Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
No sé
si es porque es domingo o porque la prensa de hoy es especialmente deprimente,
más allá de lo que suele serlo habitualmente. Es un espectáculo de intolerancia
de todos los niveles y campos, desde la homofobia ("El lateral español del
Arsenal Bellerín denuncia insultos homófobos de sus propios aficionados",
El País), la xenofobia ("Suecia elige hoy entre el sistema o la xenofobia
ultraconservadora", El País), el sexismo, la intolerancia ("Escrache
'amarillo' al restaurante de Blanes que rechaza los lazos", El Mundo) y un
largo etc. para todos los gustos o, mejor, disgustos.
Algo
está pasando y lo tenemos tan encima que apenas lo percibimos porque está
empezando a constituir el "nuevo normal", como se dice ahora. Esta
"nueva normalidad" es el resultado de vivir en una constante presión,
en un clima de violencia y tensión que impide a las personas mantenerse en un
cierto estado de relajación o de paz interior, por expresarlo de forma física y
psíquica. Todo en nuestro entorno nos lleva al desequilibrio, solo en la
"desconexión" —término ya revelador— vemos la forma de recuperar una
calma que unos añoran y otros consideran como una sensación en la que descargan
la tensión acumulada.
Estamos
asistiendo a un continuo aumento de la crispación y de la intolerancia como
forma de vida. Las tensiones que se generan por un lado se desahogan por otro.
Es difícil mantener algún tipo de equilibrio estable en un mundo claramente
desequilibrado en el que el miedo ha pasado a ser un resorte que se manipula
sin pudor.
Existe
una constante deriva hacia posiciones extremas, en lugar de ir hacia un
hipotético espacio de encuentro en el que poder resolver de forma positiva los
conflictos constantes. La política se encarga de ello manipulando a las
personas para llevarlas en busca de adhesiones. Para ello se están
entremezclando los peores instintos básicos y las creencias, especialmente las
religiosas y nacionalistas, convertidas en barreras infranqueables de
intransigencia.
Las
grandes unidades que se construyeron durante el periodo de la Ilustración,
especialmente los conceptos de ciudadanía y de universalidad, de derechos
humanos, para tratar de salvar las distancias mortíferas que habían causado
durante siglos las guerras de religión, fueron sustituidas por las del
nacionalismo, en donde la violencia se desataba ahora por las nuevas patrias,
en las que se acogió la santidad de la tierra, convertida en santuarios
intocables por los profanadores.
El
ideal de hermandad se disolvió también por el nuevo racismo colonial que
buscaba en la idea de raza la justificación del dominio y la explotación. Lo
que antes se había justificado en las religiones (cristianismo, islam) o
simplemente el deseo de conquista, ahora encontraba acomodo en las razas
superiores, elegidas por la naturaleza para mandar sobre los vecinos y hacerse
con los continentes. La Alemania nazi, su socio en Japón, buscaban en la raza
el dominio, la reducción o el exterminio de aquellos a los que consideraban
indignos de pisar la tierra o de aquellos cuyo destino estaba marcado por su
inferioridad.
Las
ideologías no se han librado de este
imperialismo, como mostró la Unión Soviética. Donde otros hablaban de razas,
ellos hablaron de clases para esconder a la Rusia imperial de siempre bajo un
deseo de avanzar en el continente hasta llegar a poner sus fronteras en el
corazón de Europa.
El
momento que estamos viviendo en todo el mundo es complejo y peligroso. Todo parece
arrastrarnos hacia los conflictos. La intransigencia ha aumentado en todos los
órdenes y las calles han vuelto a ser escenarios de conflictos violentos. Hay
guerras que parece que no interesa que acaban porque provocan efectos en cadena
que interesan a terceros. Se retrocede en muchos frentes en los que se habían
logrado acuerdos para todos con la excusa del unilateralismo, que en la práctica
supone el imperio de la fuerza frente al diálogo, el egoísmo frente a la
solidaridad. Hoy la grandeza de un país se busca en su fuerza y no en su
capacidad de solidaridad ni en ser un ejemplo de comportamiento cívico. Un
contrato millonario justifica dar armas a países que pisotean los derechos
humanos y que pueden pasearse orgullosos por entre la comunidad internacional,
que solo mira por cada uno.
El
terreno de la igualdad de derechos entre los sexos se reduce en países que
consideran que el patriarcado justifica, en el orden divino o en el orden
natural (para algunos es lo mismo) la dominación masculina. El acoso se ha
extendido llegándose a hacer insoportable en países en los que pisar la calle o
trabajar fuera de casa es una aventura peligrosa.
Los
movimientos contras inmigrantes y refugiados se consideran respetables y
patrióticos, ya sea fundamentándose en la religión, el nacionalismo o la
economía. Se escuchan cada vez más voces que no tienen pudor en predicar el
odio, la xenofobia y el racismo.
Algunos
de los movimientos que ascienden en muchos países comparte esos rasgos, con los
que han hecho una mezcolanza que les lleva al éxito por su capacidad de seducir
a unas masas cada vez más envilecidas por la impunidad que les da el anonimato
de las redes, que les permite sacar su odio y sus burlas.
