Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Cuando los políticos usan ciertos términos, la lían. El resultado final es lo
que ha ocurrido en la Asamblea Nacional Francesa tras la intervención del
diputado por la Martinica, Serge Letchimy, recriminando al ministro del
Interior, Claude Guéant, su concepción de las civilizaciones expuesta el fin de semana en un acto electoral. El diario El
Mundo resume así el origen de la polémica:
"Contrariamente a lo que
dice la ideología relativista de izquierda, para nosotros todas las
civilizaciones no tienen el mismo valor", había señalado Guéant el
pasado sábado durante un acto de jóvenes sindicalistas conservadores. "Las
que defienden el humanismo nos parecen más avanzadas que las que lo niegan, así
como las que defienden la libertad, la igualdad y la fraternidad nos parecen
superiores a las que aceptan la tiranía, la sumisión de las mujeres y el odio
social o étnico".*
La respuesta no se
hizo esperar y Serge Letchimy le lanzó una réplica que causó la indignación de
la mayoría parlamentaria y del banco de los ministros que abandonaron el
hemiciclo ante la impotencia del presidente de la Cámara, que trató de
poner calma y reconducir la sesión, finalmente suspendida. Letchimy le
dijo al ministro, por encima de voces y gestos de indignación y burla, que no lograron
interrumpirle:
"Usted privilegia la sombra
y nos devuelve, día tras día, a esas ideologías europeas que dieron nacimiento
a los campos de concentración", exclamó el político martiniqués antes de
referirse, en medio de un griterío, al "régimen nazi". "Ninguna
civilización tiene la exclusividad de las tinieblas, ningún pueblo tiene el
monopolio de la belleza, de la ciencia, del progreso o de la
inteligencia", recalcó antes de llamar demagogo a su adversario y
defender la Francia de la condición humana de Montaigne y de Voltaire.*
El Ministro Claude Guéant durante la sesión |
Es cierto que los
actos electoralistas no suelen ser el lugar más adecuado para debatir conceptos
de altura, pero sí parecen el lugar idóneo para decir todo tipo de sandeces.
Cuando los políticos utilizan conceptos tales como “culturas”, “civilizaciones”,
etc., hay que echarse a temblar porque no están hechos para ser utilizados de
esa manera ni con esas intenciones. Las grandes palabras, así usadas, suelen
esconder la pobreza de ideas, que es lo que le ha pasado al ministro Guéant.
Diputados y ministros abandonan la Cámara |
Existe un problema de perspectivismo,
por un lado, y político, por otro. El
primero es la aplicación del reduccionismo
negativo. Definimos a los demás negativamente y a nosotros mismos de forma
positiva. Somos portadores de virtudes y los demás de defectos. Esto es un problema
que —como la ignorancia— se reduce con un aumento del conocimiento de aquello
de lo que se habla, para algunos un esfuerzo sobrehumano o una pereza infinita.
Serge Letchimy da lectura a su recriminación al Ministro |
Las personas que no saben de lo que hablan recurren a
generalizaciones y, sobre todo, a tópicos, a lugares comunes sobre los demás.
Recuerdo el título de una obra, de allá por los setenta, que me pareció
revelador: “Catálogo de necedades que los europeos se aplican unos a otros”.
Este tipo de grandes generalizaciones “culturales” no son más que paraísos
fiscales de la estupidez, ya sean aplicados por un pueblo a su vecino, un país
a otro, o una “civilización” contra aquella con la que quiera contrastarse. La
civilización no es algo; es el nombre que le ponemos a un algo difuso y dinámico,
poliédrico, cambiante y diferente. Llamamos “civilización” a lo que agrupamos
del otro desde nuestra perspectiva. Eso debería estar medianamente claro, especialmente
en Francia, que ha tenido y tiene buenos pensadores y científicos sociales.
Pero Guéant estará muy ocupado.
