Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La retransmisión por el Skup
del diario El País del debate entre
Rowan Williams, arzobispo de Canterbury, y el biólogo genetista Richard Dawkins
ha sido seguido, según los datos oficiales, por 14 usuarios registrados, de los
cuales 4 podían “escribir”*. No hay ninguna respuesta a las entradas y han
pasado ya doce horas. La antepenúltima de las cincuenta entradas apunta “La
conversación terminó con una reflexión sobre lo difícil que resulta hablar de
estos temas”. El título que el diario le puso a esta retransmisión
escrita y fragmentaria del encuentro en la Facultad de Teología de la
Universidad de Oxford fue “La Ciencia frente a Dios”, título algo exagerado
pues ni Dawkins es la “ciencia” y, sobre todo, Williams no es “Dios”.
Javier Sampedro, que sabe de estas cosas científicas, se
modera titula en portada “El obispo también viene del mono”, que también es
llamativo e irónico, pero que deja —una vez más— en los que no saben nada de “esto”
porque no se lo acaban de explicar o no lo quieren entender, que “esto”, como
si fuera un duelo a muerte en OK Corral,
no es algo entre el mono y yo.
Enzarzados en nuestro lío personal con el mono (categoría imprecisa y no científica, desde luego), muchos han dejado de preguntarse sobre lo que hay por debajo y a los lados, evolutivamente hablando. Al final muchos sacan la conclusión de que es un problema de adanismo evolucionista, algo que solo nos afecta a “nosotros” y no al resto de lo vivo, que ha estado sujeto igualmente a cambio.
Enzarzados en nuestro lío personal con el mono (categoría imprecisa y no científica, desde luego), muchos han dejado de preguntarse sobre lo que hay por debajo y a los lados, evolutivamente hablando. Al final muchos sacan la conclusión de que es un problema de adanismo evolucionista, algo que solo nos afecta a “nosotros” y no al resto de lo vivo, que ha estado sujeto igualmente a cambio.
Ya en la época de Darwin el tema se centró en el “mono”, que es como decir que la evolución se volvió una cuestión personal. De los cientos o miles de ataques en forma de chistes y caricaturas que se realizaron contra Charles Darwin para tratar de ridiculizarle y hundir su sencilla teoría, hay uno que me llamó la atención. Nos mostraba a un gorila llorando desconsolado y señalando acusadoramente a Darwin. El texto era el siguiente:
The Defrauded Gorilla: “That Man wants to claim my Pedigree. He says
he is one of my Descendants.”
Mr. Bergh: “Now, Mr. Darwin, how could you
insulting so?”
La escena se desarrolla ante la sede de la Sociedad para la
Prevención de la Crueldad con los Animales (APSCA). La persona ante la que el
gorila defraudado se lamenta es Henry Bergh, el norteamericano que fundó en
1866 la sociedad. Consiguió que en veinte años la mayoría de los estados
tuvieran unas leyes contra la crueldad hacia los animales. Desde su visión religiosa
del mundo, logró el compromiso con la Alianza de iglesias evangélicas y los
episcopalianos de que cada pastor dedicara una vez al año su sermón dominical a
exponer antes sus asistentes la cuestión de la crueldad hacia los animales y la
necesidad de remediarla.
En su papel de defensor de los animales, tras giras por los
Estados Unidos llevando sus ideas, Bergh fue abordado —ya en 1874— por la
misionera metodista Etta Wheeler, quien le puso al tanto del caso de los abusos
crueles que estaba sufriendo una niña, Mary Ellen Wilson. Bergh decidió que
valía la pena dar el salto del conjunto de los seres vivos a la parte más
desprotegida de la comunidad humana, los niños, y se puso manos a la obra. En
1875 había fundado la Sociedad Neoyorkina
para la Prevención de la Crueldad hacia la Infancia (NYSPCC), cuyo ejemplo
daría lugar a muchas otras asociaciones con la misma finalidad por los Estados
Unidos. Sería algo hipócrita y estúpido recriminar a Bergh haber pensado antes
en los animales que en los niños, cuando lo que hay que agradecerle es su sensibilidad
ante la idea de crueldad y su concreción sobre los distintos seres.
