El
artículo aparecido en el diario El País, firmado por Andrea Rizzi y titulado "La muerte de la Europa
socialdemocristiana" puede inscribirse en la larga nómina de textos
necrológicos sobre la realidad que vivimos. El título es lo suficiente
explícito para saber su proclama y la entradilla nos da más detalles de su
explicación: "El fin de la hegemonía de socialdemócratas y democristianos
lleva la política europea a 'terra incognita' y pone a esos grupos ante el
dilema de abrazar ideas de moda que antes aborrecieron".
La
cuestión no es nueva, pero sí cada día más grave. La cuestión no es tanto el
proceso de cambio o la "terra incognita", sino que esa tierra sí es
conocida o, al menos, es previsible en sus resultados. Lo que aparece como
nuevo no lo es, sino más bien una restauración de los modelos más viejos
todavía. Más que desconocido, no encontramos en un movimiento pendular que, si
no se advierte, puede tener consecuencias graves. No es, por ejemplo, tierra
desconocida que hoy mismo los Estados Unidos den por concluido el tratado
nuclear que garantizaba que no aumentarían las armas nucleares en el mundo. No
es un paso hacia lo desconocido, si hacía lo muy conocido, hacia una guerra
fría vivida con intensidad, caliente en
muchos puntos del globo. Las tensiones en Corea del Norte o Venezuela se
asemejan demasiado a lo ya vivido en tiempos y solo la ignorancia o la ceguera
interesada o patológica pueden ocultarlo.
El
artículo va repasando la crisis de las dos familias europeas, la democristiana
y la socialista, que crearon la Europa que hoy vivimos y a las que se
responsabiliza de no saber gestionar la crisis que comenzó en 2008 y por ello
ser desbordadas por las nuevas políticas que han tomado posiciones en estos
años hasta reducirlas en tamaño y en poder en nuestro continente.
De
nuevo se ignora que la socialdemocracia y la democracia cristiana fuero los
grupos minoritarios en la Europa que quedó en manos de los grupos que
arrastraron hacia la guerra mundial, resultado entre otros factores de las
crisis económicas producida tras la Primera y la crisis económica del 29, que
tuvo sus efectos mundiales. Los que sacaron adelante Europa fueron los partidos
que estaban al margen de los nacionalismos y del fascismo en cualquiera de sus
versiones. Se buscó la moderación
porque lo que se había vencido era al radicalismo que muchos proclaman como una
salvación: xenofobia, racismo, nacionalismo, etc. Olvidamos que esta pacífica Europa,
turística Europa, industrial Europa, llevaba siglos matándose, disputando
reinos y fronteras, que el siglo XIX plantó a Napoleón en Rusia al frente de
los Ejércitos, que Alemania y Francia habían estado en guerra. El siglo XX no
mejoró nada, sino que empeoró con las dos guerras que nacieron en Europa, hijas
de nuestros nacionalismos, y que se extendieron por el planeta, dejando
millones y millones de muertos, abriendo la puerta al desastre nuclear.
A la
gente ya no le gusta ver cine viejo, pero sería buena idea empezar a enseñar a
los jóvenes ese cine en blanco y negro rodado entre las ruinas de Italia,
Francia, Alemania, Austria, etc. Sería una buena lección. Hace unos días veía
una película como El tercer hombre, con un Viena llena de ruinas, dividida en
sectores controlados por policías de las cuatro fuerzas patrullando por sus
calles. Deberían verse muchas de estas viejas películas para ver qué quedó
entonces de Europa y que es lo que hay en nuestra quejumbrosa actual.
Lo
preocupante no es que nuestra política vaya hacia "terra ignota" o "terra
incognita". Lo preocupante realmente es que esa tierra es conocida, lo
queramos o no. La división de Europa es un objetivo que muchos guardan y otros
no esconden. Se vuelve a apelar al nacionalismo y a la exclusión. El Brexit
está siendo un buen ejemplo del que deberíamos aprender. Ha sembrado la
discordia nacional ante lo que se preveía como un renacimiento británico, la
venta del nuevo "Rule, Britannia!". Los más resistentes a esta vieja
retórica, como muestran las estadísticas, es que han sido los viejos los que
han querido volver a las viejas ideas, fácilmente amedrentados por la
inseguridad. Por contra, han sido los más jóvenes los resistentes al Brexit y
los que reclaman su europeidad. Esto debería hacernos reflexionar sobre la
crisis en sí y sobre los móviles que la han aprovechado para volver a una
crisis mundial que se está gestando y de la que somos simples peones.
