Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Ayer compré libros, libros nuevos y libros callejeros,
salidos unos de los estantes de la librería de la Facultad, y recuperados otros,
los viejos, del suelo de la Avenida en
una tarde gélida. Pepe, el vendedor callejero de libros —ya lo conocen los
lectores [ver entrada]—, esperaba la salida de los alumnos de clase al mediodía. A esas horas aumenta
el movimiento de estudiantes arriba y abajo, camino del metro los que terminan y
hacia las facultades los que tienen turno de tarde. Con la sábana expositora cubierta
ya por la sombra de los árboles, el vendedor buscaba del sol que le permitiera evitar la congelación por el viento siberiano que
asola Europa hasta llegar a la mismísima Avenida Complutense.
Los libros no
sienten el frío, pero sí su vendedor que —como en la maravillosa película de
Vittorio de Sica, Milagro en Milán (1951)—
se desplaza de un lugar a otro para tratar de calentarse bajo los tibios
rayos sol. Mucho, mucho frío ayer por todas partes y a todas horas. Mucho frío para estar a la intemperie vendiendo libros sobre una sábana.
Buscando el sol: Milagro en Milán |
Me detengo ante la sábana sudario y exploro la veintena de libros que componen su oferta del viernes, la de los libros a dos euros. Un alumno se detiene y le pregunta por uno de Calvino que debió ver al pasar por
la mañana, camino de clase. Pepe se lo señala. Le explica que lo ha cambiado de
sitio al reajustar los libros en la
sábana. Veo, de reojo, que es uno de los que componen la trilogía Nuestros antepasados, la radiografía que
Italo Calvino hizo del hombre contemporáneo a través de unos seres fantásticos: un hombre dividido
en dos partes por un sablazo en la batalla (El
vizconde demediado), una armadura vacía que busca su identidad (El caballero inexistente), y un barón
que se subió a un árbol de pequeño y no volvió a bajar, recorriendo Europa sin
pisar el suelo, de rama en rama (El barón
rampante). Es este último es el que revisa el alumno entre sus manos
heladas.
—Yo no lo dudaba —le digo para animarle a la compra.
Es un empujoncito que le decide a llevárselo. Pepe está sin
cambio y le ofrece la posibilidad de completar el resto, el euro que falta, con
postales antiguas, que también tiene en su sábana expositor este viernes.
—Hay “románticas”, de Marruecos… —le indica al comprador—. Son
antiguas antiguas, de las de verdad. Están
pegadas por el frío que hace.
Manuel Altolaguirre |
Mientras buscan la postal que complete la compra, yo hago mi
recolecta de obras a sabiendas de que hay dificultades con el cambio. Me llevo unos
cuentos de Cortázar para regalar, un Cántico
porque no sé dónde estará el mío, una edición bilingüe de la obra poética de
Rosalía de Castro, otro sobre la historia de la prensa en España, y un librito de
recuerdos de Manuel Altolaguirre, El
caballo griego. Reflexiones y recuerdos (1927-1958)*, en edición de regalo del diario Público.
¡Cuántas cosas por los suelos! ¡Cuántas ideas sobre
aquella sábana helada —sudario, mortaja, fosa común—, ante la que solo hay que hacer el esfuerzo sobrehumano
de agacharse y mirar y devolver a la vida un cadáver literario! Pero así es el mundo que hacemos: la cultura sobre una sábana sudario, en un mediodía gélido, cadáveres ignorados en una avenida universitaria. Saber, al
menos, que el libro de Calvino ha vuelto de entre los muertos, me compensa el
día.
