Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Hemos llenado las administraciones de amigos y de amigos de amigos que, además de incapaces, son capaces de casi cualquier cosa. Su función es esperar la llamada en el momento oportuno o dar el aviso, según las circunstancias. Poco más, cazadores a la espera de que la pieza alce el vuelo.
Cuando todo falla, llega el escándalo. Suena a película, a
culebrón, a melodrama barato, pero no, se trata de la triste realidad con la
que desayunamos cada día. Ningún país se libra de ellos. Son el resultado
complementario de la pérdida de la ética de unos y de la indiferencia de otros.
El escándalo rompe la indiferencia, pero es demasiado tarde. El mal ya está
hecho y solo queda el lamento final.
Hemos creado un laberinto administrativo por el que se han
ido filtrando millones de euros. Cuando no son los pagos de dietas absurdas,
son los pagos por trabajos inexistentes o las indemnizaciones millonarias a
tipos que han hundido empresas. En una España improductiva, ha traído más
cuenta tener buenos contactos que buenas ideas. Si queremos ser más precisos:
las buenas ideas son las que se les expresa a los buenos contactos. La mayor
parte de las obras megalómanas con las que España ha asombrado al mundo, tanto
por su arquitectura como por su finalidad, ha sido el resultado —en el más honesto de los casos— de la
estupidez faraónica de los paletos locales o autonómicos que han querido que el
mundo hablara de ellos todavía en vida y hasta el final de los tiempos.
Las organizaciones de “eventos” y fastos han proliferado.
Cualquier ciudad con unos miles de habitantes se considera y propone como sede
de cualquier actividad mundial o galáctica si fuera necesario. Al hilo de este
tipo de actos han proliferado gestores, conseguidores, orientadores, asesores,
contactadores, expertos en organización, en gestión, en comunicación…, en todo
lo que fuera posible especificar en una factura, sobre todo aquello sobre lo
que pudiera escribirse un informe absurdo que justificara un pago cuantioso,
por supuesto. Da igual que el evento no tuviera lugar, que nada se celebrara.
Toda esta fauna dedicada a convertir sueños megalómanos en facturas megalómanas
no se deja deprimir por el fracaso y vuelven y vuelven y vuelven a proponer los
mismos eventos. Ya se encargan los políticos de ilusionar a los pueblos.
Sí. A la vista de las cifras del paro en este país, muchos
de estos emprendedores, de estos brillantes
gestores, no han necesitado crear más puestos de trabajo que los que
representan cuñados y cuñadas, hijos e hijas, primos y primas, cónyuges y
amantes. Todo ese dinero que ha salido de los bolsillos de todos, han acabado
en un número relativamente bajo de cuentas corrientes, eso sí, diversificadas y
deslocalizadas.
Es triste que en un país con casi cinco millones de parados, el dinero de las administraciones —porque de eso se trataba, del dinero público— haya ido a parar al bolsillo de estos estimuladores del despilfarro, ideadores de fantasías y entelequias deportivas, musicales, religiosas o alienígenas, si hubiera hecho falta. Es escandaloso que el dinero haya ido, con tanta ligereza y generosidad, a indemnizar a personas por las que deberían indemnizarnos a nosotros; a la miseria de sus malas actuaciones se suma la de sus recompensas pactadas entre ellos mismos o con sus amigos en nombre de todos. Escándalo, sí.
Es triste que en un país con casi cinco millones de parados, el dinero de las administraciones —porque de eso se trataba, del dinero público— haya ido a parar al bolsillo de estos estimuladores del despilfarro, ideadores de fantasías y entelequias deportivas, musicales, religiosas o alienígenas, si hubiera hecho falta. Es escandaloso que el dinero haya ido, con tanta ligereza y generosidad, a indemnizar a personas por las que deberían indemnizarnos a nosotros; a la miseria de sus malas actuaciones se suma la de sus recompensas pactadas entre ellos mismos o con sus amigos en nombre de todos. Escándalo, sí.
Una vez más hemos llenado la administración de teóricos de
la privatización. Sostiene esta fauna que no hay nada como la gestión privada
con cargo a los presupuestos públicos, porque ellos, arriesgar, lo que se dice
arriesgar, han arriesgado poco. Han constituido empresas media hora antes de
firmar contratos. Y alegaban experiencia.
