Joaquín Mª Aguirre (UCM)
De todos los despilfarros, fraudes, latrocinios,
malversaciones, etc., de los que vamos teniendo conocimiento, ninguno repugna
más que los que se han realizado sobre fondos destinados a causas de
solidaridad o asistenciales. Al agravante del delito, se suma el daño causado
por aquello que no llegó donde era necesario y, en cambio, llegó donde no debía.
El dinero destinado a acabar con el infierno de algunas personas, acabó en los
paraísos fiscales de otros.
Empezamos a comprender, por la cuantía de lo perdido, que se
ha producido un asalto organizado al Estado y a los fondos públicos a través de
una connivencia entre una parte de la administración y una parte del sector
privado. Mientras nos hacen entrar en falsos debates entre lo público y lo
privado, el verdadero dilema se encuentra en cómo proteger lo de todos —lo público— de unos pocos, de los desaprensivos que les interesa un estado que ponga mucho dinero en marcha —con más endeudamiento para todos— para hacerse con una parte mayor de la tarta. Con la crisis actual, con el aumento de las necesidades de muchos, indigna pensar en los recortes que se sufrirán mientras que el dinero ha ido fluyendo sin pausa para enriquecer a unos pocos, dinero perdido sacado de las arcas públicas. Ese dinero son subsidios, becas, ayudas, escuelas, hospitales... perdidos sin remedio.
Los que decían que “el estado es el problema” se han visto superados
por los que consideran que “el estado es la vaca”. Los primeros lo querían
hacer desaparecer; estos se lo quieren repartir. La ubre del estado debe ser
ordeñada todas las mañanas. Estamos ante un fenómeno nítido de parasitismo
estatal, no del tipo del que señalan los neoliberales, sino a la inversa, ante un robo sistemático al Estado.
El modelo que hemos ido generando no es el del que sale a
competir al mercado, sino el de que, lejos de competir, se hace —a través de sus conexiones y connivencias— con
una parte segura de los fondos del
estado. Segura porque todos los
mecanismos por los que consigue su beneficio están trucados. Es, sencillamente,
delictivo en todos sus pasos, por mucho que hayan tratado de cubrir sus huellas
bajo firmas y documentos administrativos que justifican sus procedimientos.
Todos esos informes, asesorías, eventos no realizados, etc.,
de los que vamos sabiendo no son más que el asalto al estado, a lo público, con
cómplices dentro. Las componendas realizadas por altos y medios cargos para hacerse con el dinero de todos y lograr que acabe
en sus bolsillos repugnan por su frialdad y falta de conciencia. No hay oportunidad que no aprovechen, no hay dinero que pierdan la ocasión de apropiarse: cultura, cooperación, subsidios...
La detención por corrupción de una serie de responsables, del
más alto nivel, de la Oficina de
Cooperación en la Comunidad Valenciana es un escándalo más que debería hacernos
reflexionar —más allá del partidismo— sobre la indefensión en la que el Estado
se encuentra y las repercusiones que sobre todos nosotros tiene. El hecho de
que de 833.000 euros destinados a la ayuda cooperativa en Perú, se calcule
—según la investigación provisional realizada— que solo han cruzado el
Atlántico 43.000 es algo tan demoledor que nos hace cuestionarnos los
mecanismos con lo que deberíamos contar para evitar esto.
Lo que se está produciendo es un auténtico asalto desde
todos los frentes a las instituciones a través de subvenciones, ayudas,
financiaciones, etc. destinadas a propósitos que no se cumplen, proyectos
imaginarios muchos o agrandados hasta la exageración para recibir fondos.
Hay dos hechos destacables: lo premeditado, es decir la
constitución de entramados perfectamente organizados entre miembros de la
administración (funcionarios o políticos, aunque son más los segundos los que
tienen la responsabilidad decisoria) y entidades privadas (particulares, empresas,
fundaciones, etc.) que son los receptores privilegiados y fraudulentos de esos
fondos que se aprueban para unos fines y acaban en sus bolsillos.
Por lo que vemos, el dinero público está desprotegido pues
fallan sistemáticamente los controles que deberían avisar de lo que ocurre.
Hemos construido un estado sin fusibles;
no saltan las alarmas hasta que es demasiado tarde. Las cifras que se han destinado,
la duración del fraude, etc., hacen ver que no son pellizcos, sino auténticos zarpazos
al erario público, al bolsillo de todos.
Esto tiene un nombre: corrupción.
Se produce cuando las personas que deben velar por el buen funcionamiento de
las instituciones públicas dejan de hacerlo y las utilizan en su propio
beneficio. Hay países en los que la corrupción es un hecho cotidiano y
reconocido; sabes que debes pagar a funcionarios de distinto nivel para
conseguir tus fines, desde un certificado a una licencia urbanística. En todos
los países, con distintos grados, existe la corrupción. El problema es la
actitud para combatirla, el rechazo político y social que genere, etc.