El libro de Manuel Altolaguirre es apasionante y apasionado. Seguro
que si algún transeunte lo abriera, se sentiría inmediatamente atrapado por el poder de
sus palabras, por la fuerza del sentimiento que lo desborda:
Ningún campo tan grande como el
de nuestra memoria. Recorrerlo es buscarse a sí mismo. Pero esa sombra que
intenta conocerse a fuerza de andar por su propia vida no soy todo yo. Ése que
recibe extrañas impresiones poco a poco y que se muestra insensible a la
mayoría de ellas, ése no soy tampoco yo, aunque lo soporte en mi suelo. Sólo me
reconozco en los demás. Ellos son mis orillas y si soy sombra, es la luz de
ellos la que al confundirse con mis primeros grises forman las auroras; y si soy
de agua y ellos son de roca, en nuestro choque se formarán playas y litorales;
y si soy calor y ellos son nieve, en nuestro encuentro la primavera dará sus
flores y el otoño madurará sus frutos.
Mira los campos de la ciencia,
las cumbres de la poesía, la tempestad de las pasiones, el sol de la verdad, la
música de los astros… y considera todo esto dentro de ti y dime si no tiene que
ser una pequeña parte tuya esa figura de hombre que en vano intenta definirse. (13)*
Esta palabras me ayudan a completar el día, me compensan de
las dos horas de examen en un aula repleta, de esta forma extraña de aprender y
enseñar en la que ni se aprende ni se enseña, porque nos han dibujado un campo
imposible, rígido, apresurado, en el que poco importan profesores y alumnos,
reducidos todos a evaluaciones absurdas en las que se rellena con datos lo que carece
de sentido, un mundo reducido a formularios y protocolos, en el que lo esencial,
las personas, importan muy poco.
Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre y José Bergamín |
Meto los libros en la bolsa misma en la que llevo los
exámenes. No creo que se contagien unos de otros. Me hubiera gustado ver a
algunos de esos alumnos —cuyos escritos tengo que evaluar— inclinados frente a
esa sábana, recuperando aquellos libros helados, repletos
de palabras capaces de despertar en ellos algo de lo
que la rutina y la zafiedad mata cada día.
Creemos que aprendemos y enseñamos, pero no es así. Realizamos
un trabajo mecánico para que puedan hacer otros muchos trabajos mecánicos. Y
así avanzamos como una rutinaria máquina que ha dejado de plantearse hacia dónde
va y coloca el piloto automático confiada en que la aburrida recta de la carretera
durará hasta el infinito, toda la eternidad. Hacia el horizonte, con un bostezo.
De su escrito, incluido en el libro, “Recuerdos de Federico
García Lorca” (1939), rescato estás palabras que rememoran su vida de
estudiante:
De mi vida universitaria con
Federico García Lorca siempre me acordaré de su examen de Derecho Político,
como lo recordará sin duda Fernando de los Ríos, que fue quien lo examinó. Su
definición del Estado como una gran araña… y su fantástica evocación del mundo
de los griegos, que prolongó después del examen, en la tertulia del Café de la
Alameda, entre los poetas de la nueva «cuerda
granadina». Luego, en casa, nos tocaba el piano, con animación y gesto,
cantando cuando hacía falta, levantándose en lo mejor de la pieza si se le
ocurría mirar por la ventana. Se entusiasmaba y entonces calificaba el suceso,
la música o el paisaje con palabras que inventaba de pronto: chorpatélico,
elepente, anfistora. Palabras que utilizaba también para pedir algo: «Muchacho,
tráeme un chorpatélico». Y el camarero le traía una pajarita de Anís del Mono.
(155)
Otro mundo, otras personas; para bien y para mal. Eran pocos,
pero valoraban la cultura y la alegría de aprender; algo que hemos perdido en
este mundo frío, tan frío como ese viento siberiano que arrasaba la avenida de
la Universidad y que seguirá azotándola con la fuerza de la indiferencia, más allá del viento, sustituyendo
el entusiasmo por la “eficiencia”, la alegría por la indiferencia.
Dan ganas de no bajar del árbol, como el héroe del libro de
Calvino que el alumno se llevó. El viento hoy también azota el árbol.
* Manuel Altolaguirre (2010): El caballo griego. Reflexiones y recuerdos (1927-1958). Voces críticas, Barcelona.
El hueco de sol en Milagro en Milán |
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