Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El actor George Clooney, al hilo de su doble candidatura, como guionista e
intérprete a los próximos premios Oscar
de este año, ha señalado que no suele pasar de la décima página de la mayor parte
de los guiones que le llegan. “Quizá es que llevamos haciendo películas más de
100 años y se nos están agotando las historias. O que el sistema de estudios no
busca buenos guiones sino grandes espectáculos”*, ha dicho Clooney. Ambas cosas
no son incompatibles y la diferencia entre ser optimista o pesimista es apostar
por la segunda o la primera. Si se nos han agotado las historias, no hay nada
que hacer; si los estudios no apoyan buenos proyectos, los independientes pueden buscarlos.
Vi ayer la película con la que Martin Scorsese rinde su
homenaje a los inicios del Cine, al mago Georges Méliès y lo mejor son las recreaciones
de las viejas películas mudas. Junto con The
Artist, parecen querer decirnos que hay que volver a los orígenes, que —cómo el
nadador— se ha tocado el final de la piscina y hay que regresar. Evidentemente,
volver al principio no es ponerse a hacer películas
mudas, aunque algunas pudieran ganar con ello. Volver al principio es recuperar el espíritu pionero que tienen los
locos que se embarcan en lo desconocido. Es volver a recuperar —en el film de
Scorsese— la chispa en los ojos de
Georges Méliès cuando descubre, en una barraca de feria, la máquina que han
creado los hermanos Lumière. Es la chispa de la creación, y no la de la mera codicia,
la del negocio.
Siempre hay cosas que contar, pero somos nosotros los que
las descartamos por falta de seguridad, como en tantas otras facetas de la
vida. Existe una autocensura creativa: la que solo piensa en términos de gusto. Intentar siempre crear algo en
términos de lo que les puede gustar a los demás es prescindir del motor más
importante de la creación: uno mismo. Lo sabe cualquiera: hay que creer en lo
que se hace, sentir entusiasmo. Muchas películas no producen a los que las
hacen más entusiasmo que el saber que van a tener unas semanas de trabajo o unos ingresos posteriores.
No es casual que haya aumentado el número de actores que se
lanzan a la producción, a escribir guiones o a la dirección. Son ellos los que
padecen en última instancia la vulgaridad del proceso, los que tienen que poner
la cara y decir frases tópicas frente a la cámara, dar réplicas absurdas a sus
compañeros de reparto.
Muchos necesitan meterse en estos proyectos arriesgados
porque no encuentran —como señalaba Clooney— ofertas por parte de los estudios.
Los buenos guiones llegan hoy a los
actores para que estos luchen desde dentro y poder sacarlos adelante. También
los malos les llegan, claro, como señalaba y no se puede pasar de esa fatídica décima
página. Muchos han creado sus productoras para poder sacar sus propios
proyectos, delante o detrás de la cámara. El más evidente es Clint Eastwood y
su productora Malpaso, con la que pudo salir del encasillamiento y la rutina ofrecida
por los estudios.
Clooney se queja con razón, de que el director de su
película The Descendants, Alexander Payne,
haya tardado siete años en llevar al cine una nueva película desde Entre copas (Sideways, 2004), otro proyecto muy interesante con gran éxito de
crítica y público. Pero en las películas de Payne no hace falta 3D ni los coches saltan
por los tejados. Son historias.
La clave, como si en una pélicula de Welles nos encontráramos, nos la da la lápida conmerotaviva puesta en la casa en que nació, no el cine, sino Georges Méliès: "creador del espectáculo cinematográfico, prestidigitador, inventor de numerosas ilusiones". Puede que algunos vean en Méliès al abanderado de los "efectos especiales", pero lo era sobre todo de despertar la ilusión. La palabra ilusión nos remite a lo que no tienen existencia real, pero también a la energía que se pone en las tareas, al entusiamo. El cine, como cualquier arte, requiere de las dos: ilusión tras las ilusiones, ilusión que ilusiona.
No se agotan las
historias. Nosotros las agotamos y
nosotros nos agotamos por contar las
mismas una y otra vez de la misma manera. Se acaba con el riesgo que supone la
creación artística. Las historias las da la vida y no la taquilla. Cuando el creador se pone a pensar qué es lo que
le gusta a la gente para dárselo, se pone en marcha un círculo vicioso del que
es difícil, tras varios giros, salir. Esa forma de trabajo maleduca a los públicos; los convierte en acomodados seres que
languidecen entre los contradictorios deseos de novedad que les saque del
aburrimiento y la incapacidad de percibir el valor de lo nuevo. Creadores y
público se vuelven rutinarios.
En alguna parte, a alguien se le está ocurriendo una
historia que contar. Comienza la lucha.
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