Joaquín Mª Aguirre (UCM)
[…] es evidente que un Estado o
un poder suficientemente sofisticado para prever los temblores de tierra y
prevenir sus consecuencias constituiría un peligro para la comunidad y la
especie mucho más fantástico que los propios seísmos. Los terremotati del Sur de Italia han criticado violentamente al Estado
italiano por su incuria (los media han llegado antes que los auxilios, signo
evidente de la jerarquía actual de las urgencias), han imputado con razón la
catástrofe al orden político (en la medida en que éste aspira a la solicitud
universal respecto a las poblaciones), pero jamás desearían un orden capaz de
disuadir las catástrofes: el precio a pagar sería tal que, en el fondo, todo el
mundo prefiere la catástrofe... (21)*
Si los afectados por el terremoto (los terremotati) habían criticado al Estado italiano, lo hicieron por su
falta de previsión respecto a lo
imprevisto, por paradójico que parezca. Hay dos clases de imprevistos y dos
clases de aspiraciones: existe lo
imprevisto absoluto y lo imprevisto
relativo. Del primero no sabemos nada, por definición. Del segundo no
sabemos cuándo o dónde, pero sí sabemos de su posibilidad. La aspiración de la Ciencia
es tratar de desentrañar los arcanos de lo imprevisto, pero es la Política la
que debe aspirar a prever sus consecuencias. Por eso, los afectados por el
terremoto que asoló el sur de Italia en 1980, al que alude Baudrillard, y causó
más de 2.700 muertos, se volvieron contra la inutilidad de los políticos y no
contra los científicos. Y con razón.
Quizá sea imposible prever las catástrofes de la naturaleza con
una anticipación suficiente; quizá, como señala Baudrillard sería una fuerza
tan poderosa que no sería deseable por sus terribles implicaciones.
Creo que todos tenemos serías dudas sobre la naturaleza de la catástrofe económica que estamos padeciendo. Aquí las opiniones se dividen en dos grandes bloques: los que creen que entra en el ámbito de la “naturaleza”, es decir, que se produciría por mecanismos de la propia Economía —del mercado—, y los que creen que es el resultado de acciones humanas positivas o negativas. Me refiero en esta última consideración a que existen las teorías del error (es el resultado de unos errores continuados, imprevisiones, etc.) y las teorías conspiratorias, que son las que consideran que el mercado no está funcionando de manera anómala, sino que sencillamente unos se están beneficiando con ciertas manipulaciones y otros lo están pagando. Por supuesto, errores y conspiraciones son compatibles.
Creo que todos tenemos serías dudas sobre la naturaleza de la catástrofe económica que estamos padeciendo. Aquí las opiniones se dividen en dos grandes bloques: los que creen que entra en el ámbito de la “naturaleza”, es decir, que se produciría por mecanismos de la propia Economía —del mercado—, y los que creen que es el resultado de acciones humanas positivas o negativas. Me refiero en esta última consideración a que existen las teorías del error (es el resultado de unos errores continuados, imprevisiones, etc.) y las teorías conspiratorias, que son las que consideran que el mercado no está funcionando de manera anómala, sino que sencillamente unos se están beneficiando con ciertas manipulaciones y otros lo están pagando. Por supuesto, errores y conspiraciones son compatibles.
Los ciudadanos —distinguiendo entre error científico y error
político—se vuelven contra los gobernantes que son incapaces de elegir las
teorías adecuadas entre la maraña de ideas contradictorias aparentemente
coherentes. Parece que todo está ya dicho. Lo importante es ser capaz de
adivinar, de todas esas respuestas, cuál es la que se corresponde con la
pregunta que el futuro nos depara.
Pese a los efectos desastrosos de la crisis, algunos
—siguiendo el razonamiento de Baudrillard— pensarán que unas instituciones tan
poderosas como para anticipar las crisis puedan ser muy peligrosas para todos,
como se piensa, por ejemplo, de la energía nuclear. Conocimiento es poder. Si lográramos alcanzar ese conocimiento
absoluto —cómo funciona realmente el sistema económico—, sus riesgos serían
probablemente más peligrosos que los del conocimiento nuclear, que ya tenemos,
o el de los terremotos. Irónicamente, habría que crear entonces Tratados de No Proliferación del Conocimiento
Económico mediante los cuales los Estados se comprometieran a no ahondar
más en los secretos de los mercados.
A veces es tan peligroso saber,
como creer que se sabe. Lo que nos
lleva a un punto complicado. Por eso los esfuerzos deberían ser en crear una seguridad
pareja al riego. Sin embargo tampoco aquí existe un acuerdo sobre el equilibrio
entre seguridad y riesgo. Lo que aprendemos de todo esto —y nos lo dicen algunos economistas como Keynes o Galbraith—
es que cuando nos sentimos seguros,
aumentamos los riesgos jugando con fuego, y cuando, por el contrario,
percibimos un riesgo excesivo, aumentamos nuestras exigencias de seguridad.
La sensación más frustrante de esta crisis está en constatar
las múltiples voces que decían satisfechas que era imposible una crisis. Frente
a ellas, unos pocos las describían con pelos y señales. Es como el que tiene la
casa llena de extintores y cuando se produce un incendio descubre con horror
que no funciona ninguno, que el seguro tiene una cláusula que no había visto y
no incluye incendios, que el móvil se le
ha quedado sin batería y no puede llamar a los bomberos. Si a esto le sumamos
los casos en los que hasta que no te has quemado niegas que haya fuego, el
desastre está consumado.
Quedará en el aire la duda de si el fuego fue intencionado o
casual, pero todo lo demás sí es responsabilidad nuestra, especialmente de
aquellos a los que elegimos para que revisen extintores y las cláusulas con
letra pequeña del seguro.
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