Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El breve artículo de hoy de Lucía Méndez en El Mundo, que le sirve de valoración
semanal, se centra en un punto importante en el que reside gran parte del dilema
que se abre en el mundo. Titulado “Rato, Deloitte y los indignados”*, con la
cuestión de la dimisión de Rodrigo Rato como centro, Méndez señala:
Estas son las reglas de juego de una
crisis en la que la política ya no goza de supremacía sobre el mundo económico.
Los líderes políticos asisten impotentes a la transformación de un mundo en el
que ganar unas elecciones y gobernar ya no significa estar en condiciones de
aplicar un programa político. Ahora hay que esperar a ver qué dice el Banco
Central Europeo, el FMI, el Ibex, Deloitte, la prima de riesgo o los inversores
en deuda pública. Si aprietan todos a la vez, no hay escapatoria ni para el
presidente de Bankia, ni para el presidente del Gobierno, ni para nadie.
[…] Desde posiciones políticas
contrarias, Rodrigo Rato y los indignados que han vuelto a salir a la calle en
el primer aniversario del 15-M tienen algo en común. Creen en la supremacía de
la gestión política sobre el sistema económico. Los indignados reclaman un
mundo en el que los gobiernos metan en cintura a los banqueros y Rodrigo Rato
quería demostrar que un hombre que nació y creció para ser presidente del
Gobierno podía tener éxito como presidente de un banco.*
Y realmente la cuestión es esa: la creación de un monstruo
gigantesco y fragmentario que actúa de forma automática, que no atiende a
ningún tipo de consideración más allá del cumplimiento de un único objetivo, el beneficio, al que se supeditan todos los demás que no son más que medios para el fin.
El gran debate no puede ser realizado porque no existe un
interlocutor. No puede debatirse con nadie porque cuando retiran la cortina y
esperan encontrar al Mago de Oz, no hay nadie tras la tela. Nadie ve la red en el ojo ajeno. Eso que llaman “mercados”,
“inversores”, etc. es un ente polimórfico y repartido, la gigantesca “sociedad
anónima global” que compra los destinos de los pueblos en subastas y que se
mueve no por las órdenes de nadie sino por protocolos y respuestas
automatizadas, órdenes de compra o venta.
Qué bonitos eran aquellos tiempos en los que se podía
representar el capitalismo como un señor con frac que se retorcía el bigote. El
capitalismo ya somos todos, incluidos los anticapitalistas. Es el sistema. Y la base del sistema es la no
regulación, que es como se abrió la caja de Pandora. El capitalismo es lo
contrario del absolutismo, aunque haya un absolutismo capitalista, que sería un
estado absoluto sin un Luis XIV: Le
capitalisme n'est pas moi. El capitalismo son las relaciones. Ni tú ni yo,
sino lo que hacemos. Todo.
La cuestión grave que se plantea es que todo nuestro
pensamiento institucional y nuestras propias instituciones desde la revolución
francesa se basan en que el poder reside en el pueblo y que los políticos deben
hacer lo que el pueblo quiere: la voluntad popular. Y el sistema que hemos
hecho va en sentido contrario. Para algunos ese “hacer” requeriría mucha
explicaciones, puesto que no se ha hecho,
sino que ha emergido, que es algo
diferente. Hablamos de la emergencia
de algo cuando surge de las relaciones anteriores, de la misma forma en que una
“pareja” emerge de las relaciones de
dos personas o una “familia” cuando tienen hijos.
El sistema emerge en toda su crudeza de las desregulaciones.
por un lado, y de globalización de la economía, por otro. Durante siglos se ha
teorizado que el poder político tenía un espacio, el de las fronteras del
Estado. Hasta esos límites alcanzaba el poder. Más allá comenzaba el poder de otro. El capitalismo ha roto los
límites del Estado creando un metaestado mundial que no es el resultado de los
G 8, 10 o 20. Eso no es más que una ilusión
para que se crea que hay alguien al volante del coche, al timón del barco a los
mandos del avión. Y cada día es más evidente que el mundo va con un piloto
automático o cibernético, un sistema que decide no como estrategia sino como retroalimentación.
La “estrategia” presupone una inteligencia y aquí, aunque las pueda haber
parciales, no existe una inteligencia global que pueda abarcar el conjunto,
solo un sistema reactivo hipersensible que se mueve por un único programa, el
beneficio, y en un sentido exclusivamente numérico susceptible de convertir en ítem del sistema. Cualquier decisión es
convertida en información que el sistema procesa y convierte en más información
y así hasta el fin de los tiempos. A lo más que podemos aspirar es a tratar de actuar para hacer que el sistema nos sea favorable, pero no lo controlamos en un sentido jerárquico.