Basta
con ver los objetivos de la política exterior norteamericana para comprender
que la división del mundo en dos bloques vuelve a ser un objetivo en el que los
Estados Unidos tratan de recuperar el poder que consideran que han perdido y
que ha permitido a sus antiguos oponentes salir a disputar en la economía. Lo
estamos viendo con Europa y, sobre todo, con China, cuyo liderazgo económico y
tecnológico espanta a los Estados Unidos. Lo tenemos todos los días en los titulares.
Las
políticas de Trump pasan claramente por la debilitación de los agentes y por el
miedo. Lo que se acaba de abrir es de nuevo la carrera armamentística que los
historiadores nos dicen acabó con el sistema soviético incapaz de competir y
obligado a invertir en defensa hasta su desmoronamiento. Con esta crisis, Trump espera que tenga que aumentar la dependencia europea de Europa, que deberá pagar por la protección. Atrincherado en su continente, Trump crea inestabilidad en el resto del mundo haciendo que Europa, Japón y Corea, por ejemplo, deban verse sometidos a sus dictados. Nosotros tenemos el conflicto ucraniano en las puertas, con una invasión rusa de territorio. No es un invento, es la realidad. Los ucranianos sacan la bandera euopea como defensa.
El desmoronamiento de
Europa como potencia es un objetivo de "Mr. Brexit", como Trump pidió ser llamado
desde su misma campaña electoral a la presidencia. En su teoría, los países prosperan porque Estados Unidos les protege demasiado generosamente y después de crecer compiten deslealmente con ellos.
El
artículo del País nos lleva hacia una zona específica de explicaciones para justificar las pérdidas
de apoyo de las dos "familias" que considera que construyeron la
Europa actualmente en crisis:
¿Qué pasó? Obviamente ambos pagan ser
considerados los demiurgos del sistema que alumbró una crisis monstruosa. La
alimentaron o al menos no supieron prevenirla. Pero además de las culpas
pasadas, se encuentran incómodos en las nuevas líneas de combate político.
Nacionalismo y populismo no están en su ADN: sus padres fundadores y grandes
líderes -¡Adenauer!, ¡De Gasperi!, ¡Mitterrand/Delors!, ¡Kohl!- los
aborrecieron. Tampoco tienen credibilidad como adalides de las sociedades
abiertas y modernas, para lo cual están mucho mejor situados liberales y
verdes.
Ahora por tanto los democristianos afrontan
el dilema de si abjurar y abrazar un poco de retórica nacionalista para frenar
la estampida hacia las derechas radicales (Liga, lepenismo, Vox); los
socialdemócratas encaran un dilema especular, pero en el ámbito de si
concederse al espíritu populista para contrarrestar las formaciones a su
izquierda (Podemos, Syriza) que, al menos en algún momento, han coqueteado con
ese utillaje.
El contrato social que aupó y mantuvo en el
poder a esas dos grandes familias preveía progreso con cohesión social.
Democristianos y socialdemócratas traicionaron esa promesa y sobreseyeron
sociedades cada vez más desiguales. Tras el desgarro de 2008, muchos ven en el
nacionalismo de derechas y el populismo de izquierda la mejor garantía para
recuperar esa misma cohesión social.
Así, estos venerables ancianos políticos
deambulan en la oscuridad en busca de ese luminoso tiempo perdido. El sabor o
el olor de la magdalena y los espinos blancos pueden recordarlo a veces, pero
nada más. Porque, aunque hay mucha nostalgia, ese tiempo se fue y no volverá.
Esa Europa murió.
El
dilema que se plantea aquí lo hemos atendido en varias ocasiones. La idea de
unos partidos "móviles" detrás de los electores cada vez que estos se
radicalizan está sobre la mesa. O los partidos son un modelo faro mantienen su
propia línea de renovación ideológica para avanzar en sus ofertas a la sociedad
planteando soluciones desde un perspectiva determinada o, por el contrario, son
camaleónicas agrupaciones que tienden a dejarse llevar por aquello que les
garantiza el poder.
La
crisis europea es más profunda y se refiera a la falta de avances en la
construcción debido al miedo de los gobiernos a seguir perdiendo poder local.
Esto se refleja en el lugar secundario que de forma suicida han estado dando a
las elecciones europeas y que han sabido aprovechar los euro escépticos para
encontrar su lugar desde el que dinamitar las instituciones, como ha hecho
Farage, por ejemplo. No han tenido problema en decirlo: su objetivo es la
destrucción de Europa. Los gobiernos locales han presentado Europa no como un
objetivo de transformación sino como un lugar lejano en el que se conseguían o
perdían cosas. Poco más. Era una posición cómoda que se ha ido complicando con
las actitudes de gobiernos, como los de Polonia, Hungría, etc., que han jugado
claramente contra Europa y ha recibido recompensas desde fuera por ello.