El asalto político
a la administración, es decir, la colocación de personas “de confianza” en
puestos remunerados y cargos públicos tiene efectos secundarios cuando se elige
en función de criterios extra administrativos. Hoy la política es una profesión
de la que se vive en dos grandes “empresas”:
el partido y la administración.
Se entra en los partidos como antes se entraba en los
bancos, de botones. Y se va ascendiendo hasta que el partido te coloca en los
puestos adecuados, según se esté en el poder o en la oposición. Las luchas a
muerte cuando un partido sale del poder es porque salen en fila unos para que
entren en fila los otros. Evidentemente, no todos los políticos actúan de la misma manera, pero los partidos sí son responsables institucionales de las personas que designan para puestos en los que luego se producen estos escándalos. Toda institución que no vela por la honestidad de sus integrantes está condenada a convertirse en cueva de ladrones y sinvergüenzas, que se sentirán siempre bien acogidos y tranquilos.
Desde hace cien años han existido, especialmente en Francia, una serie de escuelas y teóricos de la Administración que han planteado la
necesidad de que los funcionarios fueran de
todos, que tuvieran la autonomía y el respaldo suficiente como para poder
frenar las oleadas de los llegados desde la política que pudieran
aprovecharse de su ocupación circunstancial del estado. El funcionario es del Estado, el político
del partido.
Esto no es burocratismo,
sino respeto de lo público por ser
precisamente una garantía de la neutralidad del estado y sus leyes frente a los
cambios. El funcionario hace lo que se le indica si está dentro de la Ley. El
que los funcionarios tengan un puesto estable tras una oposición en la que
entran a formar parte de un cuerpo del Estado —¿por qué no se dice esto más a
menudo?— es precisamente para garantizar que no pueden ser presionados con la
pérdida de su puesto de trabajo por no obedecer órdenes que no se ajusten a la
Ley. Es obligación de cualquier funcionario velar por el cumplimiento de las
leyes y si no lo hace o no lo evita es sancionado. El funcionario defiende los derechos de todos los ciudadanos.
La administración deja de funcionar con estas garantías
de independencia cuando el funcionario se siente indefenso ante los poderosos y superiores.
La corrupción no solo existe cuando un funcionario no cumple con su deber; existe
también cuando puede ser sancionado o marginado por cumplirlo. Es
todavía peor este segundo caso porque refleja un clima generalizado.
Todos esos fraudes a los que asistimos han pasado
teóricamente por filtros, por controles de gasto. Tanto lo que se perdía de
cooperación por el Atlántico, como los ERE fraudulentos, los gastos en cocaína,
los informes que nunca existieron, etc., todo este universo paralelo y
vergonzoso, este asalto a lo público, ha tenido que pasar por controles en los
que quienes lo vieron decidieron que, si tenía las firmas correspondientes de
los superiores, para qué complicarse ellos
la vida. Esa es la actitud de la desmoralización, del que autocensura, o
del que no siente lo público. La afirmación realizada hace un par de día por los políticos valencianos de que las tramitaciones de las subvenciones se habían hecho "de forma impecable"* es un despropósito de tal calibre que no puede entenderse ni transmitirse a la ciudadanía. Si lo fraudulento resulta de lo impecable, podemos cerrar la administración y que se lo lleven todo directamente. No está solo la tramitación; está el control posterior que es donde se amparan para su impunidad, en una administración que se ve limitada en sus recursos para la verificación y cuya función se reduce a recibir simples documentos sin nada detrás.
Hay que devolver el sentido de lo público, de la función pública, rearmar moralmente a una administración
en la que existe el temor de denunciar lo que tienes delante. El hecho de que
los fraudes que estamos viendo afecten a las más altas instancias (directores
generales o presidentes autonómicos entre otros) es un ejemplo de ese miedo a enfrentarse
a lo que es imposible que no levante sospechas en cada uno de sus trámites.
Se equivocan los que atacan a los funcionarios. Es más
importante rearmarlos moralmente, que sientan que cuentan con el apoyo de los
ciudadanos para que se sientan con las fuerzas necesarias, con el respaldo para
poder denunciar y poner coto al latrocinio sistemático del estado. Unos
funcionarios a los que se tilda permanentemente de parásitos o incumplidores, tendrán
cada vez menos motivación para cumplir con aquello que es su función: defendernos
a todos, trabajar para todos.
* "La fiscalía desarticula otra trama corrupta del Gobierno valenciano". El País 23/02/2012 http://politica.elpais.com/politica/2012/02/23/actualidad/1330032504_021068.html
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