El chiste del lloroso gorila tiene su esencia atacante en la
cursiva de “Man”, la que desvincula a Charles Darwin del resto de la humanidad.
Él es “ese hombre”, alguien diferente
a los demás, algo que fue muy utilizado en las caricaturas que nos presentaban
un cuerpo de simio con la cabeza de Darwin. Otros chistes abundaban en la misma
idea: el Sr. Darwin puede descender de
quien quiera, pero tú desciendes de tu padre y de tu madre, contestaba una
señora a su hijo que había oído rumores.
Henry Bergh |
Uno de los problemas que se plantean desde el evolucionismo
—y que el propio Dawkins plantea en sus obras— es el problema del altruismo,
que trata de encajar por qué los seres actúan contra sus propios intereses y no
son siempre absolutamente egoístas, como el gen que da título a la obra más
conocida de Richard Dawkins (El gen egoísta). Algunos lo hacen desde la
similitud genética, es decir, nos sacrificamos por nuestras familias para
mantener la descendencia, pero eso solo explica una parte y de forma poco
convincente, como nos muestran algunas tragedias griegas. La gente se sacrifica
por muchas cosas y no todas tienen como explicación los intereses, aunque estos
puedan estar ocultos incluso al mismo sujeto.
Henry Bergh sufrió burlas parecidas a las que padeció
Charles Darwin. El primero por una idea tan poco evolucionista como pedir que se dejara de abusar cruelmente de los
animales. Lo hizo por una creencia. Creencia es también la necesidad de
proteger a la infancia tras siglos de abusos y explotaciones, o la igualdad de
derechos o el derecho al voto, la democracia, etc. El problema no es tener creencias; es lo que se hace con ellas.
Consideramos que no hay maldad en que un león devore un antílope, por ejemplo. Pero sí consideramos que hay maldad en maltratar y abusar de los animales o de las personas. Como resultado de la evolución, somos naturaleza, pero una naturaleza que trata de comprenderse y elige cambiar frente a los cambios del azar, que son los que rigen la evolución. La naturaleza es ciega; nosotros, no. Y esa es la paradoja. Hemos desarrollado el “gen” de la incomodidad, del malestar con nuestras propias acciones, también llamado capacidad crítica. Donde la naturaleza cambia por mutación azarosa, nosotros cambiamos argumentativamente. Puede que Henry Bergh tuviera una mayor sensibilidad a la crueldad que la mayor parte de sus contemporáneos, acostumbrados a la indiferencia ante el maltrato animal. Se basó en sus creencias y en su deseo de convencer a los demás. Darwin tuvo que desterrar muchas de las suyas, con gran tristeza algunas. El problema de las creencias no es sí se pueden demostrar (en cuyo caso dejarían de serlo), sino hacia dónde nos llevan o nos impiden ir.
Lo mejor del encuentro entre Richard Dawkins y el arzobispo de
Canterbury es que al terminar nadie ha mandado a la hoguera a nadie. Mal humor, puede, pero poco más. Los 14 interesados en Skup tampoco se han quejado.
El problema no son tanto las creencias —algo humano, propio— como la forma en que se imponen a los demás y cómo se trata al que no las comparte. No existe una sociedad o cultura que no tenga “creencias” y en última instancia, como señalaba Yuri Lotman, una cultura es una estructura axiológica, un sistema de valores.
El problema no son tanto las creencias —algo humano, propio— como la forma en que se imponen a los demás y cómo se trata al que no las comparte. No existe una sociedad o cultura que no tenga “creencias” y en última instancia, como señalaba Yuri Lotman, una cultura es una estructura axiológica, un sistema de valores.
Darwin percibió en la Naturaleza un universo “cruel” y sin “justicia”
—conceptos absolutamente humanos—, y eso le deprimió. El que percibió Henry
Bergh era igualmente cruel e injusto, pero por la acción humana, y tuvo la saludable, insensata y
antinatural creencia de que el hombre
no debía aportar al mundo más crueldad de la que ya existía. Y luchó por ello.
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