¿Qué
nos está pasando? No creo que haya una explicación sencilla y habría que
evitarla. Lo que sí parece claro es que no estamos preparados para eludir el
contagio de estas corrientes que pueden arrastrar a millones hacia el
fanatismo, como ha ocurrido con el extremismo islámico, secundado por los
gobiernos que no quieren verse cuestionados, o por unas religiones que buscan
la revancha frente a la ciencia reviviendo el oscurantismo del dogma como una
verdad eterna. Alguien lo llamó "La venganza de Dios", pero no es más
que el oportunismo de aquellos que han esperado la llegada de la nueva
ignorancia para exhibir sus terrores apocalípticos y milenaristas.
La
extensión de la educación en muchos países se ha realizado con la vista puesta en
el trabajo y no en la persona, a la que se ha desposeído de las defensas del
verdadero conocimiento, por lo que queda a merced de todo tipo de influencias
por el desequilibrio en el que vive. Lo mismo que nos debería haber ayudado,
tal como planteaba la Ilustración, se ha convertido en la fuente del envenenamiento
a través del adoctrinamiento. Además se ha reforzado a través de la
socialización de los medios de comunicación y su rápido crecimiento.
Aquello
que debería haber servido positivamente a la integración se ha convertido en
herramienta de penetración. Lo que la dejadez de la sociedad deja abierto, es
cubierto rápidamente por el radicalismo que usa los medios a su disposición
para la captación de los descontentos que nuestras sociedades modernas
producen.
Las
crisis económicas se ven sustentadas en las morales, nacidas de la codicia y de
la idea de que todo vale para el enriquecimiento. Lo que lleva a situaciones de
enorme deterioro del medio ambiente en vez de tratar de desarrollar una
mentalidad del desarrollo sostenible.
Bajo la
excusa de la libertad se pretende poner en pie de igualdad prácticas aberrantes
en muchos campos, esparciendo las más increíbles estupideces como "verdades
alternativa" haciendo retroceder desde el punto de vista del conocimiento
social nuestra visión del mundo a tiempos míticos y dogmáticos. Cualquiera pude
tener su creencia y esta es digna de respeto por muy retrógrada o falsa que
sea.
La
unión hace la fuerza. Lo que antes estaba disperso, hoy emerge unido para
reconquistar el espacio y el tiempo perdido. En unas mentes cada vez más
arrastradas hacia la trivialidad, cualquier idea que aliente el enfrentamiento
se ve respaldada desde incontables puntos que las hacen parecer como
universales. Si es necesario serán repetidas por máquinas que darán la idea de
la unanimidad.
La
capacidad de conocer las debilidades de las personas mediante técnicas de seguimiento
en las redes nos hacen especialmente vulnerables antes los cantos de sirena que
nos seducen, con lo que la democracia se ver pervertida por los mecanismos de
desinformación y escrutinio de la intimidad.
Falta
reflexión sobre lo que nos ocurre. Vivimos en una sociedad de grandes avances y
enormes retrocesos. Ignorarlos es muy peligroso, como la Historia nos muestra
con retroceder solo un poco. Pero la velocidad acelerada de estos tiempos nos
hace parecer enormemente distante lo que ocurrió hace apenas unas décadas y
nuestra ignorancia nos hace ser ciegos a los riesgos.
El
problema es que el asalto a las democracias desde el autoritarismo cierra
caminos, por lo que se olvidan pronto, como si nunca hubieran sido sendas
transitadas. Los retrocesos que estamos padeciendo en la Unión Europea por
parte de países que salieron de los fascismos (Italia) o del bloque soviético
(Polonia, Hungría) o doblemente como el este de Alemania, hacen ver que la
memoria flaquea ante el reverdecer de la intransigencia.
No
basta con pedir más educación; hay que especificar cuál. No basta con pedir
democracia, porque esta es fácil de desestabilizar en un mundo interconectado y
sobre el que es fácil extender los demonios de radicalismo político o
religioso, de ambos fundidos.
Tenemos
que recuperar el valor de las libertades humanas, todo lo que se deriva de la mejor cultura y de la Ciencia, aquello que nos enseña que los seres humanos somos todos
parte de un mismo fondo y que hay que corregir las desigualdades que el tiempo
ha creado. Hay que separar la cultura que emancipa de la tradición que atrapa; buscar las identidades en lo positivo y no en la crueldad, la intolerancia o el dogmatismo. Cada vez se publican más obras reivindicando el espíritu ilustrado al que los nuevos oscurantistas habían demonizado. Es necesaria una nueva ilustración "humanizada", solidaria y constructiva, que deje atrás los motivos de odios y rencores acumulados en la historia y siga adelante. Verdadera ilustración, que vaya a los principios básicos y derechos universales, que se solidarice con el que sufre y no explote al débil.
Los retos del futuro son de todos, no solo de algunos países. Ya no
hay alfombras bajo las que barrer.
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