, se están barajando soluciones que olvidan el potencial español para extraerse del agujero en el que sus propias decisiones erróneas y los intereses ajenos —también le ha venido bien a algunos, que no quieren competencia— nos han metido.


España no está en "crisis"; está en crisis su modelo de crecimiento, un modelo que se ha desarrollado acríticamente a raíz de la entrada en Europa, momento en el que dejó de plantearse un modelo de crecimiento apropiado a su propia evolución; se creció muy rápido y sin modelo. No es culpa de Europa, como no es culpa del que gana una carrera si el competidor ha decidido no atarse las zapatillas para correr. El potencial industrial de España no se ha desarrollado, se dejó aparcado por el camino; en cambio sí lo han hecho otros sectores que han absorbido las inversiones necesarias porque eran de beneficio rápido y más cómodas. Los efectos de esto empiezan a estar claros para el que quiera verlos. Un crecimiento sin aspiración social, dejado a los movimientos especulativos del interés, acaba siendo nefasto por desajustado, por su incapacidad de satisfacer las crecientes expectativas sociales y agrandar las diferencias.


La mentalidad de "gestores eficaces" no es suficiente en la política española de hoy. Tenemos políticos mediocres, sin aspiraciones de futuro, con el solo deseo de mejorar los "datos" y no tanto con la capacidad de ilusionar con un futuro posible. La salida de los jóvenes del país, el convencimiento de que no merece la pena volver, incluso ese "orgullo" de los que los ven partir es muestra clara de abandono. Los que se van, lo aceptan porque vivirán mejor; los que se quedan porque no les ha tocado a ellos.
No ha habido un solo plan integral del futuro, de dirección de desarrollo, que esté dando esperanzas de que esto puede cambiar. Nos estamos creyendo lo datos de los demás antes de creer en nosotros mismos. No nos miramos a la cara, sino que lo hacemos en los espejos del FMI, de la Comisión Europea, de las agencias de rating, etc.. Dejamos que nos cuenten cómo somos y hasta dónde podemos llegar. Todas esas estimaciones parten de este presente gris, pero no contemplan —no es su misión— las posibilidades de los giros que pudiéramos introducir en nuestro propio desarrollo. Ellos no trabajan con bolas de cristal, sino con proyecciones del presente. Y es el presente lo que hay que cambiar para que lo haga el futuro.

¿Soluciones? La primera: terapia psicológica. Sacudirse el fatalismo y convencerse que podemos planificar un desarrollo que acoja nuestras mejoras sociales para nivelar formación y empleo. La segunda: desoír a todos aquellos que quieren que el país se adapte a la mediocridad que ellos han producido y hacer que se escuche a los que tengan buenas ideas, algo mejor que ofrecer al mundo que sol, playa y mojitos; hacen falta modelos más allá de lo deportivo, sin retórica, capaces de estimularnos hacia las direcciones adecuadas. La tercera: dar entrada a la savia nueva, a estos jóvenes con futuro que se van y no ponerles a llevar la cartera de sus jefes, como ocurre en muchos sitios, sino al frente de proyectos que lideren; fomentar las empresas jóvenes —en nuevos sectores y con jóvenes al frente—, sin ataduras, que puedan encontrar rápidamente sus huecos en el mercado y crecer.
Todas esas "soluciones" —no soy un iluso, pero no renuncio a tener ilusiones— requieren que los mismos que las niegan cada día las acepten, pero por eso estamos donde estamos, con aspiraciones tan colosales como recortar algunas décimas al paro cada año o subir otras décimas en el crecimiento. Nos conformamos con poco y hay que aspirar a más. Es el conformismo el que nos limita.
En España se recorta mal, pero también se invierte mal. Lo más eficaz sería plantearse esto con absoluta seriedad y sinceridad, cortando muchas cosas improductivas e invirtiendo en lo que tiene realmente futuro, un futuro real para beneficio de todos, que nos haga avanzar como país desarrollado.
Hay poca inversión y mucha es puro desperdicio, que obedece a los intereses de los que han sabido copar sus territorios y quieren seguir así. En época de estrecheces, las hienas enseñan los dientes cuando se les disputa la carroña.


Todavía estoy esperando escuchar, en vez de satisfacción porque nuestros jóvenes más brillantes triunfen fuera, la promesa, dicha en su cara, de que se hará lo posible para que regresen cuanto antes en condiciones dignas y con un futuro por delante. Me gustaría.


* “El Estado nos forma y otros países recogen los frutos” El País 6/09/2013 http://sociedad.elpais.com/sociedad/2013/08/06/actualidad/1375800136_763328.html





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