Nos han fallado los administradores públicos en su
incapacidad de fiscalizar cuentas, en no renunciar a las amistades peligrosas o
en buscarlas con ahínco. Nos han fallado, una vez más, los políticos. Les ha
perdido —y a nosotros con ellos— esa papanatería, ese ser incapaces de
resistirse a una foto, a una inauguración, a cortar una cinta, a inaugurar una
iluminación, a lo que sea con tal de llamar la atención del partido a ver si
los mandan a un próximo destino más cerca de la capital. Otros no han perdido nada
porque nunca lo tuvieron. Llegaron a la política para medrar, para ser rogados,
tocados, invitados y tener el mayor número posibles de amigos y contactos en
todos aquellos lugares por los que se pasea un euro. Su vocación no era el servicio, sino el servirse.
Desgraciadamente es lo que estamos viendo cada día. Han fallado
las instituciones, tomadas al asalto por estos autoempleados que se fijan y
suben sin pudor sueldos e indemnizaciones, que necesitan que les aumenten el
sueldo para rendir más mientras ellos se los bajan a otros para que así estén
estimulados y no se paren.
Hemos llenado las administraciones de amigos y de amigos de amigos que, además de incapaces, son capaces de casi cualquier cosa. Su función es esperar la llamada en el momento oportuno o dar el aviso, según las circunstancias. Poco más, cazadores a la espera de que la pieza alce el vuelo.
Hoy son los escándalos en diagonal de los millones desviados
a trabajos inexistentes en Valencia y los treinta millones de euros de indemnización
a los consejeros de Novagalicia. Es el suma y sigue del escándalo nacional. ¿No
había nadie allí? ¿Lo hay ahora?
Nos explican que España está en el puesto número 31 de la
lista de la corrupción internacional. Hemos perdido un puesto, ¡vaya por Dios! El
último, el 182, es Somalia, nos dice la
ONG Transparencia Internacional* que elabora un Índice de Percepción de la Corrupción, una especie de eufemismo
epistemológico para no llamarlo directamente “corrupción”, ya que es algo
difícil de pesar o medir, pero sí bien fácil de percibir. Estamos estancados desde 2004, dato muy interesante e
instructivo sobre el esfuerzo desarrollado al respecto. ¿Eso quiere decir que
no hay precariedad en la corrupción, que la corrupción tiene contrato
indefinido? ¿Ahí no hay recortes?
Me da igual que haya cien, trescientos u ochocientos países
por detrás. Lo que no quiero es que haya uno solo por delante que dedique un
minuto más que nosotros a resolver esta lacra que sale de una modesta ventanilla
y llega, como Don Juan, a las ventanas de los palacios. La Prensa es importante
en estos casos. Debe afrontarlo de forma apartidista y denunciar en el momento
en que se tiene conocimiento, no esperar al momento en que hace más daño
político al partido que no nos cae simpático. El efecto del tratamiento
partidista de la corrupción es que la gente lo acaba viendo como parte inevitable
de la gresca entre los políticos y no como un problema que nos afecta a todos como
ciudadanos. Una vez más, ese mal sentido de lo
político como partidismo nos perjudica. Hay frentes que son de todos.
La corrupción, como las cañerías picadas, es una pérdida
constante para un país, un semillero de perversiones. Hay que exigir una
administración y unos administrados que sean conscientes de ella y la denuncien.
El problema se produce cuando el que tiene que pararlo carece de respaldo o
teme molestar a alguien denunciando y se vuelva contra él. Entonces se ejerce
ese deporte universal que consiste en girar el cuello y mirar para otro lado.
Hay que echar de la política o de la administración, de las
instituciones, a cualquiera que utilice su puesto para beneficiarse ilegalmente
y deben hacerlo, además, sus más próximos, los que lo pusieron allí. Hay que
recuperar el sentido de la Función Pública, la garantía de que se busca lo
mejor para el conjunto de los ciudadanos, que se vigilan y se da cuenta de cada
uno de los euros recaudados o invertidos por la Administración. Solo así avanza
un país.
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