Resaltan
el artículo los nombres de los grandes políticos que hicieron posible la Europa
unida. Quizá ahí este parte de la clave humana de los sucedido. Ha cambiado
Europa, sí, pero ha cambiado el material humano que llega a la política. En España
no tenemos más que ver la calidad
repartida por el espectro político. La mitad de los políticos de estas décadas se
encuentran bajo condena o en juicios pendientes. Eso dice mucho de lo que va a
la política, de su capacidad de entrega y de sus conocimientos. Esa es la mayor
debilidad que tenemos, la ausencia de políticos fiables, personas realmente que
reúnan las cualidades necesarias en todos los órdenes para gestionar e
ilusionar a la gente.
Lo que
se ha abierto paso es la demagogia y la manipulación, un ideal de fuerza capaz
de dar solución a todo, como ha hecho Trump. Los cambios hoy no son sencillos
de explicar por la multiplicidad de factores que han hecho que las políticas no
sean ya locales, sino globales. Estamos jugando todos en tableros muchos más
grandes de los que nos imaginamos. En cada nivel, emergen nuevas situaciones de
complejidad formadas por la cantidad de elementos que interactúan. Cada nivel
puede tener consciencia de lo que le rodea, pero no es fácil conectar todo de
forma ascendente y descendente.
No hay
tierra ignota. Lo único que tenemos es la historia. Lo desconocido es lo
complejo, hasta dónde somos capaces de mirar y ver con claridad el origen de
los problemas, pero, sobre todo, el desenlace de nuestras acciones y
decisiones.
Es lo que se plantean ahora en Reino Unido. Lanzaron la piedra pero
no saben nada de qué les puede acarrear lo que han hecho. Han sido animados a lanzarse al abismo. Y lo que van sabiendo
de lo que puede ocurrir no les gusta o les causa más miedo que lo que tenían.
Nuestro
drama político es la toma de decisiones ante grandes cantidades de
incertidumbre, algo connatural al aumento de la complejidad que implica
ascender niveles en las relaciones. Las viejas políticas de alianzas europeas fueron las que
arrastraron a las guerras. Hoy tenemos alianzas constructivas y no defensivas
de unos frente a los otros. Lo que carecemos es de políticos suficientes con una visión amplia de los problemas, sus orígenes y consecuencias. Hay demasiado aventurerismo en la política actual. Hace falta sensatez, conocimiento y responsabilidad. No es lo que vemos.
El
fraccionamiento de Europa o la aparición de populismos y nacionalismos no
requiere de que los grupos políticos asuman sus planteamientos, sino lo
contrario, que se aborden con firmeza los problemas derivados de esa crisis
cuyo origen se remonta a la propia Gran Bretaña y las políticas de Margaret
Thatcher y Ronald Reagan, que fue cuando se comenzó a desmontar el edificio
creado tras la guerra, la idea del Estado de Bienestar, para asegurar la
concordia y la prosperidad. Esas han sido realmente las políticas que nos han
llevado a un universo angustiado, como el que hoy tenemos en el mundo. Aquellas
políticas han traído inestabilidad y sobre todo, como se menciona en el
artículo, desigualdad social, fuente de problemas a medio y largo plazo.
No creo
en absoluto que la medicina para este cuadro sea ni el populismo radical ni
mucho menos el nacionalismo de cualquier tipo, que siempre se basa en el
principio de que solos se vive mejor y los otros son un lastre.
Los
problemas planetarios no se pueden negar ni ignorar, como hace Donald Trump.
Unas políticas aisladas o de imposición, como es la política norteamericana
actual, son gravemente peligrosas para todos, porque no se puede jugar
demasiado con el cántaro. No porque traigan solo incertidumbre a los mercados,
como se suele decir, sino porque traen riesgos reales peligrosos (Corea del
Norte, Siria, Afganistán, Venezuela, Yemen, Irán...).
Hoy podemos apuntarnos a una visita turística por la Viena de Harry Lime, el criminal estraperlista de El tercer hombre. Podemos ver las casas señoriales sin las ruinas por las que se producían las persecuciones. Es la misma Viena pero limpiada de un pasado oscuro.
La
tierra a la que nos llevan no es desconocida y sí, por el contrario,
ampliamente experimentada y superada en el pasado. Volver a situaciones así no
es inteligente. Pero parece que el olvido y la ignorancia son el caldo de
cultivo de los desastres. Los que almacenan la gasolina junto a la leña nunca creen que pase nada. Hasta que pasa.
*
Andrea Rizzi "La muerte de la Europa socialdemocristiana" El País
2/02/2019
https://elpais.com/internacional/2019/02/01/actualidad/1549040447_266389.html
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