Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La pitada al himno nacional en la final de la Copa del Rey
es una más de esas anomalías con las que la personalidad española sorprende al
mundo y nos sigue sorprendiendo a aquellos que admiramos la película Gran Torino. Siempre se habla de las dos
Españas, pero la parejita ha tenido retoños que se multiplican en un país bipolar y cubista. La pitada del otro
día habrá que contrastarla con la euforia callejera de los goles de la “roja” y
de la celebración de sus títulos, los pasados y los que vengan. A ver quién
mete más ruido.
No existen dos Españas. El número de multiplica. Existen,
cuanto menos, la católica y la atea; la monárquica y la republicana; la centralista
y la autonomista; la de derechas y la de izquierdas; la nacional y la
separatista. Con todas las variantes que se nos ocurran, todas ellas
irreconciliables por pares y deseosas de expresar ruidosamente sus diferencias
de la forma más ofensiva posible para aquel que les sirve de referencia
negativa. Porque, sí, es más fácil pitar en un estadio o en un desfile, que
resolver cualquier problema. ¡Y cómo desahoga, con qué euforia regresas a casa
tras la machada!
España es el país en el que no se cierra ninguna herida
porque se vive muy bien de ellas. Los conflictos se estiran como el chicle en
el zapato.
Mientras tanto, los problemas se siguen acumulando, en segundo
término, pendientes de resolución. El
Mundo se pregunta de forma trascendental “¿Subió TVE el volumen del himno
durante la retransmisión?”*, en donde el centro morboso es saber el equilibrio entre música y pitada, como
si se tratara de un pulso, el
verdadero deporte nacional. No es una cuestión de decibelios, ni de mezcla de
canales. Es otra cosa.
Cuando España ganó la Eurocopa y la Campeonato del Mundo de
Fútbol, nuestros más sesudos comentaristas y nuestros más frívolos analistas
dedicaron páginas y páginas a reflexionar sobre cómo este país permanentemente divido
se había unido en unos “colores”, cómo gritaban “¡campeones, campeones!”, se
metían en las fuentes más cercanas y hacían resonar los cláxones de sus
vehículos mientras recorrían las ciudades comunicando la “buena nueva”.
Llegaron a la conclusión de que una generación joven de deportistas había
logrado unir lo que los políticos no hacían más que intentar separar para su
propio lucimiento y beneficio. Observaron cómo los jóvenes se habían negado a
entrar en las trampas exclusivistas con las que los políticos locales les
habían tentado —amenazado en ocasiones— y se habían limitado a jugar, alegrarse
por ganar y a celebrarlo con todo el que quisiera celebrarlo. Algo sencillo en
casi cualquier lugar del mundo.
De nuevo, el espectáculo no estaba esta vez en el terreno de
juego. Lo que ocurre en el estadio no es más que la apoteosis teatral de una
tragicomedia mancomunada, convertida en culebrón, en entregas periódicas con
las que satisfacer los subidones egocéntricos de la política.
Una vez más, el deporte sirve para tapar las carencias y
problemas gravísimos a los que nos enfrentamos y a mantener el nivel de
confrontación que nos gusta para sentirnos vivos en nuestra elección
particular vital: nacionalistas, españolistas, republicanos, monárquicos,
religiosos y ateos. Y nuestros colores deportivos, por supuesto.
La pitada de la final de Copa permitió matar tres pájaros de
un tiro. Los silbidos se hicieron contra el himno, con lo que se cazó al pájaro nacional con la escopeta independentista.
Se disparó contra la presencia del Príncipe de España, en cuyo honor se
interpretaba el himno, cazando al pájaro de la monarquía con la escopeta republicana:
y, por último, se cazaba el pájaro centralista porque era en Madrid donde se
celebraba la final y así tenía un mejor sabor. La intervención de la presidenta
madrileña no hizo sino añadir un punto de placer morboso al asunto y hacer
entrar al trapo a los presidentes autonómicos con desvaríos mayores. Además de
pitar a las instituciones, tuvieron el placer de personalizarlo en ella a través de los insultos dedicados a su persona. Hay gente
que disfruta profundamente con estas cosas. Para que sus pitidos no se confundieran con los de la multitud, algunos los identificaron, como vemos en la fotografía de la izquierda. No vaya a haber confusiones.
Cuando las cosas están tan cantadas como lo del otro día,
pasan a formar parte del programa de
festejos, como lo era la pitada a Rodríguez Zapatero en el desfile del Día
de las Fuerzas Armadas, la caza de ministros por manifestantes en ferias y
saraos de inauguraciones, o la persecución de diputados, etc. Es la España
jacarandosa que gusta de expresarse con estas formas. Divertido para algunos,
pero ineficaz y poco educativo. La gente tiene derecho a gritar, pitar, etc. Sí, claro, pero ¿y qué? Con la que nos está cayendo cada día, con las alertas en
rojo, y nosotros compitiendo a ver quién mete más ruido. Es una forma de entender la competitividad, desde luego.
Como en las crónicas taurinas, nuestro mundo se clasifica en “silencio”, “pitos” y “aplausos” y, como suele ocurrir, “división de opiniones”, que es el punto en el que unos meten tanto ruido aplaudiendo como los otros pitando. Como en los toros, el público no alquila las almohadillas para mantener el trasero en buen estado, sino para arrojarlo en cuanto haya ocasión. Es el respetable. Muerte en el ruedo y ruido en las gradas.
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