Cuando el mundo se ha convertido en una sola máquina
unificada, todo es información. Los analistas esperan las presentaciones de los
datos que miles de instituciones ofrecen para tratar de comprender el sistema,
pero el sistema es incomprensible por definición, no tiene límites. Cada semana se repasan los
indicadores, los resultados de empresas, los informes de instituciones, etc.,
con la única finalidad de poder tomar decisiones que puedan ser automatizadas. Incertidumbre y riesgo son los marcos de las decisiones, mayores o menores, porque no controlamos ni conocemos más que pequeñas parcelas. No poseemos la omnisciencia que sistema requiere para ser comprendido en su totalidad, no comprendemos sus conexiones, establecemos hipótesis sobre la incidencia de ciertos factores sobre el conjunto.
Acierta Lucía Méndez al señalar que los políticos quedan en
el punto de mira de unos y otros. Pero existen grandes diferencias, porque lo
que exigen los mercados es lo contrario de lo que exigen los pueblos. El
argumento de que cuando la economía va bien el pueblo va bien, se relativiza en
una sociedad globalizada cuando descubrimos que no todos pueden ir bien, que el
beneficio de unos es la desgracia de otros en términos de explotación, medio
ambiente, guerras, etc., que es un juego en el
que no todos pueden ganar. Descubrimos que el bienestar tiene el límite de los
costes de producción y que podemos perder nuestras buenas condiciones cuando las
fábricas se desplazan a otros lugares para pagar menos y ganar más, cuando se
desplazan millones de personas de unos países a otros para llenar las fábricas
con mano de obra barata, etc.
Hemos hecho nuestros una serie de principios que no buscan
ni la justicia ni la felicidad, que hemos relativizado y materializado respectivamente. Así como los
mercados exigen la máxima información, aquellos a los que les ha ido bien han
deseado no tenerla, no saber de dónde salía su bienestar, cuál era el coste que
se estaba pagando en muchas zonas del mundo para que nosotros pudiéramos vivir mejor disfrutando de niveles de vida superiores.
Se han mantenido dictaduras o se han hecho guerras para mantener los niveles y ahora se derrumban.
Nuestro problema es que la política se mueve en el terreno
de lo local, de los estados, mientras que la economía se mueve en el global. La
dependencia entre política y economía es obvia. El descrédito de las clases
políticas solo puede ser solventado por una mayor intervención y fiscalización
de los ciudadanos en todas aquellas de instituciones de las que depende nuestra
existencia ciudadana. No se trata de los derechos sino de la supervisión de
esos derechos porque, como hemos comentado, hay que introducir racionalidad en donde hay automatismo, que no es lo mismo. La
racionalidad se puede basar en distintos principios, no solo en el beneficio; debe ponderar más elementos
que los que este sistema utiliza habitualmente.
En estos días se vuelve a hablar del 15-M, de los indignados, al cumplirse el primer
aniversario. Por encima de cualquier otra circunstancia, su efecto ha sido
positivo al hacer tomar conciencia de las consecuencias de inercias y
automatismos. La denuncia local de los casos de ineficacia, de despilfarro, de
corrupción y la fiscalización institucional debe continuar. Primero porque es
nuestro deber ciudadano, ya que la responsabilidad del funcionamiento es de
todos, y segundo porque cada elemento que se logra sacar de la inercia y del
automatismo puede ser aprovechado para recuperar sus fines y cumplir su
verdadera función.
Cuanto más control se tenga sobre las decisiones, mayores
posibilidades de que sean eficaces para todos. Y menor dependencia, que es el
equilibrio entre lo que los demás me quieren hacer y lo que yo puedo evitar. Cuando
no puedo evitar nada de lo que me ocurre —como nos pasa ahora—, es que hemos
perdido nuestra capacidad de decidir, que somos absolutamente dependientes; políticamente nulos, aunque escandalosos. Hemos
perdido, como señalaba Lucía Méndez, la gestión
política. Para descubrir cómo se invierte esa tendencia es para lo que hace
falta inteligencia, claridad y honestidad. No son virtudes fáciles de encontrar
cuando se buscan en el cesto equivocado. La alternativa no es un mundo anárquico ni paralelo, sino la lenta reconquista social de las conciencias e instituciones.
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