Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Leo en The New York
Times la contribución periodística con la que Charles M. Blow se anticipa a
la celebración de la Semana Nacional de Agradecimiento a los Maestros. Blow no
dirige su agradecimiento hacia ninguno de sus maestros, sino a la persona que
le enseñó el valor y sentido de lo que significa educar, a su madre, que, maestra para otros, fue ejemplo de enseñante para él. Escribe Blow:
Through her I saw up close that teaching is one
of those jobs you do with the whole of you — trying to break through to a young
mind can break your heart. My mother cared about her students like they were
her own children. I guess that’s why so many of them dispensed with “Mrs. Blow”
and just called her Mama.*
Esa idea de “totalidad” es esencial en la enseñanza y una de
las grandes pérdidas que nuestra orientación productiva, la que los diseñadores
de sistemas eficaces han realizado, ha producido en el sistema educativo y se
ha trasladado al conjunto de la vida social. La idea de tratar a “sus
estudiantes como si fueran sus hijos”, percibida por Blow en su madre, se nos
presenta hoy como una especie de anacronismo en un mundo transformado por
reglas y protocolos, en el que el sentido de lo propio se ha erigido en
auténtico principio rector. Y no hay profesión más desinteresada que la
educación. O así debería ser.
Gran parte de nuestro fracaso educativo procede de situar en el centro del sistema el egoísmo. Esto afecta a todos por igual, alumnos y docentes. Cuando el sistema educativo no aspira a cambiar el sistema social, se convierte en mero espejo de sus males. Y eso es el nuestro, el fiel reflejo de nuestras miserias.
La educación se ha pervertido desde la mirada social
valorativa, que la considera como una pobre aspiración humana frente al éxito
social, santificado en la figura de “rico”, del hombre de negocios, del que es
portada de revistas y periódicos. Si la valía social se mide en términos de
valores de mercado, la educación es la más desprestigiada socialmente. La
ponderación excesiva de los valores económicos del éxito ha situado a los
educadores en la cola. La concepción de la enseñanza como un refugio de
inútiles es, además de una gravísima injusticia, un suicidio social pues
arraiga el desprecio respecto a la educación, que es vista como un simple
servicio pagado por unos “clientes”. Y quien paga, manda.
La conversión del maestro o profesor en un mero asistente formativo, un complemento de actividades y dispositivos impresos o virtuales, es una aberración, digna hija del sistema que la ha pensado, de aquellos que diseñan los sistemas educativos de la guardería al doctorado. Y esta escuela ha hecho estragos. Su apariencia “técnica” y “científica”, favorece la transformación de un sistema que debe ser profundamente humano en una maquina cibernética. La escuela, el sistema educativo, es ya una fábrica en todos su detalles.
La conversión del maestro o profesor en un mero asistente formativo, un complemento de actividades y dispositivos impresos o virtuales, es una aberración, digna hija del sistema que la ha pensado, de aquellos que diseñan los sistemas educativos de la guardería al doctorado. Y esta escuela ha hecho estragos. Su apariencia “técnica” y “científica”, favorece la transformación de un sistema que debe ser profundamente humano en una maquina cibernética. La escuela, el sistema educativo, es ya una fábrica en todos su detalles.
En los niveles superiores de la enseñanza, en los
universitarios, los alumnos son vistos por el sistema desde una esquizofrenia
absurda: como “clientes”, por un lado, y como un obstáculo frente a la “investigación”,
valor prioritario porque aporta prestigio y dinero a las universidades en forma
de patentes y visibilidad en los medios académicos, es decir, un prestigio que
se traduce en más "clientes" y más ingresos. La existencia de rankings y demás tonterías de ese tenor no son más que la
aplicación de la mercadotecnia a cualquier campo de la actividad humana y una
forma de vida lucrativa para los que se dedican a la evaluación y a la creación
de sistemas de bibliometría y demás ficciones tecnológicas, etc., utilizadas para el reparto de miseria y control de las profesiones.
Convertir a los alumnos en clientes es el otro extremo de lo que Charles M Blow aprendió de su madre, a convertirlos en sus hijos, que no quiere decir más que lo siguiente: te importan más allá de la relación de cuatro horas semanales que pasas con ellos durante un cuatrimestre, que estás dispuesto a decirles cosas que no les gusta escuchar pero que deben hacerlo porque les serán útiles cuando sean capaces de comprenderlas, porque la relación educativa es siempre asimétrica, como lo es la familiar. Por eso se debe basar en la confianza, prestigio y respeto, cosas que no tienen nada que ver con el autoritarismo, disciplina, etc., que no son más que interpretaciones planas interesadas.
Entre tratar a los alumnos como “clientes” y tratarlos como “hijos”,
entre sonreírles para que te valoren bien, ponérselo fácil para que no se
sientan contrariados, por un lado, y tratar de sacar lo mejor de ellos haciéndoles
ver que te importan realmente y que lo que les corriges no tiene otra intención
que hacerlos mejores estudiantes y personas, hay una diferencia.
Convertir el acto educativo en la reproducción de una
transacción comercial es un gravísimo error histórico y filosófico. La escuela
no reproduce el comercio sino el acto
profundamente familiar de transmisión del conocimiento. Por eso el hecho de que
Charles M Blow decida recordar a su madre cuando debe recordar y agradecer a un
maestro es profundamente natural y revelador. No se trataba de que él fuera “su”
alumno matriculado. Él lo era las veinticuatro horas del día; era su hijo.
Probablemente también descubriría que el hecho de que los alumnos de su madre
la llamaran “mamá”, los convertía en sus hermanos. Y tampoco es una mala
enseñanza.
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