El problema político, en cambio, son las consecuencias de
esto. Desde que los políticos han decidido que deben ser hombres de acción,
ejecutivos, gestores y otras lindezas gimnásticas (¿puede alguien mencionar
algún libro de ideas de alguno de nuestros líderes, no los biopics electorales?), es decir, ser hombres sin ideas pero con programas, tratan
de alimentar a los demás con estas grandes palabras, conceptos que, sacados de
sus contextos reflexivos, se convierten en energía electoral. “Humanismo”, por
ejemplo, pasa a ser una palabra “bonita”, positiva, que suena bien y puede ser repetida,
sin más explicaciones, en cualquier mitin, discurso o inauguración de un
matadero municipal. Haga pruebas, ante un espejo, repitiéndola y verá qué bien
se siente. Hu-ma-nis-mo.... Los demás, claro, son inhumanos.
La barbarización del
otro, su reducción negativa, como decíamos antes, se traduce en dos efectos
políticos peligrosos: primero la traducción a acciones reales (ataques,
insultos, etc.) emprendidas por los que están deseando que les digan este tipo
de justificaciones maximalistas para agarrar un bate de béisbol o un lata de
gasolina. Con el caso reciente del monstruoso criminal de Oslo y Utoya reciente
no estamos hablando de casos improbables ni de la historia del nazismo. Lo hizo
convencido de su superioridad civilizada; mató a los que consideraba traidores
a una civilización humanista y cristiana. Evidentemente ese loco, permeable social, es decir, sensible a
lo que escucha, ha justificado su locura en las palabras de otros, palabras e ideas retorcidas hasta convertirlas en las armas deseadas. Ninguna
retórica es en balde; siempre hay algún loco que pone en marcha su mente
enferma después de ver esas luces que otros le ponen en el camino.
El segundo efecto político es también muy peligroso y consiste
en la percepción exterior. Por el mismo reduccionismo negativo que nosotros
aplicamos a los demás, los demás nos lo aplican a nosotros. Donde nosotros
hemos visto a un loco criminal, algunos de los que están al otro lado de esa
imaginaria línea que trazamos lo utilizan no como excepción sino como norma. Así son los occidentales. Lo
que se acaba produciendo es una espiral de intransigencia, una
retroalimentación de fuerzas negativas que provocan sus propios desenlaces. No
otro ha sido el caso del estúpido visionario Terry Jones, el pastor que decidió
realizar un juicio contra el Corán. Su imbecilidad manifiesta —que se condene
en su propio infierno— no sirvió más que para causar la muerte de inocentes que
pagaron sus alegrías de civilización superior.
La incapacidad para ver nuestros propios defectos es solo
una parte. Los grandes conceptos como “civilización”, “cultura”, etc. son
pobres instrumentos para intentar definir, abarcar o explicar nuestra identidad
o nuestra diferencia respecto a otros. Son herramientas imperfectas —incluso en el
campo científico o académico— y controvertidas porque no sabemos si realmente
nos ayudan a comprender o evitan que lo hagamos tras los muros de los
prejuicios. Son fuente permanente de debate y redefinición.
Por eso, las aseveraciones tan enérgicas del ministro
afirmando nuestros valores y negando
los de los demás son, en el mejor de los casos, osadas. Lo que le han dicho
sobre el monopolio es cierto. Nadie lo tiene. Pero en cualquier lugar del mundo
pueden escucharse las campanadas de la estupidez dando imperturbables y
satisfechas las horas.
La solidaridad de la Asamblea con el Ministro les hizo
levantarse para no escuchar lo que se les estaba diciendo. No es agradable que
te recuerden que las palabras contra otros acaban siendo la semilla de la
xenofobia o el racismo. En un mundo sensato, el Ministro habría pedido disculpas por sus palabras y habría
vuelto a la biblioteca. Pero un mundo que tiene elecciones cada cuatro años —y
entremedias incontables discursos— no es el lugar adecuado para pensar serenamente, sino
para adular los egos individuales y sociales, para remar siempre a favor de la
corriente. Hasta que la corriente se convierte en riada y se lleva todo por
delante.
Está claro que, como buen político, Claude Guánt tiene la obsesión polar: la izquierda / la derecha, nosotros / ellos, humanismo / barbarie. De hecho, el ataque era una excusa contra los que llama "relativistas", es decir, una acción electoralista. Lo importante del caso no solo es que un Ministro del
Interior crea en lo que cree, sino que lo extienda a esos jóvenes sindicalistas conservadores, tal como los define el
periódico. No hace bien a nadie y, en cambio, puede hacer daño a muchos.
Propagar prejuicios siempre tiene sus riesgos.
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