Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Hay una
cosa clara en la revisión del cine norteamericano que supone la noche de los
Oscar, que acaba de terminar hace pocos minutos: la cuestión del racismo ha
estado presente. Lo ha estado a través de tres películas que han estado
compitiendo: Infiltrado en el KKKlan
(Spike Lee), Green Book (Peter
Farrelly) y, de forma distinta, Black
Panther (Ryan Coogler). Las tres presentan sus reivindicaciones a su modo,
desde la fantasía al realismo, pasando por el realismo delirante, una fórmula
intermedia. De Wakanda al sur profundo, pasando por Coloroda Springs, las películas señaladas nos muestran el racismo que pervive en la sociedad norteamericana.
¿Podemos
entender que es una respuesta ante el crecimiento del racismo que ha marcado el
ascenso de Donald Trump al poder? Creo que, en cierto sentido, sí, que tiene su
lógica temporal o histórica, una demanda del momento.
Green Book, merecedora del Oscar a la mejor película,
tiene sus pies en la realidad de la biografía y muestra la transformación del
racista inicial, el chófer que interpreta Viggo Mortensen, mediante la
convivencia con el músico Don Sherley. La película es una "road
movie", un viaje físico y espiritual hacia el encuentro con una verdad propia
y la decisión del cambio para ambos protagonistas.
Black Panther se mueve en el terreno de los héroes de
Marvel, pero no por ello elude los problemas del racismo. Los problemas que se
plantean en la película son los de cómo afrontar la discriminación, si mediante
la colaboración o mediante la lucha armada. La idílica y moderna Wakanda ha
permanecido alejada del mundo, ignorando el destino de sus hermanos en los
Estados Unidos y el mundo entero. El debate de la película es si usar el
conocimiento superior acumulado para acabar violentamente con la
discriminación, la opción tomada por el peculiar villano consciente de la
discriminación, o la de compartir el conocimiento. En este sentido, la película
es tan "política" como el resto por más que vivamos en un mundo de fantasía.
Pero la fantasía en el arte no tiene porqué suponer escapismo o ignorancia de
los problemas reales. Black Panther
no estaba casualmente propuesta como mejor película solo como una aventura
desarraigada de la realidad, sino como una forma simbólica de representarla.
La más
claramente militante —en algún
sentido—es la película de Spike Lee, Infiltrado en el KKKlan. Aquí la realidad
se presenta como forma de delirio, acercándose a las comedias enloquecidas. Sin
embargo, la locura de la sociedad es superior y el arte sirve para mostrar ese
delirio. El que un policía negro se infiltre en el KKK no es una comedia más
que en sus formas. Nos muestra en toda su crudeza la barbarie racista,
recurriendo a una inteligente narrativa en donde la comedia no esconde nada,
sino que intensifica el efecto actuando como crítica.
Las
tres películas se ocupan del racismo y de sus consecuencias. Lo hacen a través
de estrategias narrativas diferentes, de estilos muy distintos. Todas ellas,
sin embargo, se enfrentan a la situación social existente tras la llegada de
Trump. Son una respuesta contundente al crecimiento de las manifestaciones de
discriminación racial.
Green
Book ha recibido el premio a la mejor película, considerado el más importante,
además del de mejor guión original. La película de Spike Lee ha conseguido el
de mejor guión adaptado. No es eso lo que nos importa aquí, sino el movimiento
que les ha llevado hasta competir, incluso, más allá, a ser aceptadas como
proyectos, algo que con frecuencia se olvida.
Cuando
una película llega a las pantallas, ha tenido muchas posibilidades de quedarse
en las múltiples fases hasta que se convierte en proyecto en marcha. Las
películas necesitan de impulso y confianza antes de salir a la luz y eso
implica fe en sus posibilidades. Esa fe nace de la confianza en que el público
espera encontrarse con ellas. Es el encuentro entre la obra y su público, que
no siempre se produce de la forma esperada, pero que en este caso ha
funcionado.
El
gusto estético no está separado del resto de los factores sociales. Y estos son
muy diversos. En una sociedad tan polarizada como lo es la norteamericana en
estos momentos, es lógico que esto se produzca. Trump es el gran divisor
social, el irritador de las masas. El tema racial ha sido uno de los aspectos
más señalados en su campaña e intuido entre líneas por sus seguidores, que
celebraron su victoria como el fin de la "era Obama" y el ascenso del
supremacismo blanco en sus variantes más llamativas o más silenciosas.
Hacer
cine hoy en los Estados Unidos supone no obviar lo que está ocurriendo. Muchos lo
harán, pero los que se han decidido la vía de la denuncia sobre lo que ocurre
han tenido una respuesta clara en taquilla y en reconocimiento de los
profesionales, pues eso son los Oscar.
La idea
del cine como respuesta social se puede comprobar con la manifestación del
otras películas que no inciden en el aspecto de la discriminación, pero sí en
la crítica política, como es el caso de Vice,
o referidas a las mujeres, una enorme fuerza desde el primer momento frente a
Trump. Desde el momento en el que Trump empezó a amenazar con retrocesos en los
derechos de las mujeres, se abrió la puerta de las respuestas.
El
esteticismo o el formalismo tienden a aislar las obras de arte de su entorno,
centrándose en la especificidad de los lenguajes de cada arte. Sin embargo, no
es posible aislar de su entorno a aquellos que producen y crean ni de aquellos
que reciben, el público. El "gusto" no es algo caprichoso, como se
nos suele dar a entender. Puede estar más o menos claro en ocasiones, pero en
otras se muestra su motivación con meridiana claridad.
Las
tres películas (no son las únicas) han conseguido trasladar al público, dándole
forma, lo que el público tiene delante. La obra de arte no es tanto
"creación" de la nada, sino rumia del presente hasta darle forma
comprensible, articulada. Es lo que nos han ofrecido en un año especialmente interesante de cine. Lejos del escapismo, estas películas se han enfrentado al presente mostrándolo. El público y la Academia se lo han reconocido.
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